martes, 19 de febrero de 2013

San Beato de Liébana

La reina Adosinda se consagraba a Dios en el monasterio de San Juan de Pravia. Era el 26 de noviembre del año 785. Los hombres más insignes del pequeño reino asturiano, condes, obispos, abades, habían acudido para despedirse de aquella mujer varonil y de gran consejo, que, heredera del valor de su padre, Alfonso el Católico, había dirigido largos días el naciente Estado de Pelayo. La ceremonia fue corta: Adosinda se arrodilló en las gradas del altar, un obispo le puso el velo sobre la cabeza, rezó una oración, bendijo a la regia profesa y terminó dándole a besar el pie. Después, mientras los guerreros se reunían para tratar asuntos de guerra y comentar noticias de Córdoba, los hombres de Iglesia se reunieron a ventilar los negocios de la religión.

Hacía algún tiempo que la tierra andaba revuelta en este punto por las nuevas doctrinas que el arzobispo de Toledo, Elipando, apoyaba con toda su autoridad, y que tenían favorable acogida entre los moros que obedecían al rey de Asturias. Precisamente, esos moros semicristianos acababan de poner en el trono a un rey que llevaba su sangre: Mauregato.

Mientras se comentaban estos sucesos, su abad, llamado Fidel, sacó una carta que le había dirigido el mismo metropolitano de Toledo. Era un escrito agresivo, altanero y herético de una manera intolerante:

«Quien no confesare que Jesucristo es Hijo adoptivo de Dios, en cuanto a la humanidad, es hereje y debe ser exterminado.»

Con tal mansedumbre de palabra empezaba Elipando aquella epístola, que continuaba lanzando los más sañudos calificativos contra quienes en las montañas asturianas combatían la predicación del metropolitano.

«Viven por ahí algunos que, lejos de consultarme, pretenden enseñar, como siervos que son del Anticristo. ¿Se habrán creído que soy un ignorante? ¿Cuándo se ha oído que los de Liébana vinieran a enseñar a los toledanos? Bien sabe todo el mundo que esta sede ha florecido en santidad de doctrina desde la predicación de la fe y que nunca ha emanado de aquí cisma alguno. Y ahora, tú solo, oveja roñosa, ¿pretendes sernos maestro?»

Más abajo, el arzobispo manifiesta claramente el nombre de aquel a quien perseguía con tanto encono.
«Bonoso y Beato—decía—están condenados por el mismo yerro.»

Beato estaba allí, entre los que escuchaban la carta de Elipando a Fidel. Era monje de un monasterio situado al pié de los Picos de Europa, de San Martín de Liébana. De espíritu penetrante y curioso de saber, había pasado su juventud estudiando en el silencio de la celda los escritos de los Santos Padres y en especial los de San Isidoro y San Agustín. Pero la fe era para él un tesoro preferible a la ciencia más alta.

«Es preciso—escribía—que primero creamos en Cristo, para que así podamos entender lo que de Él está escrito. ¿De qué aprovecha investigar con peligro lo que sin peligro se puede ignorar? Mejor es creer, aunque no se comprenda, que ilustrar con palabras mentirosas lo que se ha de creer. La fe precede en mucho a la inteligencia... El primero que dijo aquellas palabras: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, no fue ningún filósofo, sino el pescador Pedro, hombre ignorante y pobre, que tenía la mano callosa de manejar el timón. Pero el pescador fue de Jerusalén a Roma, y el ignorante se apoderó de la ciudad que no habían podido someter los más grandes ingenios.»

Con estos principios, Beato había penetrado en las tinieblas del libro más oscuro de las Sagradas Escrituras, componiendo aquel famoso Comentario del Apocalipsis, que fue la delicia de los letrados españoles en los siglos x y XI, y que es hoy tesoro de nuestros archivos y museos; porque los copistas y miniaturistas de los claustros se apoderaron de él, lo transcribieron con amor y lo iluminaron con aquellas pinturas vigorosas y espeluznantes que aún guardan su primitiva frescura.

