lunes, 24 de junio de 2019

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Es primavera, y, sobre la alta serranía, Nazaret abre su caserío blanco, como lirio enorme, a la tierna caricia  del sol. Caen las aguas de nieve, con juvenil travesura,  entre las quebradas del monte. Los almendros apuntan  estremecidos sus yemas, y se percibe un murmullo caliente cuando rompen, con ímpetu, a la vida. Un perfume antiguo de hornos se mezcla a la liturgia del incienso y cubre los sembrados como una bendición anticipada. ¿Quién  oyó el cantar de las tórtolas, entre las dos luces tranquilas de la sobretarde? Pues parece que el rey Salomón, turbado de muchos amores, suspira, escondido entre el verde fresco de los jardines, su llamada impaciente: "Ya pasó el invierno, amada mía. Ven, mi paloma, que anidaste sobre las piedras, ven". Y de la corola opulenta de ese  lirio nazaretano salta la Doncella María, como un prodigio de hermosura. Hay, en el aire de oro, un reguero de palabras del Buen Dios, y la brisa pequeña simula aún el roce inocente de las alas del arcángel. Ya fue la Encarnación. Con la docilidad sencilla de una esclava creyó el fausto Mensaje. Y en el otro lirio celeste y cerrado —el seno de la siempre Virgen— se hace carne la deidad del Verbo. Pero aquel signo increíble de la prima Isabel, fértil y anciana, le empuja, con su cosquilleo femenino y curioso, hacia Ain Karim, mientras las augustas modulaciones del Magnificat se asoman a la ternura del labio. Todo su camino trasciende a un profundo misterio. Atraviesa la llanada de Esdrelón, ahora exuberante y pacífica; pero en estos mismos campos Israel cortó los laureles de sus grandes victorias y la cizaña negra de sus declinaciones. Y parece que las sombras del crepúsculo reaniman, en la soledad de sus sepulcros, a todos los viejos caudillos, que alzan sus trofeos y sus laudes al paso de la Virgen de la Promesa. Sube alegre las montañas de Samaria y percibe aún los ecos de aquellos pactos que hizo Yahvé con los patriarcas, y el recuerdo de anchas bendiciones. Y, al fin, la Judea la recibe en la solemne liturgia de su sacerdocio, y convoca a todos los profetas muertos para que se gocen en los días de la plenitud, cuando los montes destilen pura miel y se hermanen el cordero con el lobo. ¡Toda la historia del Pueblo de Dios se asoma para verla pasar, y la acompaña, cantando un salterio de amorosa bienvenida!

 Las cuatro jornadas de viaje —iba, según San Lucas, con mucha presteza, por el más corto camino— dieron en Ain Karim, donde los primos tienen una casita de recreo para los días de verano. Zacarías permanece mudo desde aquel sofoco que le produjo la presencia del arcángel Gabriel, cuando ofrecía el incienso ritual en el Santuario. Era como una llama de oro encendido que le hablaba así: "No temas, porque ya ha sido oída tu oración. Tu mujer te dará un hijo a quien pondrás de nombre Juan". Y precisamente su boca muda habla como signo visible del milagro.

 De pronto rompe, en la modorra del mediodía, una voz de saludo: "¡La paz sea con vosotros!". Y se despierta el paisaje, sobresaltado con un revuelo de palomas y un murmullo en todas las flores del huerto. Sale impaciente Zacarías, porque anda nervioso desde la visitación celeste, y se queda suspenso, con los brazos tendidos. ¿Cómo, ahora, la prima de Nazaret? Y la estrecha con enorme dulzura, porque, en el recreo del alma, presiente ya los días de salud para su pueblo, mientras por la barba temblona le caen lágrimas dulces, como las perlas que el rocío pone estas madrugadas de abril en el verdor de los campos. A las puertas de la casa aparece Isabel, radiante. ¿Porque le dan de cara los rayos del sol? No. Es toda ella un divino reverbero, llena del Santo, Espíritu, que es Luz. Está en trance, como ardiendo. Y más que hablar, grita la profecía de su saludo: "Bendita Tú entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre". Y así queda, sobre el aire inmóvil, que es más azul y más risueño, la primera avemaría de la historia, iniciada, en la eternidad, por la misma boca del Padre. Se turba la Virgen con el recibimiento de los primos, porque es muy humilde. Y entonces su palabra serena, en un susurro enamorado, prorrumpe a cantar sus alabanzas al Altísimo, porque la hizo grande con su poder y le colmó el seno de fecundidad y de maravilla. Oíd: Magnificat anima mea Dominum...

