lunes, 11 de febrero de 2013

Nuestra Señora de Lourdes y San Pedro de Jesús Maldonado

Paisaje invernal, frío intenso y callado, día de helada calma. Los álamos altos extienden sus brazos desnudos hacia un cielo plomizo, y en el silencio, juntamente con el caer de las aguas torrenciales, se escucha el estrépito de los molinos que se levantan sobre el Gave. Llegan ecos de la alegría popular que hierve en la plaza. Es el 11 de febrero, jueves de todos, precursor del martes de carnaval, en Lourdes, la pequeña ciudad pirenaica, que se asienta en el extremo de los siete valles de Lavedán, entre las últimas ondulaciones de las colinas que terminan la llanura de Tarbes y los primeros escarpes de la cordillera. A un lado se yergue una cima, y sobre la cima los muros desmantelados de una vieja fortaleza. La roca llamada de Masabielle está adornada de musgos y taladrada de nichos naturales; al pie, el río sombreado de olmos y fresnos, y más allá, praderas con setos y tapiales.

Por aquí yerran, en esta mañana de invierno, tres niñas, que buscan un poco de leña para el hogar de Francisco Soubirous, el molinero. Hija del molinero es una de ellas; Bernardita. Va a cumplir los catorce años, aunque no los representa. Es una naturaleza débil, pálida, enfermiza, pero en sus ojos claros se refleja la gracia de un alma inocente. Consagrada en sus días infantiles a apacentar el rebaño familiar, no sabe leer, pero siente el encanto de los corderillos y entiende el lenguaje de la Naturaleza.

Las tres niñas van haciendo su hato, cuando he aquí que al otro lado de la corriente divisan abundancia de ramas secas y de astillas esparcidas entre la hierba húmeda. Dos de ellas se descalzan para ganar la opuesta orilla; Bernardita quiere imitarlas, pero tiene miedo al agua. ¡Está tan fría, y ella tan enferma! Echa unas piedras al cauce para saltar por encima, pero todas desaparecen bajo las aguas. Al fin, se dispone a imitar a sus compañeras. Era la hora del ángelus. Empezaba la niña a descalzarse, cuando oyó en torno suyo un ruido de huracán; pero al levantar la cabeza, vio, con gran asombro, que los chopos del Gave estaban inmóviles. Quiso continuar su operación, y de nuevo se halló envuelta en aquella ráfaga fragorosa y misteriosa. Miró enfrente hacia la roca agujereada, y un grito de sorpresa quedó anudado a su garganta. Sus miembros empezaron a temblar; aterrada, desvanecida, abrumada, se inclinó sobre sí misma, se dobló completamente y cayó de rodillas. Ella misma nos dice lo que vio: «Alcé los ojos, miré hacia un hueco de la peña y vi que se movía un rosal silvestre que había a la entrada, mas no los zarzales de al lado. Advertí luego en el hueco un resplandor, y en seguida apareció sobre el rosal una mujer hermosísima, vestida de blanco, la cual me saludó inclinando la cabeza. Retrocedí asustada; quise llamar a mis compañeras y no pude. Creyendo engañarme, me restregué los ojos; pero al abrirlos de nuevo, vi que la aparición me sonreía y me hacía señas de que me acercase. Mas yo no me atrevía; y no es que tuviese miedo, pues el miedo nos hace huir; y yo me hubiera quedado mirándola toda la vida.»

Bernardita empezó el rosario, pero sus ojos no podían apartarse de la imagen que le sonreía en la boca de la gruta. Admiró y analizó todas sus perfecciones. Era una joven de mediana estatura, con la gracia de los veinte años. Brillaba sobre su frente un halo de infinita pureza, y en sus ojos azules el suave candor de la virginidad, con la gravedad tierna de la más alta de las maternidades. Sus labios respiraban bondad y mansedumbre divinas. Sus vestidos, fabricados tal vez en el taller misterioso donde se viste el lirio de los campos, eran blancos como la nieve inmaculada de las montañas. La falda, larga, de castos pliegues; un cinturón azul como el cielo, medio anudado alrededor del cuerpo, y dejando caer por delante las extremidades; por detrás, envolviendo en su vuelo la espalda y lo alto de los brazos, un blanco velo que bajaba de la cabeza; y sobre la virginal desnudez de los pies, dos rosas de color de oro. Ni sortijas, ni collar, ni diadema, ni joyas; sólo un rosario de cuentas blancas como la leche y de engarce amarillo, como las espigas maduras, pendía de sus manos, unidas en un gesto de oración.

