La persecución que sufrió la Iglesia en México el siglo pasado dejó un nutrido número de mártires, 14 de los cuales han sido beatificados y 26 son ya santos. Uno de estos últimos es el sacerdote Pedro Esqueda Ramírez, a quien la liturgia recuerda cada 22 de noviembre.
Nacido el 29 de abril de 1887 en San Juan de los Lagos, en el estado de Jalisco, la vida de Pedro estuvo desde el principio marcada por la miseria. Sus padres, Margarito y Nicanora, eran tan dignos en su pobreza como fervorosos en su piedad, y así transmitieron a sus tres hijos una fe religiosa muy marcada.
A pesar de su escasa alimentación, exclusivamente a base de frijoles y tortillas, y de la debilidad que dejó en él la viruela, Pedro albergó muy pronto en su corazón la ilusión de ser sacerdote. Debido a su pobreza, las perspectivas de que la familia pudiera afrontar la partida de su único hijo varón al seminario no eran buenas, pero cuando su padre se enteró de la llamada vocacional de Pedro dio su aprobación, «aunque tenga que pedir limosna».
Entró en el seminario menor de San Julián cuando tenía 15 años, y allí vivió hasta que en 1916 las autoridades civiles decidieron cerrarlo. Eran tiempos difíciles, pues el anticlericalismo presente en los sucesivos gobiernos mexicanos comenzaba a dar la cara. Para el sacerdote y experto en mártires Jorge López Teulón, «la persecución religiosa está profundamente enraizada en la historia de México, y se remonta hasta 1870. Hubo una persecución también durante la Revolución mexicana, que culminó con la Constitución de 1917, que incluyó fuertes medidas anticlericales».
Durante la segunda mitad del siglo XIX, México fue gobernado por militares con especial inquina hacia la fe, pero la persecución más cruel fue la que se desató bajo el Gobierno del general Plutarco Elías Calles, de 1924 a 1929. «Calles abrazó una forma radical de ateísmo y socialismo que lo condujo a adoptar medidas drásticas para erradicar el catolicismo de México», afirma López Teulón. Prohibió el ejercicio del ministerio a los sacerdotes y dictaminó la expropiación de iglesias. «Quiso crear un nuevo modo de vida. Leía a menudo libros y artículos sobre la utopía socialista, y buscó lo mismo para México».
En este contexto hostil vivió Pedro Esqueda su vocación. Ordenado sacerdote en 1918, siempre tuvo a la vista la posibilidad del martirio. «Que le hagan lo que quieran, ojalá fuera mártir», llegó a decir de Pedro su propia madre, el día que fueron a advertirla de los peligros que corría por ser sacerdote.
Dos fueron los colectivos que recibieron de Pedro una especial atención durante los once años que trabajó en su parroquia: los pobres y los niños. A los necesitados daba todo aquello cuanto podía, e incluso más; y con los niños se esmeró en darles formación y en transmitirles su amor por la Eucaristía. Fueron sus confidentes cuando, al estallar la persecución de 1926, les decía: «Niños, ya no habrá catequesis. Pídanle a Dios por los sacerdotes, quién sabe cuántos moriremos».
Se escondió en una ciudad cercana, pero tuvo que volver a San Juan de los Lagos para no poner en peligro la vida de muchos fieles que se desplazaban solo para verle. «Dios me trajo, Dios sabrá», y «si me matan, me matan el cuerpo, pero no el alma», dijo a una familia amiga que le cobijó bajo su techo.
El 18 de noviembre de 1927 un grupo de soldados irrumpió en su escondite para detenerlo. Arrastrado a la fuerza, uno de ellos le espetó: «Ahora ya estarás arrepentido de ser cura», a lo que Pedro contestó: «No, ni por un momento. Poco me falta para ver el cielo». El día 22 lo sacaron de la ciudad para quemarlo vivo, pero al ver que por las torturas no podía ni mantenerse en pie, un oficial sacó su pistola y le mató de tres tiros.
Nacido el 29 de abril de 1887 en San Juan de los Lagos, en el estado de Jalisco, la vida de Pedro estuvo desde el principio marcada por la miseria. Sus padres, Margarito y Nicanora, eran tan dignos en su pobreza como fervorosos en su piedad, y así transmitieron a sus tres hijos una fe religiosa muy marcada.
A pesar de su escasa alimentación, exclusivamente a base de frijoles y tortillas, y de la debilidad que dejó en él la viruela, Pedro albergó muy pronto en su corazón la ilusión de ser sacerdote. Debido a su pobreza, las perspectivas de que la familia pudiera afrontar la partida de su único hijo varón al seminario no eran buenas, pero cuando su padre se enteró de la llamada vocacional de Pedro dio su aprobación, «aunque tenga que pedir limosna».
Entró en el seminario menor de San Julián cuando tenía 15 años, y allí vivió hasta que en 1916 las autoridades civiles decidieron cerrarlo. Eran tiempos difíciles, pues el anticlericalismo presente en los sucesivos gobiernos mexicanos comenzaba a dar la cara. Para el sacerdote y experto en mártires Jorge López Teulón, «la persecución religiosa está profundamente enraizada en la historia de México, y se remonta hasta 1870. Hubo una persecución también durante la Revolución mexicana, que culminó con la Constitución de 1917, que incluyó fuertes medidas anticlericales».
Durante la segunda mitad del siglo XIX, México fue gobernado por militares con especial inquina hacia la fe, pero la persecución más cruel fue la que se desató bajo el Gobierno del general Plutarco Elías Calles, de 1924 a 1929. «Calles abrazó una forma radical de ateísmo y socialismo que lo condujo a adoptar medidas drásticas para erradicar el catolicismo de México», afirma López Teulón. Prohibió el ejercicio del ministerio a los sacerdotes y dictaminó la expropiación de iglesias. «Quiso crear un nuevo modo de vida. Leía a menudo libros y artículos sobre la utopía socialista, y buscó lo mismo para México».
En este contexto hostil vivió Pedro Esqueda su vocación. Ordenado sacerdote en 1918, siempre tuvo a la vista la posibilidad del martirio. «Que le hagan lo que quieran, ojalá fuera mártir», llegó a decir de Pedro su propia madre, el día que fueron a advertirla de los peligros que corría por ser sacerdote.
Dos fueron los colectivos que recibieron de Pedro una especial atención durante los once años que trabajó en su parroquia: los pobres y los niños. A los necesitados daba todo aquello cuanto podía, e incluso más; y con los niños se esmeró en darles formación y en transmitirles su amor por la Eucaristía. Fueron sus confidentes cuando, al estallar la persecución de 1926, les decía: «Niños, ya no habrá catequesis. Pídanle a Dios por los sacerdotes, quién sabe cuántos moriremos».
Se escondió en una ciudad cercana, pero tuvo que volver a San Juan de los Lagos para no poner en peligro la vida de muchos fieles que se desplazaban solo para verle. «Dios me trajo, Dios sabrá», y «si me matan, me matan el cuerpo, pero no el alma», dijo a una familia amiga que le cobijó bajo su techo.
El 18 de noviembre de 1927 un grupo de soldados irrumpió en su escondite para detenerlo. Arrastrado a la fuerza, uno de ellos le espetó: «Ahora ya estarás arrepentido de ser cura», a lo que Pedro contestó: «No, ni por un momento. Poco me falta para ver el cielo». El día 22 lo sacaron de la ciudad para quemarlo vivo, pero al ver que por las torturas no podía ni mantenerse en pie, un oficial sacó su pistola y le mató de tres tiros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario