miércoles, 14 de diciembre de 2011

San Juan de la Cruz, Presbítero y Doctor.

En la casa había un telar y un blasón; un blasón con un león rampante como el de los Cepeda y Ahumada, único recuerdo de la hidalguía de Gonzalo de Yepes, el Toledano. El hidalgo era ahora un modesto tejedor de Hontiveros, en la provincia de Avila. La infancia de Juan se desliza entre susurros de cárcolas y rodinas y chasquido; de lanzaderas. Muchas veces, siendo niño, tiñeron sus manos los aromáticos tintes, y con los brazos extendidos sostuvo la madeja de las sedas crudas. Muchas veces recibió solicito las tocas de brillantes colores y los buratos negros, recién tejidos.

En aquel hogar cristiano había fe, amor y pan. Pero el padre se muere prematuramente, dejando una perspectiva de incertidumbres y acaso de miseria. Hay que levantar la casa y buscar la vida en otra parte. La serenidad y el valor no faltan un sólo momento, porque, como dirá más tarde aquel niño de nueve años, «la confianza en Dios es la mejor alforja».

Medina del Campo. Apremios de pobreza. Trabajo heroico de Catalina Alvarez, la viuda intrépida. Ensayos de oficios, con otros tantos fracasos. Prueba el niño sucesivamente los de sastre, carpintero, entallador y pintor. El pequeño rapaz no se da mucha maña en ninguno de ellos. Sin embargo, parece llamado para grandes cosas; un día se cae a un pozo, y cuando todos le creen muerto, sale de la mano de una señora misteriosa, que le sonríe inefablemente, y que es la Virgen María. Se arrima a la sombra de la iglesia, ayuda a misa, «pide para los niños de la doctrina, y las monjas le tienen mucho amor por ser muy agudo y hábil»; pasa seis años entre enfermos repugnantes y contagiosos, sirviendo en el hospital de la ciudad, y al mismo tiempo se entrega apasionadamente al estudio de las letras humanas. Muchas veces su madre va en su busca a medianoche y le encuentra estudiando entre gavillas de sarmientos. La fuerza de la voluntad va surgiendo vigorosa. Este «mancebo con media sotanilla y ferreruelo, con cuello o valoncilla pequeña», tiene un lecho de manojos desiguales y un sueño interrumpido y tasado. Más tarde adoptará el refrán famoso: «Religioso y estudiante, y religioso delante»; y proclamará repetidamente «que un pensamiento sólo del hombre vale más que el mundo entero». Ama las letras y empieza por proveerse de una abundante cultura.

En el hospital, en aquella terrible escuela de formación moral, siente Juan de Yepes el anhelo heroico de perfección, y acaba de cumplir veintiún años cuando viste el hábito del Carmen en aquella ciudad de Medina. Empieza a ser el «lindo frailecillo incandescente», de inocencia sencillísima y trato sin género de doblez, tan sin malicia como si fuera un niño. Al decir la primera misa, su ruego al Señor es que le confirme en gracia, como a los Apóstoles, para que nunca le ofenda gravemente, y lo consigne. Cuando la Orden carmelitana ha perdido su primitivo fervor, el joven de Hontiveros. que ahora se llama Juan de Santo Mathia, piensa retirarse a la cartuja. Es el momento en que Teresa de Jesús se cruza en su camino para detenerle. El encuentro de estas dos almas elegidas; la primera entrevista de esta mujer de cincuenta y dos años, rica en experiencias internas, que ha unificado completamente su doctrina, con el monje desconocido de veinticinco años, que, maduro en la primavera, ha recogido él mismo sus ideas directrices y sabe a dónde va; el contrato moral pactado por estos dos grandes genios, diferentes en verdad, pero semejantes, no siempre por el camino recorrido, aunque sí por la meta a que caminan; ese encuentro es evidentemente una de las fechas más conmovedoras en la historia de la Humanidad.
«Mi hijo—le dijo la santa Madre en el conventito que acababa de fundar en Medina—, tenga paciencia y no se me vaya a la Cartuja, que ahora tratamos de hacer una reformación de descalzos en nuestra misma orden, y sé yo que se consolará con el aparejo que en ella tendrá para cumplir todos sus deseos de recogimiento.» Fray Juan acepta, su prior también, y la reformadora anuncia gozosa a sus monjas que ya tienen fraile y medio para comenzar la empresa. El medio fraile era Juan: un alma grande en un cuerpo pequeño. «Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios.» Así le juzgaba Teresa; y con frecuencia le llamará el santico, mi Senequita. Los mismos demonios hablarán muchas veces con desdén del frailecillo fray Juan. «Era—dice su biógrafo—de estatura entre mediana y pequeña, bien trabado y proporcionado el cuerpo, aunque flaco, por la mucha penitencia que hacia. El rostro, de color trigueño, algo macilento, más redondo que largo; calva venerable, con un poco de cabello delante. La frente ancha y espaciosa, los ojos negros, con mirar suave; cejas bien distintas y formadas; nariz igual, que tiraba un poco a aguileña; la boca y labios, con todo lo demás del cuerpo, en debida proporción.»