Pasó un largo rato, el tiempo suficiente para rezar un rosario, y después la figura de la cueva desapareció. Bernardita tuvo la sensación del que desciende. Miró en torno suyo. El Gave seguía corriendo a través de los guijarros; pero nunca le había parecido tan duro el estruendo de las aguas. Vio luego a sus compañeras al otro lado del río, y se descalzó para ir en su busca. El agua le pareció caliente.

—Pero ¿no habéis visto nada?—preguntó a las dos niñas, que jugaban y danzaban al otro lado del río.
—¡Nada!—contestaron ellas—. ¿Y tú?

Bernardita quiso callar, pero era ya tarde; sus amiguitas le tiraron de la lengua y le robaron el secreto. El cuento llego hasta la madre, quien, como buena aldeana, contenta con los milagros del Evangelio, puso a su hija una cara muy seria y le dijo:
—Eso es una tontería; te prohibo ir hacia Masabielle.

No obstante, unos días después, la buena molinera levantó su prohibición. «Ve—dijo a su hija—; pero lleva un poco de agua bendita y échasela a la aparición. Si viene de parte del demonio, se desvanecerá.» Era la lógica cristiana de la gente sencilla. Así se hizo. Presentóse la «Señora», como Bernardita la llamaba; sonrió a la niña, y recibió, inclinando la cabeza, el rocío del agua santa. Las apariciones continuaron durante el mes de febrero. Bernardita llegaba, encendía una vela, empezaba el rosario y, a las pocas avemarías, la Señora se presentaba en la gruta. En la niña se verificaba entonces una verdadera transfiguración. Veíasela pálida como la cera, con los ojos muy abiertos y fijos en el hueco de la peña. Tenía las manos juntas y el rosario entre los dedos; y sonreía con una dulzura inefable. «No era ella—dice un testigo de vista—; era un ángel, que reflejaba en su rostro los resplandores de la gloria. Al verla, muchos que estaban en pie doblaban las rodillas. Su ademán, unas veces era de súplica; otras, de acción de gracias. Lloraba, reía, pero era evidente que contemplaba algo celestial. Esto, durante el éxtasis; después, ya no se ofrecía a nuestros ojos más que una pobre aldeana.»

A veces la aparición hablaba con la vidente: «Ven aquí durante quince días», le dijo una de las primeras veces. Otras llamábala por su nombre, la enseñaba a rezar, la mandaba besar el suelo, caminar de rodillas hasta la roca, o transmitir mensajes de penitencia. Un día, el 25 de febrero, le ordenó que se lavase en la fuente. No había fuente alguna en aquel lugar, pero Bernardita escarbó en el suelo con las manos y brotó un manantial abundante. En otra ocasión, Bernardita recibió el encargo de decir al párroco de Lourdes que levantase una iglesia en el lugar de las apariciones. A la intimación de arriba respondió el sacerdote: «Está bien; pero vas a decir a tu Señora que el cura de Lourdes no admite encargos de personas desconocidas. Que diga quién es, y entonces veremos.»

El cura era uno de los mayores adversarios que tenían aquellas visiones extraordinarias. Desde el primer momento la ciudad se había dividido en dos bandos, el de los amigos y el de los enemigos de Bernardita. Pronto la simpatía o la hostilidad se transmitieron a toda la comarca. Se hablaba de comedia, de negocio, de perturbaciones cerebrales o nerviosas, de intervención demoníaca. La ciencia y los periódicos empezaban a intervenir. Todo hace suponer, se decía en tono doctoral, que esta joven padece de catalepsia. Las autoridades tomaron cartas en el asunto: autoridades eclesiásticas y civiles. Se citó a la niña, se la interrogó, se la amenazó. Los Soubirous estaban consternados a consecuencia de aquella tormenta que se venía sobre su casa. «Esto tiene que acabar—decía el pobre molinero—. Ya estoy cansado de cuentos.» Adversarios y simpatizantes, todos tenían los ojos fijos en la gruta de Masabielle. Las turbas que acompañaban a la vidente en sus raptos se hacían cada vez más numerosas. Las dos niñas del primer día, eran doscientas personas en la segunda aparición y dos mil en la tercera. Después la concurrencia había ido creciendo: curiosos, devotos, escépticos y librepensadores.

