domingo, 21 de abril de 2013

San Anselmo de Canterbury

El relato de la vida de San Anselmo ha llegado hasta nosotros de la manera más auténtica y fidedigna, por medio de un discípulo suyo, compañero en sus viajes y testigo de la mayor parte de las cosas que cuenta u oyó contar a su maestro. Tal es Eadmero. Su biografía es un modelo, porque no se contenta con narrar los hechos externos o los milagros del Santo al estilo de un San Gregorio Magno en su Vida de San Benito, o del monje Grimaldo en su Vida de Santo Domingo de Silos, sino que, adelantándose a su época, se adentra en su alma, nos describe su carácter, sus costumbres, su modo de gobierno, sus virtudes, en una palabra, su psicología, resultando una biografía amena al par que instructiva y edificante, y realizando el aforismo de Horacio: Miscuit utile dulci.

Nació nuestro Santo el año 1034 en Aosta, ciudad de Toscana, situada en un valle muy ameno, rodeado de montañas y colinas, en cuyas faldas crecen viñedos y frutales, y que en aquel entonces pertenecía al reino de Borgoña. Aún se conserva una casa con una habitación llamada de San Anselmo.

Su padre, Gondulfo, que era pariente de la gran condesa Matilde, era vivo, apasionado, amante del boato y derrochador. Su madre, por nombre Emerbenga, más pobre quizá pero más piadosa y distinguida, era el prototipo de la madre cristiana, instruida y consciente de su misión, que supo instruir y elevar el corazón de su hijo con auxilio de imágenes encantadoras. Así, para enseñarle lo bueno que es Dios, cuán grande y poderoso, le mostraba las cumbres de los Alpes en el punto en que recortaban el azul del cielo, y le decía: "¿Ves? Ahí comienza el reino de Dios". (Entonces, para el niño, Dios se convertía en el "Señor de los cielos", mientras que los compañeros turbulentos y sin corazón, de los desórdenes paternos, son los señores de "este mundo perverso".)

Muy pronto sintió deseos de aprender. Se le confió a un maestro austero, arisco, que le encerró en una fría soledad y le inculcó sus sombrías lecciones. Anselmo enfermó, se le volvió a casa, y, ante su fisonomía pálida, sus ojos distraídos y sus movimientos nerviosos, sus padres cayeron en la cuenta de que estaba como embrutecido. Había que proporcionarle distracciones, juegos, rostros amables, libertad de movimientos. En efecto, muy pronto volvió a ser el niño alegre, amable y expansivo de siempre. Entonces su madre le puso en manos de otros maestros más comprensivos, los benedictinos, que acababan de fundar una casa en Aosta, los cuales comprendieron muy bien su naturaleza tan amante y tan inteligente, y en ella desarrollaron la piedad y la ciencia hasta el punto de dejarles admirados por sus progresos. Con razón dirá él más tarde: "Todo lo que soy se lo debo a mi madre y a los monjes benedictinos".

A los quince años intentó entrar en el noviciado de San Benigno de Fruttuaria, cerca de Aosta, pero la oposición de su padre y el haber caído enfermo se lo impidieron. Obligado a volver al mundo, es en él admirado y amado, "y, aunque nunca ha faltado a la modestia ni por una sola mirada", dice Eadmero, sin embargo, se siente atraído por los esplendores engañosos de sus fiestas. Pero su madre vela por él y le impide que se deje fascinar. Muy pronto, sin embargo, Dios la llama a sí, cuando sus consejos le eran más necesarios.

Después de esta muerte prematura, dice Eadmero, "El navío de su corazón, como si hubiera perdido su gobernalle, vino a ser el juguete de las olas". Quizá hubiera naufragado sin la dureza de la autoridad paterna, que contuvo ásperamente sus desórdenes nacientes. Esa dureza se convirtió muy pronto en exasperación, lo que obligó a Anselmo a abandonar la casa paterna (renunciando a su patria y a sus bienes).

