jueves, 25 de abril de 2013

SAN MARCOS Evangelista

Año 42; por el equinoccio de primavera. Persecución, sangre y terror en la Iglesia naciente. La espada acaba de segar la cabeza de Santiago. Pedro está en la cárcel, y pronto será sacrificado también. Los cristianos velan y oran en la ansiedad. Son ya tantos, que no caben en un solo cenáculo. Se reúnen por grupos en las casas más espaciosas y hospitalarias. Tal esta casa que se levanta cerca de la prisión donde Pedro sufre. Todos los discípulos de Jesús pueden entrar allá. Un gran número de ellos ha entrado en este momento. Son las tres de la mañana. La vigilancia se ha prolongado con la salmodia, la charla y el ágape. El pensamiento de todos está fijo en la prisión cercana. De repente, unos golpes en la puerta, transformando la inquietud en miedo. Una doméstica sale a abrir, y vuelve loca de alegría, gritando: «¡Es el Apóstol, es Pedro!» Nadie la quiere creer, pero a los pocos segundos entra Pedro, embozado en su manto, cuenta su liberación milagrosa, da el ósculo de paz a los hermanos y se aleja de la ciudad antes de amanecer.

En esta ocasión memorable nos sale al paso por vez primera el nombre de Juan Marcos, el evangelista. Aquella casa, donde había prestigio y fe y fraternidad y un recibidor amplio y bien amueblado, era su casa. Allí vivía con su madre María y la criada, que se llamaba Rode. Rode es un nombre griego, que significa rosa. Era aquel un hogar judío, pero con gustos helenizantes. El joven mismo tiene dos nombres, uno para andar entre sus compatriotas, Juan, y otro para cuando tiene que tratar con los grecorromanos, Marcos. Tiene familia en la isla de Chipre (Bernabé, el levita chipriota, es primo suyo), y probablemente a estas horas chapurrea ya el griego.

Este barniz helenístico le coloca entre los primeros obreros de la propaganda apostólica. Acompaña a Pablo y Bernabé en su primera misión a través de las ciudades del Asia. Él no predica. Por su cuenta corre el lado material de la empresa. Administra los fondos, recibe las limosnas, busca alojamiento, paga los gastos y ayuda de mil maneras a los misioneros. Es el procurador de la excursión. Pero al llegar a Perga, una ciudad de Panfilia, abandona a sus compañeros y se vuelve a Jerusalén. Acaso le preocupaba estar tanto tiempo sin noticias de su madre; acaso no llegaba a entenderse con San Pablo. Al empezar la segunda misión; Marcos da motivo a una seria disputa. Bernabé quiere llevarle en su compañía, Pablo se opone terminante, y parte solo, mientras sus antiguos compañeros se encaminan a Chipre. A pesar de aquella dolorosa repulsa, Juan Marcos sigue recorriendo el Imperio y predicando la fe. En el año 62 se encuentra en Roma con San Pablo. El Apóstol de las Gentes ya no se desdeña de tenerle a su servicio; ha cambiado de opinión y no duda de encargarle delicadas misiones en las iglesias que antaño fundaron juntos. Su antiguo compañero es ahora «el hombre siempre útil en vista del ministerio».

Pero Marcos amaba más la compañía de San Pedro. El príncipe de los Apóstoles le llama su hijo, y él camina, a su lado recogiendo dócilmente las palabras de aquel hombre, que era probablemente quien le había enseñado a amar a Jesús, cuando vivía aún en la casa de Jerusalén. Pertenecía a esas almas admirables que brillan en segunda fila, o que saben retirarse a la penumbra para consagrarse a la gloria de un maestro, mereciendo así el premio de la modestia y haciendo su acción más fecunda, aunque menos personal. La antigüedad le llamó a San Marcos el discípulo e intérprete de Pedro. Es probable que el rudo pescador de Betsaida, escogido por Cristo para ser el jefe de su Iglesia, no llegase a hablar con facilidad el griego. Pero a su lado estaba el hombre abnegado, el discípulo amable, dispuesto a transmitir su pensamiento en las reuniones de la primitiva comunidad de Roma. Y Marcos, al lado del apóstol traducía sus palabras, identificándose completamente con aquella catequesis histórica que era la particularidad de su maestro. Era el secretario, la voz, el eco del príncipe de los Apóstoles. Un día los oyentes le pidieron que pusiese por escrito aquellos bellos relatos; él accedió, y así nació el segundo de los Evangelios. San Pedro dejó hacer. Ni prohibió la obra, ni la aprobó. Tal vez, le asustó un poco la iniciativa del discípulo. Cuando Jesús les había enviado por el mundo, no les había mandado escribir, sino predicar. Y el soplo del Espíritu llevaba la predicación por todas partes con victoriosa impetuosidad. Se la veía trasponer las fronteras, adaptarse a los tiempos, a los lugares, al genio de cada raza. Encerrarla en un libro, era quitarle algo de su bravía libertad; imponerle un marco invariable, privarla de aquel esplendor especial con que la vestía cada uno de los mensajeros del Evangelio. Sabía que, a pesar de los escritos, la palabra apostólica permanecería infaliblemente fecunda y eternamente fresca en la enseñanza de sus sucesores.

