martes, 30 de abril de 2013

SAN PÍO V Papa

Era en los primeros días del año 1566. Cincuenta y dos cardenales reunidos en conclave deliberaban acerca del sucesor que iban a dar a Pío IV. El cardenal Borromeo, San Carlos Borromeo, parecía el amo de la situación. Sobrino del Papa difunto, tenía la confianza y la adhesión de muchos de los electores, y su apoyo era buscado por los ambiciosos. Creyóse al principio que iba a desentenderse de todo, pero no tardó en darse cuenta de que su inhibición podría ser perjudicial para la Iglesia. «En llegando aquí—escribía el cardenal Pacheco a Felipe II—, hablé a Borromeo y le rogué que no se abandonase, sino que estuviese como hombre para hacer un Papa muy en servicio de Dios y útil de la su Iglesia, porque en esto me parecía que merecía más que en ayunar y en azotarse toda la vida.» Borromeo puso su mejor buena voluntad; hizo toda suerte de combinaciones; gestionó con los ilustres purpurados, pero siempre le faltaba algún voto para llegar a imponer a sus favorecidos. El 3 de enero, el embajador Requeséns escribía al rey católico: «Lo que de esto hay que decir es que las pláticas andan de manera que si no es por milagro, se ha de alargar este negocio demasiado, porque jamás creo que ha llegado la ambición y rotura de conciencia a lo que ahora vemos.» El milagro se hizo. Cuatro días más tarde, Requeséns decía en su despacho: «Estando para escribir a vuestra majestad una larga historia de las maldades que aquí andaban sobre esta elección, se han deshecho todas en un punto y salido Papa el cardenal Alejandrino, cosa que no se pensó, aunque, a mi juicio, lo merecía mejor que ninguno del colegio.» Fue cosa de Dios, añadía el embajador de España. Y así parecía, efectivamente. Entre los nombres que había barajado Borromeo, éste no había aparecido una sola vez; pero aquella noche del 7 de enero, durante la cena, cuando el alma se refleja con más espontaneidad por entre la transparencia de los vinos, cuando los eminentísimos estaban ya en los postres, alguien dejó caer el nombre del cardenal Miguel Ghislieri. Muchos lo recibieron como un hallazgo, y gran número de comensales clavaron sus ojos en el cardenal Borromeo. Entre tanto, empezaban a surgir las dificultades: «Es demasiado rígido», decían unos. «No tiene experiencia de los negocios», añadian otros. Y los partidarios del Pontífice anterior decían a San Carlos: «No nos conviene; ya sabes que durante el reinado anterior ha estado en desgracia; podría vengarse ahora en todos nosotros.» Estas consideraciones no hicieron mella en el arzobispo de Milán; lo único que le importaba era la virtud del candidato; extrañóse de no haber pensado antes en Ghislieri, y se declaró en su favor. Ghislieri, hombre sobrio, de salud precaria y enemigo de banquetes, debía estar entonces en su habitación. Cuando le anunciaron el acuerdo, reflexionó unos instantes, y aceptó, pronunciando estas palabras: «Mi contento su.» Algo antes de medianoche los príncipes de la Iglesia se congregaban en torno al elegido, haciendo la reverencia de rúbrica; él tomaba el nombre de Pío V, para indicar que no guardaba ningún resentimiento contra el Pontífice anterior.