 El grupo deliciosamente enlazado de los tres busca refrigerio y reposo dentro de la casita, que tiene al mediodía tendido un parral de sombras y un encanto de aguas en los surtidores, que lloran la frescura de su luz sobre los nardos. ¿Quedó allí María hasta el nacimiento de Juan? La teología de Nuestra Señora nos lo aclara. Ved. Las gracias que acaba de recibir en la Encarnación —añadidas a las de su plenitud original— la han introducido en un orden de vida sobrenatural eminente. La hipóstasis del Verbo en su carne le confiere el título de coparental de las divinas Personas. Es realmente Hija del Padre, Madre de su Verbo y Esposa del Santo Espíritu, del Amor que la sombreaba en Nazaret. Pero no hay que olvidar la cooperación que presta María a este lujo de dones y de privilegios. En el plano de los merecimientos personales funciona sin la traba de las pasiones rebeldes que a todos los hombres nos afligen. Y, así, el Angélico nos asegura que, con la caridad, crecían en su alma, a la vez, como los cinco dedos de nuestra mano, las virtudes, dones y méritos, en una progresión incalculable. La caridad, pues, la indujo a permanecer en Ain Karim, junto a la prima necesitada, hasta el jubiloso alumbramiento del Bautista: sin que estimemos en contra las razones de un pudor fuera de tono al interpretar como ya acabados esos "cerca de tres meses” que San Lucas asigna al misterio de la Visitación de la Virgen.

 Y corre la primavera, embalsamada por los dulces coloquios de aquellas dos madres del milagro, en una íntima comunión de corazones y de ofrendas al Altísimo. ¡Cuántas veces recontaría Isabel que el niño saltó en el seno, santificado por la visita de la Doncella! Y mientras preparaban las dos los pañales del alumbramiento, el cielo se hacía blanco de tan azul y transparente; y agobiaba el aire, desde los arenales de Judá; y el equinoccio del estío venía, ardiente y solemne —el sol como una custodia de fuego—, para el desfile festival de la vida, en el triunfo del amor. Pues, con el gozo y las zozobras de vísperas, decidieron volverse a la casa solariega para que el niño, naciese dentro de la misma raíz troncal.

 "Y se cumplió el tiempo de dar a luz Isabel y tuvo un hijo. Los vecinos y los parientes conocieron que el Señor había tenido misericordia con ella y la felicitaban." Nos parece demasiado desnuda la narración que el evangelista pone a un suceso tan extraordinario. El arcángel había dicho a Zacarías: "Será para ti de mucho gozo y alegría, y los hombres se regocijarán con su nacimiento". Ain Karim es un poblado reducido, como una ancha familia, con los júbilos, las preocupaciones y las penas comunes. Pues el suceso que las gentes esperaban con angustiosa curiosidad conmovería a toda la aldea, un poco enajenada en su rutina gris. Sí. La noticia corre en la boca de las comadres, con añadiduras y aspavientos; se mandan mensajeros a las cercanías, y toda la casa desborda de familiares y de aldeanos. "¡Ya dio a luz Isabel!", y le agobian de parabienes y de sencillas ofrendas —tortas crujientes, corderos recentales, alguna que otra tela recamada de oro—, y una buenaventura común para la felicidad del recién nacido. Yo pienso que María, un poco alejada del ruidoso entusiasmo, cortaría en el huerto una brazada de rosas de sangre, para coronar, como un augurio, aquella vida pequeña que debía dar testimonio de su propio Hijo.