Las apariciones continuaron en los primeros días de marzo. Luego cesaron. Bernardita iba diariamente, aunque sin oír la voz interior que la llamaba de una manera irresistible. Pero el 25 de marzo, día de la Anunciación, al despertarse muy de mañana, el corazón le dio un vuelco alborozado. «Es la voz», pensó ella con el rostro radiante de esperanza, y tomó el camino de las rocas. Las gentes que la espiaban se fueron tras de ella. Era una mañana primaveral. Una corona de nieve brillaba en lo alto de las montañas cercanas; ni una nube manchaba el azul del cielo; y el sol naciente teñía de oro los viejos y húmedos paredones del castillo. Un gozoso presentimiento henchía el corazón de la multitud. Cuando Bernardita llegó, la Señora estaba ya esperando. Nunca había sucedido esto. «Al punto me postré—dice la niña—y le pedí perdón de haber llegado tarde. Ella sonrió muy afable, y me hizo un movimiento de cabeza.» Esta actitud alentó a la vidente: «¡ Oh Señora mía!—le dijo—, ¿queréis decirme quién sois y cuál es vuestro nombre?» Otras veces había hecho la misma pregunta, porque el párroco de Lourdes apremiaba, pero no había recibido contestación. Ahora la repitió tres veces. Estaba convencida de que al fin iba a oír la revelación suspirada. La figura de la cueva tenía las manos unidas y en su rostro radiaba el brillo inefable de la beatitud. De pronto, al oír por tercera vez las palabras suplicantes de la niña, las manos se separan, se abren, se inclinan hacia el suelo, como para manifestar a los hombres las gracias de que estaban llenas. Luego se cierran de nuevo, se juntan, se elevan; la roca se ilumina con el fulgor de dos ojos clavados en el Cielo, y una voz vibra en el espacio, una voz que pronuncia estas palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción.» Un momento después, Bernardita estaba, como los demás, delante de la peña desnuda.

Aún hubo otras dos apariciones, pero ya no eran necesarias. Los prodigios han empezado a brotar en la roca, en la fuente, en la gruta de Masabielle. Bernardita vuelve a su oscuridad, se esconde en su pobreza. Ha sido el instrumento providencial de María. No floreció el rosal silvestre, como quería el párroco de Lourdes; pero empiezan a florecer las carnes marchitas de los tullidos, de los tísicos, de los leprosos. Florece el milagro y salta sin cesar del lugar bendito donde se posaron los pies rosados de la Inmaculada Concepción. Surge la iglesia, rueda el oro, empiezan las peregrinaciones, se transforma la gota en torrente, llegan los devotos a millares de todos los confines de la tierra, rezan ante la gruta, cantan, lloran, hacen penitencia, son curados de sus hidropesías, de sus tuberculosis, de sus cegueras de cuerpo y alma, y Lourdes se convierte en un foco mundial de vida religiosa, en una inmensa plegaria, en una oficina de lo sobrenatural, en uno de los mayores centros de movimiento espiritualista de los tiempos modernos.

Era el mes de febrero de 1937. Desde la presidencia municipal del pueblo de Santa Isabel, en el estado de Chihuahua, se dejaba escuchar fuerte barullo enriquecido con algunos gritos, con palabras malsonantes, insultos, etc. Ocurría que un grupo de soldados golpeaba sin misericordia a un indefenso sacerdote.

Según se decía, desde el año de 1929 se habían hecho unos "arreglos" para que la pesadilla de la persecución terminase; arreglos en los cuales el propio presidente de la República, don Emilio Portes Gil, se había comprometido a que toda esa barbarie tocara fondo.