Toma consigo un criado, y, acompañado de un asno que le lleva su bagaje y algunas provisiones, atraviesa el monte Cenis en camino hacia Francia. Durante tres años recorre la Borgoña, llega a Avranches, allí oye hablar del célebre Lanfranco de Pavía, su compatriota, que (después de haber explicado allí admirables lecciones) se ha hecho monje en la abadía de Bec en Normandía, recién fundada por el venerable Herluino. Allí se dirige y, ganado por sus explicaciones luminosas no menos que por su bondad paternal, se decide a hacerse religioso, siendo muy pronto el modelo de todos. Tenía entonces veintisiete años (1061). Tres años más tarde Lanfranco era nombrado abad de San Esteban de Caen por el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, y entonces Herluino confió a Anselmo el cargo de prior. Finalmente, a la muerte de Herluino, el fundador, fue elegido abad de Bec (1078).

Una diligente administración, una dirección sabia, una vida de caridad y de estudio llevada a alto grado, fueron las tareas de su nuevo cargo. A causa de los intereses que su comunidad poseía en Inglaterra tuvo que visitar esta nación, y con tal motivo fue conocido y estimado por los reyes Guillermo el Conquistador y su hijo Guillermo el Rojo, el cual había de causar a nuestro Santo grandes disgustos, como veremos.

Entretanto, su amigo Lanfranco, que en 1071 había sido elevado a la sede primacial de Cantorbery, moría en 1087, amargado por los disgustos que le causara Guillermo el Rojo, y Anselmo, que parecía predestinado por la Providencia para seguir sus pasos, fue nombrado para sucederle. "Cuando llegó al Santo la noticia faltó poco para que se desmayase, pero de nada le sirvió su resistencia; por unanimidad fue aclamado y llevado en triunfo, aunque no sin violencia por su parte, hasta la próxima iglesia. Ocurría esto en el año 1093 el 6 de marzo, primer domingo de Cuaresma."

Muy pronto sus temores e inquietudes se convirtieron en realidad. La lucha con el rey comenzó por la cuestión de las investiduras. Es sabido que en los primeros siglos el clero y el pueblo designaban los obispos, mientras que el rey no gozaba más que de un simple derecho de confirmación. En el siglo X esta confirmación se transformó en un nombramiento puro y simple, la investidura laica reemplaza a la eclesiástica. Tal innovación llevaba consigo consecuencias graves. Con frecuencia los reyes y señores, poseedores de obispados y abadías, los consideraban como bienes de alquiler y no los daban mas que al mejor postor. El prelado designado se compensaba vendiendo a su vez los cargos inferiores, sin tener en cuenta las cualidades de los candidatos, Es la simonía con todas sus consecuencias. Gregorio VII quiso cortar el mal por lo sano con su famoso decreto dado en el sínodo romano del 24 de febrero de 1075. "Todo el que en lo sucesivo reciba de la mano de un laico un obispado o una abadía no será contado entre los obispos y abades. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde, se atreviese a dar la investidura de un obispado o cualquiera otra dignidad eclesiástica, sepa que le prohibimos la comunión con el bienaventurado Pedro."

Hay que advertir que, bajo el reinado del primer Guillermo, este decreto apenas tuvo aplicación, pero con su sucesor cambió la situación. Locamente derrochador, buscaba llenar las arcas vacías con bienes eclesiásticos. Como durante la vacancia las rentas del obispado pertenecían legalmente al rey, dejaba inocupadas durante largos años las sedes, y cuando por fin las cubría las entregaba al mejor postor. Finalmente, según él, la investidura real colocaba a los prelados en tal sujeción que no podían dar un solo paso, y menos comunicar con Roma, sin su permiso. En estos dos últimos puntos Guillermo entró en conflicto con Anselmo. Le echaba aquél en cara el no haber querido darle un obsequio suficiente por la confirmación al ser nombrado arzobispo; por otra parte, con pretexto de que él no se había decidido aún entre Urbano II y su rival, quiso prohibir al primado su viaje a Roma para pedir el pallium. Traicionado por las asambleas de Rockinghara y Winchester, que no se atrevieron a enfrentarse con el rey, San Anselmo abandonó Inglaterra. Asistió a los concilios de Bari y de Roma, y a la muerte de su perseguidor volvió a Inglaterra.

El nuevo rey Enrique Beauclerc era en el fondo más peligroso que su predecesor. Exigió que San Anselmo le rindiese homenaje y consagrase los obispos nombrados por él. Ambos acudieron a Roma, pero los acontecimientos se volvieron contra el rey. Roma le excomulgó, su hermano Roberto se rebeló. Entonces creyó conveniente reconciliarse con Anselmo, terminándose con un arreglo cuyos términos fueron dictados por el Papa. Los antiguos beneficiarios nombrados por el rey no serían inquietados, pero en lo futuro los obispos habían de ser elegidos libremente. De esta manera San Anselmo retardó en cinco siglos la separación de Inglaterra con la Santa Sede. Murió el 21 de abril de 1109, extendido sobre un cilicio y ceniza, como había pedido.

