domingo, 14 de abril de 2013

Homilía


El evangelio de hoy refleja la realidad descarnada de la mayoría de nosotros a lo largo de la vida; de cómo profundas convicciones pueden llegar a tambalearse en el momento de la tribulación y de la prueba. Los discípulos no son una excepción.
El Señor, el Maestro amado ha muerto crucificado, después de ser escarnecido. Todo aparentemente termina para ellos: los sueños, las ilusiones...
Se sienten tristes y deprimidos por la ausencia del Señor. No aciertan a vivir sin él, pues son demasiados los recuerdos y profunda la añoranza. ¡Cómo evocan las experiencias vividas a su lado!
Ahora, con el vacío de la soledad atenazando sus mentes y corazones, son incapaces de reaccionar y superar la apatía y la frustración.

Pedro, que ejerce ya de jefe del grupo, ofrece una solución:” ¡Me voy a pescar! Los otros siguen su ejemplo. Es, en estas circunstancias, su único recurso, lo que saben hacer y lo que hicieron sus padres.
Es normal y razonable que uno, tras un golpe del destino o una fracaso se refugie en lo que sabe hacer como válvula de escape. Esto ocurre cuando se rompe el amor, cuando s da miedo un diagnóstico médico, cuando el hogar se convierte en una tortura, cuando se resienten las relaciones sociales...
El trabajo libera, pero no soluciona los problemas de fondo, más bien los acentúa, porque nos encierra en nosotros mismos.

Necesitamos un apoyo y la guía de alguien que nos motive e incentive para salir de ese pozo sin fondo y no ahogarnos en el dolor y en la depresión. Un mal muy frecuente en la actualidad.
Cuando se ha experimenta una realidad que llena y lleva a la persona hacia la plenitud y, de repente, se evapora, todo parece derrumbarse como un castillo de naipes. No es fácil empezar de cero.

El evangelio nos habla del atardecer, la noche y la madrugada.
Está plagado de simbolismos, que conviene descifrar para comprender el mensaje que nos quiere transmitir.

El atardecer refleja la progresiva falta de luz de sus corazones, su desesperanza

La noche retrata el fracaso y la inutilidad de su esfuerzo. Antes de conocer a Jesús encontraban bancos de peces; ahora no.

El amanecer es el despunte de la esperanza, la iluminación de su vacío interior. Mirándose descubren que no tienen nada, pero ven, sin embargo, un camino. Confesar las propias limitaciones es bueno y sanativo para iniciar el camino de la conversión. Ningún alcohólico, drogadicto, ludópata...se cura si primero no reconoce su mal.

El personaje misterioso que espera siempre en la playa, en el campo, en el mar, en la encrucijada de caminos... es el Señor. Es como un faro, un semáforo que nos recuerda que está ahí para encaminarnos.

Las miradas de dos de los Apóstoles son como las dos caras de la misma moneda. Pedro mira desde fuera, con los ojos corporales: por eso no distingue la faz de Jesús. Juan, en cambio, mira por dentro, desde los ojos del corazón. Tampoco distingue la figura, pero sabe que es el Señor.

El mar es el lugar del trabajo, de las peripecias humanas, de la gente, donde Pedro, primer Papa, toma la iniciativa de dirigir a los demás compañeros.

La pesca es una imagen de la actividad misionera de la Iglesia.

La noche también puede señalar la ausencia del Señor, sin el cual es imposible pescar algo. El sólo esfuerzo humano- algo de lo que hace hincapié el evangelio- no logra nada.

La parte final del Evangelio, el pan y los peces, hace referencia a la Eucaristía.

La Iglesia pospascual que vivimos se llena con la presencia del Señor, que COMPARTE con nosotros, con las mismas palabras y gestos de la Última Cena: “Lo partió y se lo dio”.
El interrogatorio realizado a Pedro (”Me amas más que éstos”) es un recurso sicológico de Jesús para provocar su confesión de amor, borrar las secuelas de su traición y rehabilitarle a los ojos del resto de los Apóstoles.

La Iglesia se dirige desde el amor al Señor, empezando por su cabeza visible, el Papa.
Y amar es servir.

Si se distorsiona esta realidad, bien visible en Juan Pablo II, a quien nadie puede discutir su entrega generosa y valiente por la causa de los más pobres, nos perderíamos en el laberinto de los intereses humanos, contaminados por la política, el poder o la ambición.
La Iglesia dejaría entonces de cumplir su cometido y volvería a la negra noche.
El ejemplo reciente de Benedicto XVI presentando su dimisión como Sumo Pontífice para que otro ocupe la Cátedra de Pedro en mejores condiciones para servir a Pueblo de Dios, nos da la medida de su humildad y amor al Señor, que es quien la gobierna por la acción del Espíritu Santo.

El servicio en nombre del Señor y siguiendo su palabra es fuente regeneradora de resurrección y de vida, de amanecer al despertar de la esperanza.

El amor es el don supremo, el único que puede dar sentido a nuestra existencia, porque nos sumerge en Dios y en su esencia infinita.

Es bueno que leamos, a menudo, y meditemos de vez en cuando este hermoso pasaje evangélico, muy denso en contenido espiritual.

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