Era ya el período presidencial de don Lázaro Cárdenas. Había transcurrido otro anterior con don Abelardo Rodríguez.

¿Cuál era, entonces, la saña contra un cura que nada debía? ¿Era que la persecución se reanudaba?

Quizás lo que ocurría era que tal fobia contra la Iglesia Católica continuaba, aunque con mayor discreción, para evitar problemas de índole política, pero la idea de terminar de una vez por todas con la Iglesia y sus fieles, no había cejado.

Aquel pobre clérigo, postrado en el piso, sin sentido, prácticamente agonizante, era el Padre Pedro de Jesús Maldonado Lucero.

Pedro de Jesús nació en el Barrio de San Nicolás de la ciudad de Chihuahua, Chihuahua, a las 12 horas del día 15 de junio de 1892, y no el día ocho de junio en Sacramento, como erróneamente aparece en otras biografías y fue bautizado en la parroquia del Sagrario el 29 del mismo mes. Sus padres fueron Apolinar Maldonado y Micaela Lucero.

A la edad de nueve años entró en un colegio particular que dirigían los padres Paúles. Hasta los diecisiete años sintió el llamado de la vocación religiosa. Sus profesores le recomendaron seguir la carrera del sacerdocio y lo ayudaron para inscribirse en el Seminario de Chihuahua, mismo que por entonces atravesaba una situación de pobreza muy marcada que se reflejaba sobre todo en la alimentación para sus alumnos.

De tal situación Pedro de Jesús se tornó débil y enfermizo. A lo anterior habrá que añadir las circunstancias difíciles que desde 1914 se habían hecho presentes. Devino de allí la suspensión de clases en la institución formativa y que pronto los alumnos fueran dados de alta, listos para ordenarse. Aprovechando el tiempo Pedro de Jesús se dedicó a aprender música, estudiando piano, órgano y violín. El 10 de febrero, Miércoles de Ceniza, se dedicó a confesar e imponer ceniza. Como a las tres de la tarde se presentó en la casa de Boquilla del Río un grupo de hombres armados y borrachos, que iban a aprehender al Padre Maldonado.

La gente de la casa, obviamente lo quiso proteger aunque el Padre Maldonado pedía hablar con ellos, pero prevaleció la voz de los dueños de la casa y lo hicieron salir por una puerta trasera hasta un cuarto que estaba al fondo de la huerta, sitio hasta donde fue seguido por aquellos que lo perseguían.

Estando el padre dentro, le dijeron que si no salía quemarían el cuarto. El clérigo pidió a sus captores que esperaran un momento mientras le llevaban su sombrero, donde iba el relicario con Hostias consagradas que habían quedado. Con todo ello en la mano, salió de aquel cuartillo y entre la chusma que lo iba a detener, saltó la cerca.

Le fue ordenado caminar por delante de los caballos, descalzo, y seguido por algunas personas se dirigieron hasta Santa Isabel. El Padre Maldonado comenzó a rezar el rosario y todos contestaban, menos los esbirros, que en ocasiones trataban de echarle los caballos encima. Así recorrió casi tres kilómetros, hasta llegar a Santa Isabel.

En esa fecha, 11 de febrero de 1937, festividad de la Virgen de Lourdes, en el XIX aniversario de su Cantamisa, entregaba su vida al Señor.

Poco antes de morir, el padre Espino separó de la mano derecha del padre, -que tenía aferrada sobre el pecho-, el relicario, vacío. Había consumido las Hostias consagradas dentro de la presidencia.

El cadáver fue llevado a la casa episcopal y ataviado con todas las vestiduras sacerdotales, en un sencillo ataúd fue colocado en la capilla ardiente que se improvisó en la sala, y comenzó el gran desfile de fieles de la ciudad y de los poblados cercanos que en imponente e interminable manifestación de tristeza y admiración acudieron al lugar.