Pero esta semblanza de San Anselmo quedaría incompleta si no dijésemos que, además de un gran santo y defensor de los derechos de la Iglesia, fue un gran sabio como filósofo y teólogo. A él pertenece el mérito de haber inaugurado la ciencia teológica propiamente dicha. Hasta entonces la teología se contentó con apoyar las verdades en la revelación y en los textos de los Padres. San Anselmo las organiza, las somete al análisis, las diseca por decirlo así, y busca nuevos argumentos en la metafísica y en la dialéctica, creando el sistema escolástico y la filosofía del dogma, que Santo Tomás había de llevar dos siglos más tarde a su perfección. El es quien rompió el fuego y preparó el camino a la gran síntesis que es la Suma Teológica. Si San Anselmo no la realizó ya es porque no entraba en su intento, pues su teología es más bien afectiva, pero, a pesar de todo, en sus obras aparecen las principales cuestiones filosóficas y teológicas. Para darse cuenta de ello bastará con analizar brevemente esas obras.

El Monologio y el Proslogio, que viene a ser como su complemento, son como el primer tratado de Deo uno et Trino. En ellos se encuentra el famoso argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios, y que puede resumirse así: Desde el momento en que es considerado como posible un ser al cual no puede haber nada superior, ese ser tiene que existir, porque, de lo contrario, ya no sería el ser por encima del cual no puede existir nada superior, puesto que le faltaría la existencia. Luego tiene que existir. Ahora bien, ese ser es Dios.

De grammatico es un tratado de pura dialéctica. De veritate tiene páginas muy hermosas sobre la verdad de los sentidos. De libero arbitrio es más bien de carácter teológico y considera a la libertad en su relación con el acto moral. Casu Diaboli fue compuesto, como los anteriores, en el tiempo de su profesorado en Bec. En él estudia el origen del mal. La Epístola de Incarnatione Verbi va dirigida contra el nominalista Roscelin. El Cur Deus homo es su obra maestra, en la que pretende demostrar la necesidad, por lo menos relativa, de la Encarnación. De conceptu virginal et originali peccato tiene como tema básico la concepción virginal del Salvador, quien no hubiera sido concebido en el pecado aun cuando su madre, siempre virgen, hubiera sido manchada por el pecado original. Pero para que su origen humano fuese digno de Dios era necesario que su madre fuese tal que no se pueda concebir una criatura mayor fuera de Dios. En estas palabras va incluida implícitamente su creencia en la Inmaculada Concepción. De processione Spiritus Sancti es como el discurso en el que defendió contra los representantes de la Iglesia griega la procesión del Espíritu Santo también del Hijo, en el concilio de Barl. De concordia praescientiae, praedestinationis et gratiae cum libero arbibitrio es de los primeros que trataron esta cuestión a fondo. Finalmente, han llegado hasta nosotros Oraciones y meditaciones, así como numerosas Cartas, que nos permiten conocer los diversos aspectos de su vida y de su doctrina espiritual.

Esto nos lleva a decir unas palabras sobre algunas de las características de su santidad o espiritualidad. Entre sus virtudes destaquemos únicamente, para no pasar los límites de esta semblanza, su humildad y su caridad. Ante todo su humildad. Ya hablamos de la resistencia que opuso a su nombramiento como arzobispo de Canterbury. No fue menor la que presentó al ser elegido abad de Bec, como se ve por estas palabras que nos cuenta Eadmero: "Viendo Anselmo que con sus palabras no podía cambiar el parecer de sus monjes, acudió a los ruegos y, reunida la comunidad, les pidió de rodillas, con lágrimas y gemidos, por el nombre de Dios omnipotente, que, si conservaban un poco de misericordia, tuviesen compasión de él y desistiesen de sus pretensiones".

Admirable es también su bondad y caridad en el gobierno de sus monjes, que le llevó a hacer de enfermero con un anciano paralítico. "Se le veía sentado a su lado con un racimo en la mano, apretando las uvas para hacer caer su jugo gota a gota sobre los labios secos del enfermo."