Todos los despachos que por aquellos días salieron de Roma coincidían, en sustancia, con el del cardenal Pacheco cuando decía a Felipe II: «Estamos los hombres del mundo más contentos de ver en esta silla una persona tan ejemplar como los tiempos modernos lo requieren.» Esto es lo que reconocían todos: la virtud acrisolada del electo. Ella había sido la primera causa de su brillante carrera. Hijo de un humilde labrador de Bosco, un pueblecito del Milanesado, había entrado, niño todavía, en la Orden de Santo Domingo. Pronto se dio a conocer como religioso austero y como severo moralista. Nombrado inquisidor, puso al servicio de la fe toda la energía de su voluntad inflexible y enamorada de la ortodoxia. Vigilaba las mercancías que llegaban por la vía de los Alpes, decomisaba los libros heréticos, vigilaba a los predicadores famosos, procesaba a los obispos y encarcelaba a los magnates. En más de una ocasión estuvo a punto de morir como San Pedro de Verona, pero ninguna amenaza podía acobardarle. El episcopado de Sutri fue la recompensa de tanto celo. En 1556 era obispo; en 1557, cardenal. Como había nacido cerca de Alessandría, se le llamaba el cardenal Alessandrino. Era un cardenal austero, parco de palabras, y más amante de su blanca túnica dominicana que de los reflejos de la púrpura. Vivía modestamente; un fraile de su convento le hacía compañía, barría él mismo su habitación, y, aunque zurdo, tenía suma habilidad para hacer con ramos de palmera las escobas que usaba. En los consistorios era temible por la independencia de su carácter. Pío IV le alejó de su lado, le despojó de algunas de sus facultades de gran inquisidor y a punto estuvo de encerrarle en el castillo de Santángelo. Fue en el curso de un banquete. El Pontífice propuso a los purpurados el nombramiento de dos adolescentes para completar el colegio cardenalicio. Todos asintieron a la proposición: sólo Ghislieri tuvo valor para decir que aquél no era el lugar para tratar un asunto tan grave, y que si se había de reformar la Iglesia, no era, ciertamente, dando las dignidades a personas irresponsables.

Tal era el historial del nuevo Papa. No es extraño que algunos cardenales se alarmaran en el primer momento de la elección. Si al fin se decidieron por él, es porque creían que había de vivir poco tiempo. No era viejo, pero su salud estaba muy agotada. Vióse, sin embargo, que acometió los negocios con una decisión entusiasta, que más procedía de su voluntad que de sus fuerzas físicas. «Lo que puedo decir de la salud del Papa—escribía Requeséns unos meses después de la elección—es que, aunque al principio de su pontificado pensé que fuera muy breve, por haberle visto los años pasados muy malo, después acá está tan bueno, que hoy pienso lo contrario. Después que es Papa no ha dejado capilla, ni consistorio, ni signatura, ni congregación de Inquisición, ni ninguna otra, y las procesiones que estos días han andado aquí las ha andado Su Santidad, siendo el trecho dellas de dos millas.»

El pueblo romano tampoco estaba dispuesto a mirar con simpatía a un hombre enemigo de fiestas, de gesto grave, enjuto de carnes, de rostro largo, pálido y flaco, de ojos azules, pequeños y hundidos, de nariz corva y de calva venerable. Aunque bien proporcionado, no tenía una figura magnífica. Tampoco tenía aire de ser espléndido y generoso con las multitudes. Ante los comentarios que se hacían sobre su elección, Pío V tuvo estas nobles palabras: «No me importa que no se alegren al principio de mi pontificado: lo que quiero es que lo sientan cuando me muera.» No fue, ciertamente, un soberano popular, pero nadie como él se preocupó por el bien del pueblo; nadie hizo tantas distribuciones de dinero; nadie puso tanto empeño en sacar a los miserables de las manos de los usureros. Su programa de gobierno se lo exponía él mismo a Felipe II el día siguiente de su elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres. «El ver—añadía—que pesa sobre mí la carga de las almas de todo el mundo, me tiene en un espanto continuo, pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse.»

