domingo, 2 de junio de 2019

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Cuarenta días de júbilos y sobresaltos, de desmayos y esperanzas. Después del más grande de los dolores, la mayor de las alegrías, y luego un silencio expectante, una dicha contenida y la sorpresa causada por el descubrimiento de horizontes maravillosos e insospechados. Era un mundo que se desmoronaba en la mente de los Apóstoles para dar lugar a otro mundo hasta entonces desconocido. Pero era necesario vivir. Allá en Betsaida y en Cafarnaúm estaban ociosos los trasmallos y los esparaveles de otros días, y en el lago nadaban todavía, recamados de iris y esmaltados de nácar, el barbo y el cachuelo, el sollo y la corvina. Bueno era el Reino, pero mientras llega la hora, hay que vivir, como antaño, de los peces de Genesaret.

Pedro y su colegio de hombres y de mujeres reaparecieron en Galilea y surcaron nuevamente en las tardes serenas las aguas milagrosas con sus milagrosas barcas y con sus redes de milagro. Pero su pensamiento vagaba inquieto por todos los caminos de Judea y de Galilea, por las sendas del Calvario, por entre los arboles de Getsemaní, por las estancias perfumadas de Simón el leproso y junto a los sepulcros de piedra de Betania; y mientras espiaban el centellear de las ondas, las sacudidas de la red o el ennegrecimiento del cielo, sus miradas iban inquietas desde los cañaverales de la orilla a los tapiales de las granjas, desde el banco del puente, donde él se había sentado tantas veces, a la turquesa líquida con entonaciones de berilo de aquellas aguas, que tan bien le conocían. Y, de pronto, su voz vibraba en el aire. Era Él, que les sonreía y les alentaba, y llenaba sus corazones de esperanzas y certidumbres.

Esto fue durante un mes, hasta que sonó la orden del patrón, y entonces quedaron arrumbadas las barcas y arrinconadas las redes y cerradas las viejas casas en el pueblecito marino, que tal vez les vio partir con tristeza. Dispuestos a navegar en más anchos mares, dijeron el último adiós al lago de su infancia, más hermoso que nunca en aquella tentadora mañana de primavera, y, empujados por el Espíritu, se encaminaron de nuevo a Jerusalén. Pedro presidía la pequeña caravana, y con él iban los otros diez; María, la Madre del Señor; los hermanos de Jesús, arrepentidos ya de su incredulidad, y otros muchos hombres de buena voluntad, que, atraídos por las maravillas presentidas de aquel reino misterioso, formarían el primer núcleo de la Iglesia. A todos inflamaba el mismo entusiasmo y un vago presentimiento de cosas extraordinarias los llenaba de optimismo.

Ya en Jerusalén, su vida era una expectación. Aguardaban infatigablemente. ¿Qué? Tal vez la aparición de un ejército de ángeles sobre la ciudad santa, tal vez la consunción de aquellas murallas por el fuego, o bien la venida del Crucificado con toda la gloria y majestad de un rey. En medio de aquella incertidumbre, sentían que la paz iba infiltrándose suavemente en su corazón. De cuando en cuando el Maestro se presentaba entre ellos, vivía familiarmente con ellos, se sentaba a su mesa, hablaba del reino de Dios, de sus victorias, de sus luchas y de sus conquistas. ¡Qué alegría poder recibir de su boca las palabras del consuelo y de sus manos el pan que da la vida! Ahora empezaban a comprender; y no en aquella última cena, cuando el sueño les abrumaba y el terror les oprimía, y por todas partes sólo se les ofrecían distracciones y preocupaciones. Suspiraban por aquella fuerza prometida que los iba a convertir en hombres nuevos; veían con claridad que se rompían todos aquellos lazos tan dulces que les ataban a su país a su familia, a sus sueños de aldea y a aquella vida apacible de los pescadores y los campesinos. En adelante todo sería combate, heroísmo y abnegación. Se encontraban ya en el centro de las hostilidades, donde habían de tener el primer choque de aquel mundo que no amaba a Cristo; donde habían de recibir el bautismo de fuego. Y el Maestro les decía con una voz cargada de celestes serenidades: «Estaba escrito, y era menester que el Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los muertos. Y que predicase en su nombre penitencia y remisión de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Y vosotros seréis testigos de todas estas cosas, permaneciendo en la ciudad hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto.»