Ya está fray Juan en Duruelo, con el sayal estrecho y corto que a toda prisa le han hecho las monjas de Medina, y el rosario y correa pobres, los pies descalzos y una cruz pequeña en el pecho. Ahora se llama fray Juan de la Cruz. Duruelo es un lugarcillo avilés, y la morada de los dos descalzos, una casa de labranza. El portal quedó transformado en iglesia; el desván, en coro, y una cámara que había, en dormitorio. «A los dos rincones, hacia la improvisada iglesia, había dos ermitillas, a donde no podían estar sino echados o sentados, llenas de heno, porque el lugar era muy frío y el tejado casi les daba sobre las cabezas, con dos ventanillas hacia el altar y dos piedras por cabeceras, y allí sus cruces y calaveras.» La vida es dura, pero con el contento todo se hace poco. Fray Juan sale a predicar por los pueblos del contorno, acompañado a veces por un hermano suyo. Después de cumplir su ministerio, busca una fuentecica, saca un poco de pan y queso y lo come en santa alegría. Tal vez fue en uno de estos momentos cuando improvisó aquella estrofa sublime:

«¡ Oh cristalina fuente!
¡Si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!»

Otras veces vienen a decirle que le esperan para comer. Su hermano, de buena gana se quedaría a gustar la sabrosa olla del cura mejor que ir en arrebatada vuelta a comer el pan duro y las hierbas mal guisadas del convento; pero fray Juan le dice que de lo que hace por Dios no quiere paga de hombres. Es aquélla una vida aparentemente sin brillo; pero la luz interior y silenciosa que lleva dentro tiene un poder tan grande, es tan dulcemente imperiosa, que después de tres siglos no ha cesado de engrandecerse y de radiarse en un continuado movimiento.
Viene después la época de las fundaciones: Mancera, Pastrana, Alcalá; la de los cuidados terrenos junto con el ocio de la contemplación; la del proselitismo y la expansión entusiasta. Fray Juan es un predicador temible de la pobreza y un piloto de almas; el frailecillo caza para Dios jóvenes universitarios; el santico arrastra las almas hacia Dios. El misterio de su luz planea cinco años (1572-1577) sobre el convento de la Encarnación, de Avila. Teresa le presenta a sus monjas. «Tráigoles por confesor un Padre que es santo.» Ríe el sol por las ventanas del locutorio, y ríen los ojos de la santa. Ha llegado «el hombre celestial y divino», de quien dijera «que no había hallado otro en toda Castilla como él, ni que tanto afervore en el camino del Cielo». También ella va a recibir la irradiación del medio fraile. No siempre coinciden; discute con él y se enojan a ratos. Fray Juan sabe que a la Madre le gusta recibir en la comunión las formas grandes, y a veces para mortificarla le da sólo un pedacito. Un día le dice en presencia de sus hijas: «Cuando se confiesa, Madre, discúlpase sutilísimamente.» Teresa recibe con alegría los tiros de esta tragedia espiritual, y mira con tal amor a su Senequita, que hasta teme, lo confiesa ella misma, no tratarle con el debido respeto. «Enmiéndese en esto, hija», le dice el santo. Tienen un temperamento espiritual distinto; hay entre ellos diferencias de criterio sobre los caminos de la mística; pero con frecuencia, cuando fray Juan habla de los divinos misterios, quedan los dos arrebatados por el éxtasis. «No se puede hablar de Dios con mi Padre fray Juan, porque luego se traspone o hace trasponer.» Aunque parece que no tiene pasiones, es fray Juan un prodigio pasional unificado, una pasión viviente, siempre en tensión, siempre insatisfecha. Cualquier cosa le levanta a las más altas cumbres de la contemplación. Un día queda arrobado con sólo oír esta copla:

Quien no sabe de penas
en este triste valle de dolores,
no sabe de buenas
ni ha gustado de amores,
pues penas es el traje de amadores.

Es el sendero que muestra a las almas, lo mismo que su vida, pero él no tiene un corazón insensible. Tiene corazón de verdugo para sí mismo, corazón de madre para los demás, y corazón de hijo para Dios. Siendo superior, prepara él mismo las pechugas de ave para los enfermos, y si no las halla en casa, va a pedirlas por amor de Dios. Habla un día del sendero de la perfección a las monjas, y ellas le piden que les dibuje esa senda. Sonríe, acordándose de que en sus años mozos fue aprendiz de entallador, y al poco tiempo cada monja tiene un dibujo del monte de perfección.