Hay una palabra que resume toda la vida de Pío V, es la palabra reforma. Empezó por reformar la corte pontificia, despojándola de todo aire mundano y haciendo de ella casi un convento. Todos los que le rodeaban debían reunirse a ciertas horas para oír la lectura espiritual, para asistir a la meditación diaria y para otras prácticas piadosas. Por primera vez, hacía más de dos siglos, el nepotismo había desaparecido del Vaticano. La vida del Papa tenía maravillados a los embajadores. «Es exemplarísima— escribía el de España—. Levántase dos horas antes de amanecer, y después de haber estado parte de ellas en oración y dicho su oficio, dice misa en amanesciendo con gran devoción, y todo el resto del día y hasta cuatro horas de noche gasta en dar audiencias y hacer consistorios, congregaciones o signaturas, sin tomar un credo para su recreación; y con ser viejo y mal sano, ayuna con grandísimo rigor, sin comer carne ni huevos ni leche ni otro regalo ninguno, sino sólo un poco de pescado y hierbas; y trae la camisa de lana como la traía cuando era fraile, y no se puede creer el deseo que tiene de acertar.»

Un régimen semejante hubiera querido el Pontífice establecer en Roma; pero eso era más difícil. Estaban las casas de juego, los lugares de prostitución, las bancas de los hebreos. Los judíos eran indispensables por el comercio, los tahures tenían una organización temible, y en cuanto a las mujeres de mala vida, Pío V recordaba aquella frase de San Agustín: «Suprime las meretrices y llenarás de confusión la república.» No obstante, ninguna dificultad era capaz de apartarle lo que él comprendía que era su deber. Persiguió implacablemente a los jugadores, cerró tabernas y casas sospechosas, desterró a los astrólogos y hechiceros, y purgó la campiña romana de malhechores, ahorcando a un gran número de ellos. En cuanto a los judíos y las cortesanas, mandó recluirlos en barrios especiales, con prohibición de aparecer en público a ciertas horas, y haciéndoles llevar siempre un distintivo de su profesión o de su raza; de cuando en cuando se presentaban entre ellos algunos frailes, les proponían las verdades de la fe y les exhortaban a cambiar de vida. El aspecto de Roma se había transformado hasta tal punto en poco tiempo, que un viajero alemán podía escribir: «Debo declarar que desde mi llegada a Roma estoy maravillado de la devoción, de la fe, del entusiasmo religioso que en ella reinan. No tengo expresiones con que pintar lo que he visto y oído acerca de los ejercicios de piedad y penitencia a que se entregan sus habitantes. Ninguna de estas cosas tienen por qué extrañarnos en los días de un Pontífice como éste. Sus ayunos, su humildad, su inocencia, su santidad, su celo por la fe, brillan con tan vivo resplandor, que se creería ver en él a un León o a un Gregorio Magno.»

En el gobierno de la cristiandad, la gran preocupación de Pío V fue la implantación del Concilio de Trento. Las ideas madres que informan su correspondencia son la reforma del clero, la organización de los seminarios, la residencia de los obispos, la observancia de los religiosos y la enseñanza de la doctrina cristiana en las parroquias. A su nombre van unidas la reforma del Breviario y del Misal, y la promulgación del catecismo del Concilio de Trento, destinado, sobre todo, a los sacerdotes. En sus relaciones diplomáticas, puede decirse que su único principio era la defensa de la fe y de la justicia. No fue un gran político por el estilo de Inocencio III. «No tiene experiencia ninguna de negocios—escribía el embajador de España—, sino de los de la Inquisición, que son sólo los que hasta aquí ha tratado. Es muy irresoluto y recatadísimo, que no osa fiarse de nadie, ni sabe a quién creer, porque conosce que le han engañado algunos cardenales, y sabe que están llenos de interés y de pasión.» Coincide este juicio con otro informe enviado a Felipe II. Son de sentir los yerros del Pontífice por el mal que causan, pero nadie puede ofenderse por ellos, pues la intención siempre es buena. «Ha de presuponer su majestad—decía el informante—que hicieron Papa a un hombre santo y de gran vida y ejemplo, pero sin ninguna experiencia de negocios, si no son los de fraile; y que no tiene secretario ni ministro que sepa hacer una instrucción.»

