martes, 13 de diciembre de 2011

La Noche de Navidad


Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos los demonios. A la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan a borbotones el humo que se lleva rápido el helado Norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, o cita cariñosa a su pareja desde la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba! ¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre los morrillos de una calleja... Y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.

En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara a cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.

Han pasado la tarde retozando sobre el mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.

De los dos muchachos, el uno es de la casa y el otro de la inmediata.

De repente exclama el primero, en la misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:

-Yo voy a comer torrejas... ¡anda!

-Y yo tamién, -contesta el otro con idéntica mímica.

-Pero las mías tendrán miel.

-Y las mías azúcara, que es mejor.

-Pus en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello...

-Y mi padre trijo ayer dos basallones... ¡más grandes!...

-Mi madre está en la villa ascar manteca, pan de álaga y azúcara... Y mi padre trijo esta meodía dos jarraos de vino blanco ¡más güeno! y toos los güevos de la semana están guardaos pa hoy... ma e quince, así de gordos... Ello, vamos a gastar en esta noche güena veintisiete rialis que están agorraos.

-¡Mia qué cencia! Mi padre trijo de porte cuatro duros y dimpués dos pesetas, y tocí lo vamos a escachizar esta noche... ¿Me guardas una tejá de guisao y te doy un piazo de basallón?

-¡No te untes!... Y tú no tienes un hermano estudiante que venga esta tarde de vacantes, y yo sí.

-Pero tengo un novillo muy majo y una vaca jeda que da seis cuartillos de leche... ¡Tenemos pa esta noche más de ello?

-¡Ay Dios! ¿Quiés ver ahora mesmo dos pucheraos de leche? Verás, verás...

Y salta el rapazuelo, y en pos de él el otro, desde la pila al portal, y llegan a la cocina mirando con cautela en derredor, por si el tío Jeromo, padre del primero, anda por las inmediaciones.

Como ya va anocheciendo, el chico de la casa toma un tizón del hogar, sopla en él varias veces, y al resplandor de la vacilante llama que produce, se acercan a un arcón ahumado que está bajo el más ahumado vasar; alzan la tapadera, y aparecen en el fondo, entre montones de harina, salvado y medio pernil de tocino, dos pucheros grandes llenos de leche.

El de la casa mira a su amigo con cierto aire de triunfo, y entrambos clavan los ávidos ojos en los pucheros, y entrambos alargan la diestra hacia ellos, y entrambos remojan el índice en la leche, aunque en distinto cacharro.

Con igual uniformidad de movimientos retiran los brazos del arcón, míranse cara a cara y se chupan los respectivos dedos.

-¡Güena está la leche! -dice el de casa.

-¡Mejor está la nata! -repone su camarada.

-¿Te la comiste?

-¡Corcia!... ¡toa la apandé con el deo!

En aquel instante recuerda con susto el primero que su padre arma el gran escándalo cada vez que falta la nata a su ración diaria de leche, y que sus costillas conservan más de un testimonio de tan borrascosos sucesos, impresos por los dedos paternales. Por eso, temiendo una nueva felpa, y para manifestar su inocencia, echa el tizón al fuego y las dos manos a la calzonada de su amigo, y comienza a gritar con el mayor desconsuelo:

-¡Padre! ¡padre!

Pero el goloso prisionero, que ya se da por muerto, tira uno de retortijón a cada mano de su carcelero, y toma pipa por el corral afuera, relamiéndose de gusto.

Tío Jeromo, que en la socarreña, detrás de la casa, encambaba un rodal, acude a los gritos, y creyendo una patraña lo del robo de la nata, presume que su hijo se la ha chupado, y le arrima candela entre las nalgas y un par de soplamocos que hacen al chicuelo sorberse los propios.

Grita el rapaz y amenaza el padre, y entre los gritos y las amenazas, óyese la voz de la tía Simona, desde el portal:

-¡Ah, malañu pa vusotros nunca ni no! ¡Que siempre vos he de alcontrar asina!

-¡Ay, madruca de mi alma! -exclama el muchacho corriendo a agarrarse del refajo de la buena mujer.

-¿Por qué lloras, hijo? ¿Quién te ha pegao?

-¡Mujuééé... Me pegó... jun... ú... ú... padreeéé!!

-Y todavía has de llevar más -murmura éste retirándose a la cuadra a arreglar el ganado-. ¡Yo te enseñaré a golosear la nata!

-Yo no la comí ¡ea! que la comió Toñu el de la Zancuda... ¡júmmaaá!...

-Y pué que sea verdá, angelucu: que ese es un lambistón que se pierde de vista... Vamos, toma unas castañas y no llores más... Tu padre tamién tiene la mano bien ligera... ¿Ha venío el estudiante?