Llegaron al cuarto donde se hallaba. Dice el padre Gutiérrez: "Lo encontré en un estado verdaderamente lastimoso e incognoscible a causa de las heridas y golpes que tenía. Estaba inconsciente casi agónico. Tenía el cráneo materialmente levantado, la cara golpeada, los dientes quebrados, las manos arañadas y una pierna rota. Esto era lo que a primera vista se veía. Yo permanecí en el hospital toda la noche hasta la madrugada. Serían las cuatro de la mañana, ya del día 11, cuando murió. Estaban ahí el padre Espino y algunos familiares". "TÚ ERES SACERDOTE"

El sangriento asesinato del Padre Maldonado provocó la molestia de la población, que pese a las amenazas, se movilizó en una manifestación pidiendo el respeto y la libertad de culto.

La fama de martirio permanece viva en la memoria de muchos fieles. Su muerte puede presentarse como modelo de fortaleza cristiana.

La Beatificación del Siervo de Dios Pedro de Jesús Maldonado se realizó el 22 de noviembre de 1992, por S.S. Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.

La Canonización del Beato Pedro de Jesús Maldonado, junto con sus 24 compañeros Mártires de la persecución religiosa en México, se realizó el 21 de Mayo del Año Jubilar 2000, en la Plaza de San Pedro.

Actualmente las reliquias de San Pedro de Jesús Maldonado Lucero se veneran en la Catedral de Chihuahua.

Su ordenación sacerdotal tuvo lugar en 1918, en El Paso, Texas, pues el obispo de Chihuahua estaba enfermo en ese tiempo, por lo cual fue el señor obispo Antonio J. Schuler, S.J., quien el día 25 de enero de 1918 le impuso las manos.

Su primera misa la cantó en la ciudad de Chihuahua, en la parroquia de la Sagrada Familia, el 11 de febrero, festividad de la Virgen de Lourdes. Lo destinaron de inmediato a San Nicolás de Carretas, atendiendo también pueblos como Cusihuiriachi y Jiménez. El 1 de enero de 1924 se le nombró párroco de Santa Isabel donde estuvo hasta su muerte, en 1937.

Se dedicó con entusiasmo a la catequesis de niños. El Padre Maldonado era todo un artista, cantaba, representaba actos teatrales y escénicos y con ello atraía a todo mundo, pero también atendió con largueza su ministerio reorganizando las asociaciones que había y fundó nuevos grupos de apostolado, cofradías y comunidades piadosas.

Se incrementaron la Adoración Nocturna y la Adoración Perpetua al Santísimo Sacramento. Fomentó el amor y la devoción a la Santísima Virgen por medio de la asociación "Hijas de María" y demás asociaciones marianas. Era apóstol incansable con tal de ganarse a todos para Cristo.

En 1926 se desató la persecución religiosa, se suspendió el culto público, se cerraron templos, seminarios y escuelas, murieron varios sacerdotes y cristeros en la desigual lucha por la libertad religiosa que vino a concluir en 1929 con los "arreglos" del presidente Portes Gil.

No obstante, en Chihuahua fue menos dura gracias a que las autoridades se comportaron algo más inteligentes, lo que no quitó que el Padre Pedro de Jesús tuviera que abandonar el edificio parroquial y ejercer su ministerio desde fuera, escondiéndose de las autoridades civiles y militares.

De 1929 a 1934 pudo dedicarse con celo a cimentar la fe de sus feligreses, a fomentar la devoción al Santísimo Sacramento y a la Santísima Virgen María; el respeto al Santo Padre y a los legítimos pastores de la Iglesia, a la vez que trataba de liberarlos de errores y vicios.

Pero en 1931 estalla una nueva racha de persecución aún más terrible que la anterior precisamente en Chihuahua. El pretexto era hacer cumplir los preceptos hostiles para quedar bien con el Presidente Lázaro Cárdenas, quien trataba de intensificar la enseñanza socialista y comunista en las escuelas.

Por tanto, se desató una encarnizada persecución en contra de los sacerdotes. Se cerraron de nuevo los templos, se obligó a los maestros a firmar declaraciones y adhesiones impías y se prohibieron, desde luego, las manifestaciones de protesta.