Tal era el hombre a quien el metropolitano de Toledo llamaba oveja roñosa y siervo del Anticristo. Los que oyeron la carta quedaron divididos en dos bandos. El abad Fidel favorecía al arzobispo, y como él, hubo otros muchos en Asturias que se dejaron convencer por la autoridad de la sede toledana. A la defensa de Beato salió Eterio, un joven obispo que vivía oculto entre aquellas montañas. Pero el monje de Liébana contaba, sobre todo, con la fuerza de su exaltación religiosa y de su entusiasmo patriótico. Aquella herejía adopcionista le pareció una nueva invasión de los musulmanes, y así era, en efecto. Jesús, para un adopcionista, venía a ser como un simple profeta, un elegido de Dios: lo que era Mahoma para los adoradores de Alá. Tal vez en el pensamiento de Elipando había un plan de acercamiento entre los dos pueblos que se disputaban la Península. Pero contra este conato sacrilego de fusión suscitó la Providencia el talento glorioso, la voz austera, el poderoso espíritu de Beato; y, ¡cosa extraña!, el segundo Pelayo luchaba en aquellas mismas montañas donde había aparecido el primero, y en aquellas mismas montañas se estrelló la invasión espiritual, como antes se habían estrellado los dardos y las lanzas. Cuentan que Beato era tartamudo, pero Dios le había destinado para ser el formidable aliento espiritual de la Reconquista, resistente y duro como la espada de los condes asturianos.

Salió de Pravia indignado. Aquella acusación de herejía que contra él se lanzaba llenábale de pena.

«Nuestra barquilla empezó a fluctuar, y mutuamente nos dijimos: Duerme Jesús en la nave. Por una y otra parte nos sacuden las olas, la tempestad nos amenaza, porque se ha levantado un viento importuno. Ninguna esperanza de salvación tenemos si Jesús no despierta. Con el corazón y con la voz hemos de clamar: Señor, sálvanos, que perecemos. Y entonces se levantó Jesús, que dormía en la nave de los que estaban con Pedro, y calmó el viento y la mar, trocándose la tempestad en reposo. No zozobrará nuestra barquilla, la de Pedro, sino la vuestra, la de Judas.»

Así pensaban Beato y Eterio camino de la abadía. Beato tenía la pluma más suelta que la lengua. Poco tiempo después lanzaba al público una larga refutación de las doctrinas adopcionistas, probando que Jesucristo, en ambas naturalezas, es Hijo propio de Dios, el mismo que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, el mismo que debe ser adorado por todos los creyentes. Es un libro de argumentación fácil y vigorosa, de gran poder dialéctico, de fe viva, de convicción ardiente y de amor apasionado por la verdad. La exaltación de su fe ponía en la pluma del monje expresiones valientes y atrevidas:

«Conmigo—decía—está David, el de la mano fuerte, que con una piedra postró al gigante; conmigo Moisés, el que sumergió las cuadrigas de Faraón en el mar Rojo; conmigo los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles y los Doctores; conmigo, Jesús, Hijo de la Virgen, y toda la Iglesia, redimida a precio de su sangre y dilatada por todo el orbe.»

Era una confianza bien fundada. Elipando pudo enfurecerse y derramar todo el repertorio de sus dicterios contra «aquel nefando presbítero, seudoprofeta arrogante, hombre sacrílego y manchado con todas las impurezas, que lo había contagiado todo con el veneno de su pluma inmunda». Era el lenguaje de la sinrazón y del orgullo herido. La obra de Beato se difundió por toda España, pasó los montes y los mares, y los Papas y los Concilios la consagraron condenando los errores que en sus páginas se combatían. Hoy mismo es mirada como una de las joyas de nuestra literatura antigua. Importante desde el aspecto científico, adquiere un valor mayor por su significación literaria. Por ella circulan un calor, un color y una vida, que revelan una nueva España, aunque el lenguaje sea todavía el de Roma. Falta dulzura en sus páginas, falta ritmo, falta a veces cohesión en el pensamiento; pero la fuerza, la vibración del momento, las mismas construcciones plúmbeas y oscuras, el tumulto de las rimas y los sinónimos, hacen de este libro, singular y sumamente atractivo, un fenómeno solitario en nuestra literatura medieval.

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