-No, siñora...

-Dios quiera que no me lo coma un lobo en dá qué calleja... ¿Y ónde está tu hermana?

-Fue a la juenti.

-A esa pingonaza la voy yo a andar con las costillas... No, pues, no me gusta a mí que a estas horas se me ande a la temperie de Dios, que ese hijo condenao de la Lambiona tiene un aquel... que malañu pa él nunca ni no.

Y murmurando así la tía Simona, deja las almadreñas a la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se cubría los hombros, del mango de un arado que asoma por una viga del piso del desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade a la lumbre algunos escajos; enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre el poyo y al alcance de su mano para dar principio a la preparación de la cena de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija, que entra con dos escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura por aquellas que son cruces... Y que mal rayo la parta si junta boca con mentira».

Poco después viene el tío Jeromo que toma asiento cerca de la lumbre para auxiliar a la familia en la operación; pues la gente de campo de este país, sobria por necesidad y por hábito, goza tanto con el espectáculo de la cena de Navidad como saboreándola con el paladar.

El chirrido de la manteca en la sartén, el cortar las torrejas, el quebrar los huevos, el batirlos, el remojar en ellos el pan, el derramar el azúcar sobre las torrejas que salen calentitas de la sartén, el verter la leche o la miel sobre ellas, etc., etc. Y el considerar que todo ello, más el jarro de vino que está guardado como una reliquia, ha de ser engullido y saboreado por los pobres labriegos que lo contemplan, les produce unas emociones tan gratas que... en fin, no hay más que ver los semblantes de la familia del tío Jeromo, olvidado ya el suceso de la nata.

¡Qué expansión! ¡qué felicidad se refleja en ellos! La tía Simona, con el mango de la sartén en una mano y con una cuchara de palo en la otra, y acurrucada en el santo suelo, se cree más alta que el emperador de la China, y en más difícil e importante cargo que el de un embajador de paz entre dos grandes pueblos que se están rompiendo el alma.

¡Lástima que no haya llegado el estudiante para solemnizar debidamente toda la Noche-Buena!

Por que ésta tiene en la aldea varias peripecias.

Después del placer de preparar la cena y del de tragarla, falta el de la llegada de los marzantes, por los cuales ha preguntado ya muchas veces el vapuleado chicuelo, a quien, la verdad sea dicha, preocupan todavía más que la tardanza de su hermano. Y es porque el infeliz no los ha oído nunca, ni en la Noche-Buena, ni en la de Año nuevo, ni en la de los Santos Reyes, pues se ha dormido siempre antes de que lleguen al portal; así es que cree en los marzantes como en el otro mundo, por lo que le cuentan.

II
No vaya a creerse que el tío Jeromo, porque tiene un hijo estudiante, es hombre rico, tomada la palabra en absoluto; el marido de la tía Simona tiene, para labrador, un pasar, como él dice. Pero en la familia hay una capellanía que ningún varón ha querido, y el tío Jeromo sacrificó de buena gana algunas haciendas para ayudar a costear la carrera a su hijo mayor y asegurarle la pitanza, ordenándole a título de aquélla, cuyas rentas, por sí solas, no alcanzaban a tanto. Eso sí, y bien claro se lo solfeó a su hijo: -«Si llegas a gastar los cuartos que me valieron las tierras sin cantar misa, Dios te la depare buena, porque, lo que es yo, te abro en canal.»

Contribuyó mucho a que el chico entrara en el Seminario, el consejo del mayorazgo de la Casona. Este sujeto había estudiado un poco de latín en sus mocedades, y era tan pedante, que sólo por tener alguno con quien lucir su sapiencia, insistió con tío Jeromo un día y otro día hasta que logró decidirle a que su hijo aprendiera latinidades. Y tan obcecado es el mayorazgo en su saber, y tal es su pedantería, que, ingresado ya el primogénito del tío Jeromo en el Seminario, varias veces ha querido renunciar a las vacaciones por no hallarse cara a cara con el vecino, que le asedia con latinajos arrevesaos, como dice el estudiante.

Huyendo, pues, de encontrarle en alguna calleja o sentado en el banco del portal de su padre, como suele estar todos los días, el seminarista ha salido tarde de su celda con el objeto de entrar de noche en el pueblo; y esto es lo que explica su tardanza, que ya va metiendo en cuidado a la tía Simona.

Pero lo que ésta no sabía, ni sospechar pudo el mismo estudiante, fue que, habiéndose éste sentido con sed y decidido a echar medio en sangría en la taberna del lugar, que halló al paso, huyendo de la máxima de su padre de que «el agua cría ranas», lo primero con que tropezó, antes que con el tabernero, fue el mayorazgo, el cual, al guiparle, le enjaretó un «amice, ¿quo modo vales?» que quitó al estudiante hasta la sed.