El 14 de marzo de 1932 el Padre Maldonado fue detenido por orden del gobierno; un testigo declara:

"Me contaba el Padre Pedro que lo llevaron de noche por lugares fuera de la ciudad y lo bajaban del automóvil formándole cuadro de fusilamiento... Se lo llevaron a El Paso, Texas, USA... y le dijeron: "cuidadito y no regreses a México, ya sabes lo que te espera".

Permaneció algunos días en El Paso, pero "su corazón estaba en su parroquia y no pudiendo soportar más, pidió reiteradamente a su Prelado le permitiera regresar porque le consumía el pensar que sus feligreses se hallaban solos, y sus ovejas sin pastor". Por fin, temiendo por su vida, el Sr. Obispo le permitió regresar.

En 1934, el Padre Maldonado fue nuevamente detenido, amenazado y maltratado por la policía. Inclusive lo amenazaron de muerte, razón que tuvo para dirigirse a El Paso, Texas, asombrando al mismo tiempo a sus perseguidores por su entereza y valor.

En el destierro edificó a sus hermanos sacerdotes por la actitud de su proceder y pensar siempre congruentes, por su humildad y espíritu de oración.

Tan pronto como le fue posible, aun temiendo por su vida, regresó a la parroquia de Santa Isabel, luego de pasar enfermo unas semanas en la ciudad de Chihuahua, con unas fiebres que lo tuvieron postrado.

Todavía convaleciente fue al lado de su feligresía. Por todas partes impartía los sacramentos, celebraba la Santa Misa, daba instrucción religiosa, dirigía y orientaba a sus fieles.

Pero en Santa Isabel no pudo continuar su trabajo. De allí se dirigió al rancho de "El Pino", en donde permaneció un año, hasta que en 1936 decidió quedarse en un poblado cerca de Santa Isabel, llamado Boquilla del Río, donde una heroica familia cristiana convirtió su casa en oratorio, en la que casi públicamente celebraba los actos de culto. Inclusive, con no pocas dificultades, la Cuaresma de 1937 se celebró ahí con solemnidad.

El 10 de febrero, Miércoles de Ceniza, se dedicó a confesar e imponer ceniza. Como a las tres de la tarde se presentó en la casa de Boquilla del Río un grupo de hombres armados y borrachos, que iban a aprehender al Padre Maldonado.

La gente de la casa, obviamente lo quiso proteger aunque el Padre Maldonado pedía hablar con ellos, pero prevaleció la voz de los dueños de la casa y lo hicieron salir por una puerta trasera hasta un cuarto que estaba al fondo de la huerta, sitio hasta donde fue seguido por aquellos que lo perseguían.

Estando el padre dentro, le dijeron que sin no salía quemarían el cuarto. El clérigo pidió a sus captores que esperaran un momento mientras le llevaban su sombrero, donde iba el relicario con Hostias consagradas que habían quedado. Con todo ello en la mano, salió de aquel cuartillo y entre la chusma que lo iba a detener, saltó la cerca.

Le fue ordenado caminar por delante de los caballos, descalzo, y seguido por algunas personas se dirigieron hasta Santa Isabel. El Padre Maldonado comenzó a rezar el rosario y todos contestaban, menos los esbirros, que en ocasiones trataban de echarle los caballos encima. Así recorrió casi tres kilómetros, hasta llegar a Santa Isabel.

Llegaron a la presidencia. El Padre Maldonado entró, pero los que estaban esperando impidieron que pasara la gente que venía acompañándolo. Al entrar el presidente municipal lo tomó de los cabellos y le propinó un fuerte golpe. Al llegar al segundo piso de la presidencia municipal, Andrés Rivera, cacique de los políticos de la región, lo recibió con un tremendo pistoletazo en la frente, descalabrándolo y saltándole el ojo izquierdo.

Luego los esbirros siguieron golpeando al indefenso Padre Maldonado con las culatas de los rifles, arrastrándole por la escalera hasta la planta baja. El Padre Maldonado cayó y soltó el relicario que se abrió, regándose las Hostias consagradas por el piso.