En rigor, San Pío V era un hombre de principios, un esclavo del deber. El argumento de interés, la razón de Estado, no existían para él. Lo único que nunca perdía de vista era el engrandecimiento de la religión y la autoridad de la Santa Sede. «Esto es lo único en que le veo muy resoluto.» Daba gran importancia a detalles de etiqueta, miraba mucho que un embajador llevase la falda en una ceremonia, y el menor desacato le llenaba de inquietud. Sus enojos eran bien conocidos por los embajadores, aunque no hacían mucho caso de ellos, pues estaban seguros de que pasaban como nublados de verano. «En verdad—escribía Zúñiga al rey católico—que me ha hecho tanta lástima esta flema como la cólera primera, porque se ve el poco fundamento con que Su Santidad corre estas lanzas; que a no tener vuestra majestad un fin tan puesto en Dios, le daba ocasión para romper con todo, aunque la cristiandad se arruinase.» Hombre sincero, de una lealtad intachable, lo mismo en su trato particular que en su vida pública, Pío V tenía que sentirse molesto en el mundo de las eternas trapacerías diplomáticas. Esto le había vuelto desconfiado, taciturno y propenso a estallar en cóleras terribles. Su oficio de inquisidor había aumentado la rigidez e inflexibilidad de su carácter. Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad. Manejaba tal vez con excesiva facilidad el rayo del anatema. Le lanzó contra Isabel de Inglaterra, contra los ministros de Felipe II en Napóles y en Milán y contra los partidarios de la herejía semijansenista de Baio. Amenazó con él al emperador de Alemania porque le veía dispuesto a establecer en su Imperio las medidas tolerantes de la confesión de Augsburgo. Tal vez el único ideal político que le guía en sus relaciones con las cortes europeas es realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles. Alentaba las campañas del duque de Alba en Flandes, proponía un desembarco de la armada española en Inglaterra y enviaba sus legados a París, a Viena, a Madrid; para concertar una alianza contra el turco. Tenía tan bien montado su servicio de espionaje en los centros más importantes de la cristiandad, por medio de viajeros, comerciantes y cambistas, que el mismo embajador español se manifestaba asombrado. Su gran obra de política europea fue la unión de Venecia y España para detener el avance de los turcos, que estaban a punto de apoderarse de Italia. La Santa Liga fue obra personal de Pío V, de su imparcialidad, de su desinterés y de su constancia admirable en suavizar roces y deshacer susceptibilidades. Dios quiso premiar su celo con el día glorioso de Lepanto.

Este fue el momento culminante de aquel gran pontificado. Seis años de labor fecunda e incesante, proseguida con indomable energía. Pero el cuerpo no correspondía a la fortaleza del espíritu. Aquella enfermedad que Pío V había sufrido siendo cardenal, volvía ahora con nueva virulencia.

Y él, sin tomar precaución ninguna. A fines de abril de 1572 escribía Zúñiga: «De condición está terrible; no quiere hacer cosa de cuantas le dicen que conviene para su salud. La virtud se le ha ido enflaqueciendo, y por el escocimiento de la orina y dolor de ríñones, algunos de los médicos piensan que tiene piedra.» El día primero de mayo añadía: «Dios ha querido dar a Su Santidad el purgatorio de esta vida porque ha tenido trabajosísima muerte, la cual ha sido hoy, a las veintidós horas. Ha sido gran pérdida la de su persona, así para lo que toca a toda la cristiandad, como para los intereses particulares de nuestra España.» Por una relación de aquellos días sabemos más detalles: «Muerto Su Santidad se le hallaron en la vejiga tres picaras de seis onzas. Todo lo demás de su cuerpo estaba entero y sanísimo, y pudiera vivir mucho tiempo, si el médico atinara, o él admitiera remedio, que por su honestidad apenas se dejaba tocar. Decía muchas veces a Dios: «Tú, que aumentas el dolor, aumenta la paciencia.» Hoy ha habido gran concurso a verle con devoción increíble, tocándole con rosarios y otras cosas, y besándole el pie, y algunas mujeres la cara, rompiendo la reja donde estaba.»

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