domingo, 10 de noviembre de 2013

Homilía



El texto de II Macabeos introduce en la Sagrada Escritura una novedad, no contemplada en los anteriores libros del Antiguo Testamento: la resurrección de los muertos.

Esta idea tardía nace de convicciones personales sobre la suerte de los justos que mueren defendiendo su fe, sin miedo a la muerte y sin odio a sus verdugos.

La justicia de Dios no se puede reducir a bienes materiales y a una larga descendencia, pues los bienes son caducos y la descendencia se olvida pronto de sus progenitores.

La muerte de los 7 hermanos Macabeos, a manos de Antíoco IV Epifanes, por ser fieles a su fe, nos revela que Dios no abandona a los suyos.

Me admira la valentía de la madre de los Macabeos animando a sus hijos a enfrentarse con dignidad a la muerte antes que renegar de su fe.

Una madre, que ama tanto a sus hijos y actúa de esta manera, no puede estar motivada más que por un bien superior. Sabe que los recuperará para siempre en la vida eterna.

Por eso dice: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (II Mac. 7,14).

La fe en la resurrección que nos expresan los últimos libros veterotestamentarios: Sabiduría, Daniel y Macabeos (ss.II-I antes de Cristo), responde a una evolución del pensamiento judío. Piensan que quienes han sido fieles al Señor entregando su vida por amor, la recuperarán de nuevo, porque están convencidos que Dios es fiel a la alianza.

Por el contrario, afirman que no habrá resurrección para los malvados; serán aniquilados.

La idea de la resurrección se fue desarrollando hasta los tiempos de Jesús bajo el gobierno religioso de los saduceos, que no creían en la vida después de la muerte, y los escribas y fariseos, que sí creían.

En la tradición judeo-cristiana es fundamental la fe en un Dios personal que nos llama a la vida y quiere que estemos junto a El para siempre. Un Dios que cuida a las aves del cielo y a los lirios del campo ¿ no se va a ocupar de los hombres a quienes ha creado a su imagen y semejanza?

A diferencia de las religiones orientales, con espiritualidad pacifista, muy de moda en las últimas décadas del s.XX, sobre todo en Europa, los cristianos creemos en un Dios

Encarnado, el Verbo, Jesucristo, pero no en la reencarnación, desarrollada especialmente en el hinduismo.

El hinduismo cree en la existencia de las almas, que se encarnan una y otra vez en vidas sucesivas. Las acciones buenas o malas deciden cuál va a ser la próxima reencarnación.

Al final desemboca en una sucesión de nacimientos y muertes; así las almas se van degradando o purificando hasta alcanzar un día la integración en el Nirvana, en la totalidad del Ser Absoluto.

El Dios de nuestro Señor Jesucristo no es un Nirvana impersonal, sino un Padre bueno que nos ama, un Dios fiel con nosotros más allá de las fronteras de la muerte.

Los cristianos, a diferencia del budismo o el hinduismo, nos jugamos la existencia a una sola carta, con una misión que cumplir en la única vida terrena, con riesgos y compromisos.

Si caemos, tenemos una tabla de salvación en Jesús, el Verbo eterno del Padre, que acude a nuestro rescate a fin de que la vida que nos ha sido regalada no se pierda para siempre.

La fe en Jesús fecunda la esperanza y nos da la seguridad de que, pese a que acabe nuestra condición biológica actual, no se extinguirá el Amor que El ha sembrado en nuestro corazón, y que está destinado a perpetuarse en una gozosa vida futura.

Quien profesa al comienzo del símbolo de la fe:”Creo en Dios Padre, creador…” puede terminar confesando:”Espero en la vida eterna” (Juan Martín Velasco).

La vida del creyente está, pues, marcada por la esperanza, por la certeza dichosa de que lo mejor ya está sucediendo y sucederá, porque Dios tiene la última palabra.

Sin embargo, millones de seres humanos se confiesan ateos o no creyentes. Sé de alguno que daría todos sus bienes por tener la fe de su madre.

Recorriendo recientemente el antiguo cementerio civil de Madrid, sentí un escalofrío al leer sobre la lápida de una de las sepulturas: “Después de la muerte no hay nada”.

Este pensamiento pesimista no es nuevo. Es el mismo que, en el evangelio de hoy, le plantean los fariseos a Jesús acerca de una mujer que se casa y enviuda sucesivamente de 7 hermanos, y muere al final, sin dejar descendencia de ninguno de ellos:
“Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer, puesto que lo fue de los 7?” (Lucas 20,33).

La secta de los saduceos, la más poderosa y rica de Israel, tenía una notable influencia, porque dominaban el Sanedrín y contaban entre sus filas con senadores. Su creencia se centraba en el orden salvífico del templo que ellos mismos gestionaban.

Negaban la inmortalidad del alma.
La pregunta que hacen a Jesús (trampa saducea) es una manipulación capciosa para conseguir que dé un paso en falso.

Utilizan para ello la Ley del Levirato, creada para proteger a las viudas que quedaban en el más absoluto desamparo. Un marido les garantizaba seguridad y amparo.

Como ocurre actualmente en nuestra clase política, los instalados en el poder utilizan el sarcasmo, la ironía y la prepotencia para descalificar a quienes les puedan hacer sombra.

Jesús sale airoso de la trampa y desenmascara su poder apoyándose en la autoridad de Moisés que ellos respetan. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es “Dios de muertos, sino de vivos”.
No tiene sentido una religión de muertos, porque “para Dios todos viven”.

Las palabras de Jesús: ”No se casarán; son como ángeles de Dios”, nos dan a entender que no habrá leyes de dominio o de dependencia de varón y mujer, porque las relaciones serán de acogida total.

En relación al más allá, se han vertido ríos de tinta a lo largo de la historia.

La falta de certeza total ( nos movemos en el ámbito de la fe) dispara la imaginación hasta límites insospechados.

Cada uno se imagina el cielo de forma distinta, como si fuera una prolongación de la vida más gozosa de la tierra.

Hace tiempo, un buen amigo, muy conocedor de las religiones orientales, me argumentaba que si la vida del mundo futuro fuera una prolongación de ésta (sufrió muchos contratiempos) prefería ser aniquilado.

Y la imagen que tenemos de Dios: ¿ es de un hombre con barba bonachón, de un joven barbilampiño o, tal vez, de un señor serio y airado presidiendo el universo desde las nubes?

Mucho tiene que ver lo que percibimos ahora con los mensajes recibidos en la niñez.
La imagen que tenemos de entonces suele permanecer viva en la mente.

Hago un inciso personal que quizás no coincida con la ortodoxia religiosa. Guarda relación con el pasaje evangélico en el que Jesús se aparece a sus discípulos en una casa “estando cerradas las puertas” (Jn 2º,19).

Un cuerpo terrestre no puede atravesar una puerta opaca sin darse un testarazo, ni flotar en el aire sin soportar la fuerza de la gravedad, ni dominar el espacio a sus anchas.
Para el cuerpo resucitado de Jesús no existe el tiempo ni el espacio ni el movimiento; son categorías humanas.

Somos seres muy limitados, y es imposible imaginarnos a Dios sin una edad determinada, sin un espacio concreto y quieto o en movimiento.

Cuando resucitemos- es mi razonamiento- habremos superado estas tres categorías y entraremos en una dimensión desconocida que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (Pablo).
Dios, que nos ha creado para la vida y es dueño del universo, tendrá preparado para nosotros algo muy grande.
Nos movemos con esta ilusionada esperanza.

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