El señor Jesús Salcido las recogió y se las dio al Padre Maldonado diciéndole: "Cómete eso". Esta última comunión, de manos de sus propios verdugos, fue como respuesta a lo que el Padre Maldonado había pedido a Dios en una Hora Santa celebrada tiempo atrás: que le concediera recibir la Sagrada Comunión en sus últimos momentos.

Los esbirros siguieron golpeándolo a puntapiés y con las culatas de los rifles. El Padre Maldonado quedó inconsciente, en estado de coma, bañado con su inocente sangre.

Unas mujeres consiguieron un carro que les llevara a Chihuahua para pedir garantías al gobernador, quien se limitó a enviar una comisión de la policía para que recogiera al herido. Cuando éstos llegaron a Santa Isabel el Padre Maldonado permanecía tirado en el piso, moribundo, lleno de golpes en la cabeza, cara, brazos, espalda y en todo el cuerpo. Los policías levantaron un acta haciendo constatar el estado en que lo recibían para que, si se les moría en el camino, no los culpara a ellos. Lo echaron en la camioneta y se lo llevaron a Chihuahua.

Llegando a la ciudad lo entregaron a la dirección del Hospital Civil. El señor obispo Antonio Guizar y Valencia, al saber lo ocurrido, envió al padre Espino (después nombrado obispo) y al padre Sixto Gutiérrez para que se enteraran del estado del Padre Maldonado y vieran qué se podía hacer.

Llegaron al cuarto donde se hallaba. Dice el padre Gutiérrez: "Lo encontré en un estado verdaderamente lastimoso e incognoscible a causa de las heridas y golpes que tenía. Estaba inconsciente casi agónico. Tenía el cráneo materialmente levantado, la cara golpeada, los dientes quebrados, las manos arañadas y una pierna rota. Esto era lo que a primera vista se veía. Yo permanecí en el hospital toda la noche hasta la madrugada. Serían las cuatro de la mañana, ya del día 11, cuando murió. Estaban ahí el padre Espino y algunos familiares".

En esa fecha, 11 de febrero de 1937, festividad de la Virgen de Lourdes, en el XIX aniversario de su Cantamisa, entregaba su vida al Señor.

Poco antes de morir, el padre Espino separó de la mano derecha del padre, -que tenía aferrada sobre el pecho-, el relicario, vacío. Había consumido las Hostias consagradas dentro de la presidencia.

El cadáver fue llevado a la casa episcopal y ataviado con todas las vestiduras sacerdotales, en un sencillo ataúd fue colocado en la capilla ardiente que se improvisó en la sala, y comenzó el gran desfile de fieles de la ciudad y de los poblados cercanos que en imponente e interminable manifestación de tristeza y admiración acudieron al lugar.

A las seis de la tarde se inició la procesión fúnebre: los sacerdotes y militares de personas de todas las clases sociales caminaban a pie, iban carros particulares y todos los carros de alquiler de la ciudad.

En el trayecto al Cementerio de Dolores, distante poco más de ocho kilómetros de la ciudad, se rezó el rosario y se entonaron cantos religiosos y vivas a Cristo Rey, a la Santísima Virgen de Guadalupe y al Papa.

El ataúd fue colocado en un lote de la familia Enríquez. Mas tarde se hizo el diseño de un sencillo monumento, y en él la inscripción:

"TÚ ERES SACERDOTE"

El sangriento asesinato del Padre Maldonado provocó la molestia de la población, que pese a las amenazas, se movilizó en una manifestación pidiendo el respeto y la libertad de culto.

La fama de martirio permanece viva en la memoria de muchos fieles. Su muerte puede presentarse como modelo de fortaleza cristiana.

La Beatificación del Siervo de Dios Pedro de Jesús Maldonado se realizó el 22 de noviembre de 1992, por S.S. Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.

La Canonización del Beato Pedro de Jesús Maldonado, junto con sus 24 compañeros Mártires de la persecución religiosa en México, se realizó el 21 de Mayo del Año Jubilar 2000, en la Plaza de San Pedro.

Actualmente las reliquias de San Pedro de Jesús Maldonado Lucero se veneran en la Catedral de Chihuahua.

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