-¡Cóncholes con el hombre! -murmuró el interpelado, recogiendo otra vez el lío de ropa, o sea el balandrán y dos camisas sucias, que había puesto sobre un banco al entrar en la taberna.

-¿Unde venis? ¿Quorsum tendis?

-¡Jeringa, digo yo! que traigo andadas cuatro leguas a pie, y no estoy pa solfeos de esa clase. Queden ustedes con Dios.

-Aguárdate, hombre. ¡Que siempre has de ser arisco!

-Y usté preguntón. Y es que el mejor día le echo una zurriascá de latín que no se la sacude en todo el año... Porque yo también... Pues si le entro a teología, veremos onde usté se me queda.

-Parce miqui, incipiens sa-cerdo.

-Cuidao con la lengua, le digo, que aunque parece que no entiendo, ya sé traducir... ¡Y si se me hincha la paciencia!...

-Eres un pobre hombre y no tienes nada del virum fortem... No corras tanto ¡caramba! ¡Tras de que deseo acompañarte hasta tu casa!...

De poco sirvió al mayorazgo esta reprensión. El seminarista apretó el paso, renegando de su mala estrella; dejó a medio camino al importuno, y no paró hasta la cocina de su padre, donde se presenta con el humor más perro del mundo.

¡Cóncholes, qué hombre! -exclama por todo saludo al hallarse entre la familia.

Pero ¿qué te pasa? -dice tío Jeromo.

-¡Qué me ha de pasar? Ese fantasioso de mayorazgo... ¡siempre con su latín!

-¿Y qué cuidao te da a ti? ¿No has estudiao tres años ya? ¿Por qué no le contestas?

-Porque no soy tan jaque como él... Y luego él ha estudiado por otro arte. El mío no trae todas esas andróminas que él sabe... ¡Cóncholes! como quisiera entrarme a piscología... ¡sé más de ello!

-¿Y cuándo cantas misa? -añade la tía Simona cayéndosele la baba y mientras contemplan de hito en hito al estudiante sus dos hermanos-. Mira que el lugar está perdío... El señor cura es tan viejo...

-Y que no sabe una palabra, madre. ¡Si fuéramos nusotros! ¡Cóncholes, cuánto aprendemos! Verán qué sermones echo los días señalados...

III
Como quiera que no sea el objeto principal de este artículo retratar al hijo mayor del tío Jeromo, hago caso omiso de todo el diálogo promovido por su despecho contra el mayorazgo, y vamos a seguir con nuestro asunto comenzado, asistiendo a la cena de esta honrada familia en la noche de Navidad.

Después que el estudiante retira del fuego el puchero del guisado para que el calor de la lumbre le seque a él el lodo de los pantalones, y cuando su hermana ha recogido con gran esmero el balandrán y las camisas, toma aquél el jarro de la leche, ya que el papel del azúcar lo tiene su padre, y se dispone a auxiliar a su madre y a su hermana en la preparación de las tostadas, amenizando el trabajo con el relato de sus proezas y aventuras de estudiante.

Cuando cada manjar «lo puede comer un ángel» de bien sazonado que está, como dice la tía Simona, y todos ellos quedan cuidadosamente arrimados a la lumbre para que se conserven en buena temperatura, procédese a otra operación no menos solemne que la cena misma: poner la mesa perezosa.

Esta mesa se reduce a un tablero rectangular sujeto a una pared de la cocina por un eje colocado en uno de los extremos; el opuesto se asegura a la misma pared por medio de una tarabilla. Suelta ésta, baja la mesa como el rastrillo de una fortaleza, y se fija en la posición horizontal por medio de un pie, o tentemozo que pende del mismo tablero.

La perezosa no se usa en las aldeas más que en el día del santo patrono, en la noche de Navidad, en la de Año nuevo y en la de Reyes, o cuando en la casa hay boda.

Por eso no debemos extrañarnos del estrépito que se arma en la cocina del tío Jeromo al hacerse esta operación.«-¡Que no se te caiga!-¡Ayúdame por esta banda!-¡Quita ese banco!-¡Apaña esa cuchara!-¡Allá va!-¡Que está torcía!-¡Calza de allá!-¡Fuera esa pata!» Poco menos alboroto y mayores precauciones que si se botara al agua un navío de tres puentes.