 El evangelista nos refiere, con más riqueza de detalles, la circuncisión, doble ceremonia que se celebraba a los ocho días del nacimiento para imponer al varón israelita el nombre y para ingresarle, con todos los deberes y derechos, religiosos y civiles, en la comunidad. Seguramente los sacerdotes, compañeros del padre, se encargarían del rito, aunque entre las clases humildes lo practicaba también el padre de la criatura. Y entonces el milagro. Aunque mudo, Zacarías comunicó de alguna manera a Isabel los detalles de la visión angélica del Templo y el dato precioso del nombre que el mensajero del Señor le traía. Por eso Lucas nos dice que la madre se adelanta y exige: "Se llamará Juan". Hubo forcejeo entre los parientes, "porque nadie hay en tu parentela que lleve ese nombre"; y, acaso, porque desearían ofrecer a Zacarías, imponiéndole el suyo, el consuelo de verse renovado en la varonía del hijo. Pero él pide las tablas enceradas y, a punzón, escribe: "Juan es su nombre". En el mismo instante se suelta su lengua, comienza a hablar rectamente, entre la maravilla de los familiares, y en grandes transportes proféticos dicta su oración del Benedictus, majestuosa, agradecida como para ser rezada, de rodillas, por la liturgia de la iglesia, pregonando todo el poder el Señor.

 Antes de los dos años es conducido el pequeño Juan al desierto, para salvarle de la degollina de Herodes. Y asombra que le dejen de por vida allí, según la tradición de los Santos Padres, porque estos hijos tardíos suelen ser mimosamente amados de los suyos. Pero Lucas es muy concreto cuando nos asegura: "Crecía y se fortalecía, en las estepas, hasta su manifestación a Israel". Los sensacionales descubrimientos del desierto de Judá en la primavera de 1947 nos aclaran esta juventud, escondida hasta ahora, en el misterio de las suposiciones gratuitas. Las excavaciones de Qumrám demuestran que allí existió un gran cenobio, donde la secta de los esenios se consagraba a una vida común de oraciones y de ayunos. Pues los padres del Bautista les entregarían a estas gentes piadosas, para defenderle de los matarifes de Herodes y para asegurar una educación fuerte entre aquellos hombres expertos y ejemplares. Tenemos razones para pensar así. Cuando le llegue el gran trance de su profetismo será fiel a la llamada. Entonces, rompiendo con la vida común monástica, será un disidente de Qumrám, pero sin despojarse de un género de vida que ha hecho, en él, naturaleza. No es ninguna coincidencia que las prácticas del "bautismo de inmersión", corrientes entre los monjes esenios, las imponga Juan a los pecadores como penitencia pública: que se defina como la "Voz que clama", porque en los días de su entrenamiento aprendió muy bien aquella primera "regla" del cenobio de Qumrám: :"Todos los que vengan de la comunidad de Israel sepan que se han separado de la ciudad de los hombres para vivir en el desierto y escuchar al Señor, como está escrito: En el desierto oíd su Voz y preparad, en las estepas, un camino para encontrarle". Casan, pues, demasiado los temas y los ritos de Qumrám con el modo y las predicaciones del Bautista.

 Pero no es un profeta del montón. Lucas le introduce en su evangelio con una solemnidad inusitada, escoltado por todas las jerarquías religiosas y civiles, reinantes entonces en Israel. Impresiona la majestad del cortejo: Tiberio César, Poncio Pilato, Herodes, Filipo y Lisanias, Anás y Caifás: y todos con la pompa de sus poderes imperiales, políticos y sacerdotales, para atestiguar sencillamente esto: "En el desierto vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías". Sí. Más que profeta, es el Precursor del Mesías. En el prólogo del cuarto Evangelio el otro Juan le confiere toda su excelsa dimensión teológica: "Hubo un hombre, por nombre Juan, enviado de Dios. Vino como testigo para testificar sobre la Luz, a fin de que, por él, todos creyesen; él no era la Luz, sino testigo de la Luz". Aquí el evangelista zanja, sin apelaciones, la peligrosa polémica que, a lo largo de los dos primeros siglos, inquietó la ortodoxia de las comunidades cristianas, cuando los discípulos esenios de Juan predicaban que su maestro fue la Luz verdadera y que su bautismo perdonaba los pecados en las inmersiones del río Jordán. No. Pero los elogios que tributa a su ministerio, como "testigo de la Luz", están en la misma línea eminente de aquellas palabras de Cristo: "Entre los hombres nacidos de mujer ninguno mayor que este Juan".