No obstante, dejó hacer. En el libro de Marcos vio un memorial exacto de su predicación, y cuando algo después la persecución le arrebató a la Iglesia, los cristianos de Roma no tenían más que leer aquellas páginas inspiradas para imaginarse que estaban oyendo la voz de su pastor en el cementerio Ostriano o en la casa de Aquila, sobre el Aventino. Eran las enseñanzas, los relatos, la expresión misma de Pedro. Esto imprime su carácter especial al segundo Evangelio. El biógrafo tiene dos maneras de presentar a su héroe: puede explicarle él mismo o dejar hablar a los hechos. En el de San Marcos encontramos este último sistema. No glosa, no diserta, no comenta; lo único que le importa es ofrecer un relato lleno de viveza y colorido. Y lo consigue plenamente. Su característica es la precisión del detalle, la nitidez de la visión, el gusto de lo pintoresco. Sabe animar de tal modo a las personas, que nos pone en contacto con ellas. Penetramos en sus sentimientos, las vemos moverse delante de nosotros; nos las representamos en su verdadera actitud. Un gesto, una palabra, bastan para hacernos asistir a la acción. Cuando los demás sinópticos nos hablan de algunos nombres, Marcos los enumera; eran cuatro. Sabe que la barca de Pedro estaba pegando con la de Juan cuando Jesús les llamó; nos hace ver a la hija de Jairo corriendo por la habitación después de recobrar la vida; parece como si hubiera visto en la nave el único pan que llevaban en una travesía. Tratándose de Jesús, sobre todo, no olvida ni un gesto, ni una mirada, ni una actitud. Su divina figura aparece realzada por un realismo encantador, que nos revela la huella de una impresión imborrable.

Todos los exegetas modernos que no han perdido enteramente el sentido estético reconocen la gracia de estos relatos del segundo Evangelista, que son verdaderos cuadros llenos de movimiento y de animación. Pero, al mismo tiempo, observan que nos encontramos con un caso en que faltaban casi enteramente las condiciones de escritor: indigencia de imaginación, desorden en la comprensión, inexperiencia en el relato, pobreza en el lenguaje y poca variedad en las escenas. Esas pinturas en que resplandece la vida se consiguen mediante un esquema simple y rudimentario; esa sensación de realidad es producto de fórmulas rígidas y casi hechas a molde. Un mismo patrón sirve para describir dos milagros diferentes. Vigor en la pintura, junto con la penuria en los colores; riqueza descriptiva, junto con una ausencia completa de imaginación creadora; falta de arte, junto con un hechizo irresistible: este contraste es el que caracteriza el estilo de San Marcos y el que le da su originalidad. Son dos rasgos, al parecer, inconciliables, pero que tienen su explicación. Ese narrador sencillo que carece de la invención y del genio de un artista, sólo pretende fijar el recuerdo neto de la realidad vivida. El color y la vida no son productos de su imaginación, sino reflejos de la realidad. Dice lo que ha visto, y lo dice siempre de la misma manera, de una manera popular. Es un testigo ocular más hábil para retener los detalles plásticos de las escenas que para dibujar la psicología de un autor, o para reproducir un discurso.

Apenas hay discursos en San Marcos. Es un Evangelio de hechos, más que de ideas. Ni el menor vestigio del sermón de la montaña; algunas parábolas, pero bosquejadas rápidamente; las conversaciones de Jesús con los Apóstoles, resumidas en pocas palabras. Hechos y milagros, muchos milagros. Es lo que convenía a aquella raza viril, de la que decía Tácito: «Obrar y sufrir animosamente: esto es todo el romano.» Lo maravilloso era un alimento que buscaba con avidez aquella sociedad romana de las primeras misiones evangélicas. Era general la creencia en la astrología, en los sueños y en los adivinos; los magos y agoreros eran condenados a la hoguera por la ley, pero las gentes temblaban delante de ellos; y los más graves escritores., el mismo Tácito, llenaban de prodigios sus historias. Plinio el Viejo, que no creía en los dioses, aceptaba como indudables muchas aventuras mitológicas. Por su parte, Marcos satisfacía estos anhelos, reemplazando las imposturas con las obras divinas que acababa de presenciar toda Judea. Conoce los gustos de los romanos, y no tiene más que presentar la verdad para complacerles. Sabe también que escribe para occidentales, y omite toda la particularidad que pueda delatar en él al hebreo de raza. El giro de su frase es semita, arameo; pero si San Mateo escribía para los convertidos de los hijos de Israel, él se dirige a los gentiles. Aunque no toma un tono dogmático, aunque está lejos de las tendencias paulinas a teologizar, también él tiene su tesis. Mateo presentaba a Jesús como el Mesías esperado por los judíos; Lucas le proponía a los grecorromanos como el Salvador de que les hablaban sus oráculos: Marcos quiere que se vea en Él, ante todo, al Hijo de Dios. El título mismo lo indica: Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. La confesión que San Pedro había proclamado en Cesárea de Filipo, es el centro a que convergen todos los relatos del segundo Evangelio. Una vez más, San Marcos era el intérprete de Pedro.

Y después de haberlo sido en Roma, lo fue en Alejandría, según antiguas tradiciones. La predicación de Pedro el pescador resonó allí por medio de su discípulo al lado de la de Filón, el rabino platónico. Las iglesias de las tres grandes metrópolis del mundo romano tienen sus orígenes unidos a su nombre. Antioquía, Roma y Alejandría, los tres focos de donde el Evangelio va a irradiar al mundo, reciben su lux del príncipe de los Apóstoles. Después, cada uno la proyectará a su modo: Alejandría será la escuela de las altas especulaciones, de las alegorías bíblicas, de las brillantes ideas; no pudiendo renunciar a Platón, le hará cristiano; Aristóteles dominará en Antioquía, un tanto despectiva de la teoría y el misticismo, y obstinadamente aferrada al realismo de la letra; Roma seguirá siendo lo que había sido antes, un gobierno más que una escuela. Ahora es cuando se va a realizar de una manera plena la palabra del poeta: Tu regere imperio populos, romane, memento.

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