Su alma estaba tan llena de Dios y tan acostumbrada a leer sus perfecciones en la naturaleza, que desbordaba y hacía convergir todo para provecho de las almas. Servíase para ello de símiles, comparaciones y analogías entre lo visible y lo invisible, lo corporal y lo espiritual. La vista de unas mariposas le hace pensar en los que buscan los honores del mundo, que son como niños que caen en el precipicio por seguir tras de bagatelas. La vista de un castillo le sugiere una hermosa alegoría: es el cristianismo. En lo más alto del castillo está el torreón, que es la vida religiosa. La llama de un incendio le recuerda la del amor de Dios. La contemplación de un jardinero, el jardín del alma donde debemos plantar las flores de las virtudes, El cazador que va por los montes en busca de su presa, al demonio a caza de almas que perder, y otros muchos ejemplos que pueden verse en el libro De similitudinibus, atribuido a Eadmero, pero que recoge las enseñanzas y muchas veces hasta las palabras del mismo San Anselmo.

Este deseo del conocimiento y del amor de Dios es el que explica todas sus obras y el que vibra a través de sus páginas, convirtiéndolas en efusiones ardientes de su corazón. Para dar una idea de ello al lector creemos que no hay nada mejor que poner ante sus ojos algunos ejemplos, siquiera sea a trueque de transcribir algunos párrafos. Véase con qué magníficos arranques místicos se eleva hasta Dios en el Proslogio: "Excita, pues, alma mía, y levanta todo tu pensamiento, y medita cuanto puedas en lo grande que es aquel bien [Dios]. Porque, si todos los bienes son agradables, cuánto más no lo será aquel que contiene el placer de todos los bienes... Porque, si buena es la vida creada, ¿cuánto más lo será la creadora? Si es amable la sabiduría por el conocimiento que da de las cosas creadas, ¿cuánto más amable es la sabiduría que todo lo creó de la nada?... El que disfrute de este bien, ¿qué tendrá y qué no tendrá? Con toda certeza tendrá lo que quiera, y lo que no quiera no tendrá, porque allí estarán los bienes del cuerpo y del alma. Y entonces ¿por qué andas ansioso, hombrecillo, buscando por doquiera los bienes del cuerpo y del alma? Ama el verdadero bien, en el cual están todos los bienes, y basta. Desea el bien absoluto, que es el bien total, y basta. Porque ¿qué es lo que amas, cuerpo mío, alma mía? Ahí está, sí; ahí está lo que amáis, lo que deseáis."

Al principio del mismo libro se excita al conocimiento de Dios con estas palabras: "Vamos, hombrecillo, huye algún tanto de tus ocupaciones, apártate un instante de tus engorrosos asuntos, deja detrás de ti esos cuidados que te rinden, ocúpate un poco de Dios y descansa en Él. Di ahora, ¡oh corazón mío!, di ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor, ¿dónde te buscaré, oh Dios ausente? ¿Qué hará este servidor tuyo atormentado por el amor y alejado lejos de tu rostro?... Arde en deseos de encontrarte y no sabe dónde estás, quisiera encontrarte y no conoce tu rostro. Señor, Tú eres mi Dios y mi Señor, y nunca te vi. Tú me has hecho y rehecho, me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. En fin, he sido hecho para verte y todavía no he hecho aquello para lo cual he sido hecho. ¡Oh, qué desgracia la del hombre en haber perdido aquello para lo cual fue hecho! ¡Oh dura y cruel caída! ¿Qué ha perdido y qué ha encontrado, qué se le ha quitado y qué le ha quedado?

Enséñame a buscarte y muéstrate a mí cuando te busco, porque no puedo buscarte si no me instruyes, que te busque deseándote, que te desee buscándote, que te encuentre amándote, que te ame encontrándote."

Estos extractos nos ponen de manifiesto una de las características más peculiares de la espiritualidad anselmiana, fuertemente apoyada en los principios teológicos y en la aplicación de la razón al estudio y análisis de las verdades de la fe, de donde le venía espontáneamente la admiración, el deseo, el amor y la unión con Dios, al contrario del método empleado por los místicos del siglo XII, que apoyaban su contemplación en la autoridad y enseñanzas de la Sagrada Escritura más bien que en los discursos de la propia razón (como el mismo San Bernardo, que gustaba poco de la especulación y daba sus preferencias a la ciencia práctica, al arte de conocer a Dios y a la práctica de la virtud.)

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