 Se explica el enorme impacto que su profetismo alcanza en la conciencia de Israel. Parece misterioso el declive del pueblo elegido, porque, en lo humano, sería muy difícil explicar cómo, de aquellos esplendores de la monarquía de David, ya no queda nada: vacías sus instituciones jurídicas y religiosas; el pueblo, "como ovejas que no tuvieran pastor", y todo Israel, una pequeña y difícil provincia del dominio augusto de Roma. Entonces se desatan las fugas hasta el maravillosísimo —es la hora turbia de todas las extravagancias intelectuales y morales, de visiones mágicas y alucinaciones colectivas—, buscando cada hombre que su vecino le salve. Este clima psicológico explica bien el falso concepto israelita sobre el mesianismo.

 Entonces aparece Juan en su desierto y choca. Es el profeta de fuego, árido y airado, la piel batida de intemperies y de soles, una cintura de penitencia que le desgarra la carne poca, y una luz infinita en la mirada profunda e irresistible. ¡Qué duro contraste! Los rectores religiosos eran de aquella catadura aristocrática que permitió al levita y al sacerdote, pasar junto al pobre judío, robado de los ladrones en Jericó, sin oír los lamentos helados de su agonía. Los poderes civiles, envilecidos en obsequio del invasor. Y un clasismo de pena, que permitía a todos los epulones sentarse a los convites de la carne y del vino mientras los lázaros morían en la soledad de su hambre y de su lepra. ¿No ha de chocar, de imponerse, la tremenda desnudez del Bautista? Un runrún invade, desde el desierto, toda Palestina. "Yahvé se ha compadecido de su pueblo suscitando un salvador, un nuevo profeta." ¿Acaso Elías o el Ungido? Y cuando aquellas vastedades del Jordán se pueblan de patriarcas, de rameras, de soldados y de publicanos, la sinagoga de Jerusalén se ve obligada a intervenir con justas razones, porque tenía recibida del Altísimo la encomienda de guardar incólumes las prácticas de la Ley. Y como Juan predica y bautiza, el Templo manda sus embajadores para fiscalizarle.

 El diálogo que en su evangelio nos transfiere San Juan es hábil, duro, diplomático. Van a interrogar al Bautista sobre su persona, su vida, sus ministerios; pero en el paisaje de estas indagaciones la diana aterradora y verdadera es el Cristo. Juan, a quien sus jueces estiman sólo como un inculto visionario, centra con fina sabiduría el estado de la cuestión y se adelanta en la respuesta.

 “¡Yo no soy el Cristo!"

 Porque no es la Luz, tampoco es el Cristo, ni Elías, ni el profeta, ni aun un hombre, con los atributos y resortes a su personalidad correspondientes. Es sólo la Voz que clama, que flagela, que purifica, Es el Precursor.

 Cuando la embajada descubra sus vergonzosas intenciones —la competencia material de su bautismo, que resta ofrendas al gazofilacio del Templo— Juan tranquiliza sus temores, pero les envuelve en una conminación impresionante. "Yo bautizo en el agua. En medio de vosotros está quien no conocéis. El que viene después de mí, a quien no soy digno de desatar el calzado”. Y este colofón del Bautista sí da que pensar. Desconocer a Jesucristo cuando está en medio de nosotros. Ignoramos, o conocemos con enormes lagunas, las doctrinas evangélicas, el ciclo dogmático, el magisterio del Papa. Su misma Persona divina, viviente en la Eucaristía, en la miseria de los hambrientos, en la orfandad de los hogares, en las llagas de los desamparados, no nos impresionan con su mensaje, aunque nos hablen con palabras auténticas de fuego, con esa luz eterna que llevan en la frente sus enviados. Es el signo, que preside las vidas dramáticas de todos los precursores. Tienen el destino de sembrar con su sangre sin ver la granazón gozosa de las espigas ni recoger en los graneros la gloria de la sementera. Precisamente porque el Bautista es un hombre entero, veraz, fiel a su misión de adelantado, Herodes le encarcelará en aquel castillo de Maqueronte, a orillas del mar Muerto, donde él quema su vida en los altares de la lujuria más arrastrada y monstruosa. Morirá. Su cabeza sangrante sobre el disco de oro que le trae el verdugo, como último ludibrio, queda trenzada a los pies impuros de Salomé, la bailarina. Pero entonces, con la palma de su sangre, triunfa en la gloria de Dios este Juan Profeta, Precursor del Mesías, Amigo del Esposo, "el más grande entre los hombres nacidos de mujer".

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