Llegó la guerra del paño y del sayal. Los del paño, como llamaba Santa Teersa a los calzados, quisieron ahogar la reforma en sus principios. Fue una discordia de hermanos, con apasionamientos, violencias de palabra y obra, azotes, cárceles y excomuniones. Sólo fray Juan parece impasible; ni una lamentación, ni una queja; y él fue la víctima principal de la persecución. En la noche del 3 de diciembre de 1577, un tropel de gente armada asalta la casa del convento de la Encarnación, donde vive. Le apresan, le azotan, le visten el hábito de paño, le calzan y se le llevan. ¿Adonde? Nadie lo sabe. Teresa sufre por aquello, que ella llama un encantamiento. «Traigo el corazón harto malo—escribe por aquellos días—; envíeme un poco de agua de azahar.» Poco a poco empieza a averiguar algo. «Jesús sea con mi Padre—escribe—y le libre de esta gente de Egito... Terriblemente trata Dios a sus amigos; a la verdad, no les hace agravio, pues se hubo ansí con su Hijo.»

Bien guardado debe estar el que Dios cela a sus amigos, bien guardado en la celdilla de su convento de Toledo, sin otra luz sino un agujero en lo alto, de hasta tres dedos de anchura. Subido en un banquillo, el fraile se acerca al rayo de sol que por allí se cuela para rezar el breviario o leer algún libro, porque hasta una candileja le falta. Le ofrecen dádivas y dignidades, le amenazan y le castigan, pero él no puede desistir de la reforma. Los viernes va al refectorio, come pan y agua, y como postre le dan una disciplina, que llaman de rueda, porque en ella todos toman parte. Su comida es como para morir; ni su habitación se airea, ni se cambia de camisa, ni encuentra una voz amiga para consolarle. Pero nada en la alegría, porque ve cómo Dios cumple sus deseos. Un día, Cristo le había preguntado desde la cruz:

—Fray Juan, ¿qué precio quieres por lo que me has servido?

—Señor—había respondido él—, padecer y ser despreciado por Vos.

El preso está lleno de gozo y la cárcel se inunda de luz. Allí entran los santos, bajan los ángeles, sonríe la Virgen de la capa blanca y se oye la balada del amor. Fray Juan oye cantar a unas muchachas esta letra: «Muérome de amores, —Carillo, ¿qué haré?—Que te mueras, ¡alahé!» Su corazón tiembla, se incendia su alma, y repite con una alegría loca: «Que te mueras, ¡alahé!» Y de lo más hondo de su ser brota aquella canción: « ¿Adonde te escondiste, amado,—y me dejaste con gemido?...» Una gran claridad le rodea y de ella sale esta voz: «Aquí estoy Yo contigo.» Así nació uno de los más bellos poemas que escribieron los hombres. Otro día, después de nueve meses de prisión, «cuando estaba ya finando con accidentes de calentura», la voz misteriosa le invita a salir de la prisión, y su voluntad heroica afronta todos los riesgos de la huida. Con jirones de manta, trenza una cuerda y la deja caer por un agujero. Allá en el fondo rugen las aguas del Tajo. Tiene sensación de vacío y vértigo de abismo. Salta, va a dar en una peña, cruza unas tapias, llega a una huerta, y al amanecer busca el convento de las monjas, conforta su cuerpo con un plato de peras asadas con canela, y sobre el hábito roto se pone una flamante sotana, que hace exclamar a las monjas: «¡Qué lindo abad hace vuestra paternidad!»

Dios había conservado aquella vida, que debía prolongarse a través de las generaciones cristianas en regueros de divinas claridades; en aquellas débiles manos estaban depositados los tesoros de la doctrina mística, y era ahora cuando fray Juan, maduro ya con el fuego de la contemplación, purificado por las amarguras del sufrimiento, iba a prodigarlos a las almas. Doce años más: años de nuevos trabajos por la reforma, de penitencias increíbles, de arrobamientos y dulzuras infinitas; pero años también de fecunda labor literaria, porque son los que producen esos libros inmortales que se llaman: La subida al Monte Carmelo. Noche oscura. Cántico espiritual y Llama de amor viva. Al dulce reformador inconmovible, al asceta rígido se va a juntar el maestro seguro de los caminos del espíritu, el gran doctor de la teología mística, el cantor arrebatado de la canción de amor con Dios, en una poesía misteriosa y solemne, envuelta en abstracciones y exuberante de flores y perlas, ascética, y, sin embargo, lozana, musical y llena de calor y vida.

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