Puesta la mesa y sobre ella los manjares, y echada la bendición por el estudiante, dejaremos a la familia cenar con toda libertad: es operación, salvas algunas leves diferencias de forma en los cubiertos y de fuerza de masticación, que todos hacemos lo mismo. Además, nuestra presencia tal vez impidiera al buen Jeromo sorber la salsa que queda en la cazuela del guisado, y a su mujer pasar el dedo por la tartera de las tostadas para rebañar el azúcar, y al seminarista apurar «hasta verte, Jesús mío», el vaso de vino blanco.

Volvamos a la misma cocina una hora más tarde.

Todos están más locuaces que antes, y hasta el viejo labrador ha desarrugado su habitual entrecejo. El rapazuelo ronca tendido sobre un banco, y el estudiante habla en latín y asegura que si entonces pillara al mayorazgo ¡ira de Dios!... La tía Simona canturria por lo bajo:

«Esta noche es Noche Buena
y mañana Navidad;
está la Virgen de parto
y a las doce parirá.»

Su hija se dispone a hacerle el dúo, cuando se oye en el corral un coro de relinchos y un ruido sobre los morrillos, como si avanzaran veinte caballos.

-¡Ahí están los ladrones! -diría en tal caso un ciudadano alarmado.

-Pues no, señor: son los marzantes, es decir, dos docenas de mocetones del lugar que andan recorriéndole de casa en casa. El ruido sobre los morrillos y los relinchos los producen las almadreñas y los pulmones de los mozos.

Este acontecimiento hace en los personajes de la cocina un efecto agradabilísimo; callan todos como estatuas y se disponen a escuchar.

-Vaya, señor don Jeromo -dice una voz en falsete para disfrazar la verdadera, desde el portal: -a ver esas costillas que se están curando en el varal; esos ricos huevos de la gallina pinta que cacareaba en el corral, por, por, por, poner, por ¡poner!... ¡Que sí!... ¡Vaya, que sí!...

El coro contesta con relinchos a esta primera tirada de algarabía, que así se llama técnicamente la introducción de los marzantes, y vuelve a continuar la voz pidiendo «morcillas en blanco, o aunque sea en negro,» y otras cosas por el estilo, hasta que concluye diciendo:

-¿Qué quiere usted? ¿que cantemos o que recemos?

-Que recen, -dice Jeromo.

-¡Que canten, cóncholes! -replica el estudiante-, que a mí me gustan mucho las marzas... ¡Ea, a cantar! -añade luego, abriendo una rendijilla, nada más, de la ventana.

Esta orden es acogida afuera con otro coro de relinchos, y al punto comienzan a cantar los marzantes, en un tono triste y siempre igual, un larguísimo romance que empieza:

«En Belén está la Virgen
que en un pesebre parió;
parió un niño como un oro
relumbrante como un sol...»

y concluye:

«A los de esta casa
Dios les dé victoria,
en la tierra gracia
y en el cielo gloria.»

Esta copleja tiene esta otra variante que los marzantes suelen usar cuando no se les da nada, o cuando se les engaña con morcillas llenas de ceniza:

«A los de esta casa
sólo les deseo
que sarna perruna
les cubra los huesos.»

Los pesados lances a que esta jaculatoria suele dar lugar, y los nada ligeros que se suscitan siempre al fin de la velada cuando van los mozos a comer las marzas a la taberna, ya encontrándose con los marzantes de otro barrio, o ya provocando a algún vecino, es sin duda la causa de que disfrace la voz el que pide y de que guarden asimismo el incógnito todos sus compañeros.

Pero en casa de Jeromo no se engaña a nadie, y la tía Simona alarga media morcilla de manteca a los marzantes; y éstos, después de echar la primera copla, se marchan relinchando de placer.

La familia tira los últimos golpes a la cena, agotándose los jarros de vino, y el chicuelo despierta preguntando por los marzantes. Cuando sabe que se han marchado, alborota la cocina a berridos, dale su padre un par de guantadas, interpónense el seminarista y su madre, apágase la lumbre, oscila la luz del candil, dormita la moza, maya perezoso el gato, caésele la pipa más de una vez de la boca al tío Jeromo, habla torpe sobre los fenómenos de la luz el seminarista; y cuando los relinchos de los marzantes se escuchan lejanos, hacia el fin de la barriada, desfila a paso tardo y vacilante la familia del tío Jeromo a buscar en el reposo del lecho el fin de tan risueña y placentera velada.

La tía Simona sale la última; y mientras se lamenta de haber dejado de rezar el rosario por causa del jaleo, y jura que al día siguiente ha de rezar dos, guarda en el arcón que ya conocemos los despojos del pan, del azúcar y de la manteca, para que en el primer día de Pascua pueda la familia, «manipulándoselo bien», recordar, con algo más que la memoria, la noche de Navidad.

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