Así hablaba Jesús a los discípulos, y ellos se agrupaban en torno para recoger hasta el último aliento de su pecho. Unas veces el grupo permanecía en el interior del Cenáculo con las puertas bien cerradas, otras caminaban lentamente, tal vez en algún lugar apartado de la ciudad, acaso en los senderos del jardín de José de Arimatea, entre rosales y geranios, bajo el toldo florido de los terebintos y los manzanos. Y un día, en uno de aquellos paseos, Jesús salió con todos sus enemigos camino de Betania. Y ya llegaban al monte del Olivar, cuando se detuvieron. ¡Cómo se despertaban allí los recuerdos! Aún parecían oírse los últimos ecos del discurso en que anunció la ruina del Templo y el fin del mundo; aún podían verse en la roca desnuda las huellas de la sangre derramada en la noche de la agonía. Todas aquellas veredas tienen el sello de su pie; aquellos cedros centenarios han tocado sus sienes con las ramas, y aquellos olivos le han dado sombra y alimento. Es una tarde dorada, serena, perfumada; una de esas tardes en que el Cielo parece haberse fundido con la tierra. Jesús envuelve a sus discípulos en una mirada de amor; su palabra tiembla y toma algo de aquel acento que tenía en la noche memorable; la ternura apaga casi su voz. Tan dulce, tan íntima, tan confiada es aquella última hora de Cristo en la tierra, que los discípulos se atreven a interrumpirle para proponerle la duda que hacía tiempo aleteaba dentro de su espíritu, «Señor—le dicen—, ¿es que ha llegado ya el tiempo en que piensas establecer el reino de Israel?» A esta pregunta ambigua sucede la respuesta evasiva de Jesús: «No toca a vosotros saber los tiempos ni los momentos establecidos por la autoridad del Padre. Mas recibiréis la virtud del Espíritu Santo, y entonces seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaria y hasta la extremidad de la tierra.» Sin embargo, estas palabras dejan adivinar que la hora se acerca. El Maestro ha terminado su misión; sólo le resta retirarse para dejar paso al organizador del reino que se prepara. Jesús ya no hablaba: miraba en torno con gozo y ufanía, y acaso sus ojos se nublaban por última vez al fijarse, allá enfrente, en la ciudad infiel, que sonreía envuelta en el oro de la tarde. Después, sus manos se levantaron como para bendecir. Todos le observaban sin perder el menor de sus gestos; cuando advirtieron que se elevaba insensiblemente a los aires, que se alejaba rodeado de un nimbo glorioso y que no tardaba en quedar vestido de una nube resplandeciente, que le envolvía y le ocultaba a sus miradas, fijos en lo alto, inmóviles de estupor, ellos miraban, miraban hacia la nube envidiosa, y seguían mirando todavía, cuando los hombres vestidos de blanco aparecieron sobre sus cabezas y les dijeron: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que de entre vosotros ha sido arrebatado al Cielo; volverá de allí de la misma manera que le habéis visto subir.» Los discípulos comprendieron: les bastaba la presencia invisible. Adoraron en silencio, y rumiando su melancólica alegría, se volvieron a Jerusalén.

Y nosotros debemos alegrarnos con ellos, porque aquella subida era el acabamiento de la obra de Cristo y al mismo tiempo el triunfo de nuestra carne. Nos gozamos por la gloria de aquel cuerpo poco antes humillado y desfigurado, que con sus dolores nos mereció la gracia de la redención; y un santo egoísmo nos hace comprender la verdad de aquellas palabras misteriosas que Él había dicho a sus discípulos: «Os conviene que Yo me vaya.» Ese vuelo sublime da también alas a nuestro corazón, aviva nuestra confianza, despierta nuestro optimismo, y nuestra fe canta jubilante las palabras del Credo: «Subió a los Cielos y se sienta a la diestra de Dios Padre.» Se sienta como Rey, que hoy inaugura su triunfo, y como Pontífice supremo, que vive siempre para interceder por nosotros después de haber ofrecido con su muerte una oblación de valor infinito. Esta es la consecuencia consoladora del misterio de la Ascensión, «la palabra ininterpretable», que decía San Pablo. «Tenemos—añade el Apóstol—un pontífice santo, inocente, apartado de los pecadores y encumbrado sobre los Cielos, que no entra en un tabernáculo hecho por mano del hombre, sino en lo más íntimo de la divinidad.» Pero no entra solo, y esto es lo que hace más admirable la obra divina, haciendo que la realidad exceda a todas las figuras y a todas las ambiciones del alma humana. Nuestro pontífice nos lleva consigo, porque nosotros somos sus miembros, «su plenitud», como dice San Pablo. Y esto no es un símbolo, sino un hecho inefable, una realidad espléndida capaz de hacernos felices en medio de las miserias de esta vida. Nuestra esperanza es segura; el Cielo estaba cerrado, pero quedó abierto con el triunfo de Jesús, Dios de Dios y carne de nuestra carne. Ya está señalado nuestro puesto en el banquete, y se cumple el anhelo de la oración sacerdotal del Cenáculo: «Padre, es mi voluntad que allí donde Yo estoy se encuentren ellos conmigo, a fin de que vean la gloria que me habéis dado, y que el amor con que me habéis amado también sea con ellos, y que Yo mismo esté en ellos.» Dentro de nosotros aletea la certidumbre, y ya desde ahora sentimos y vivimos la realización de estas palabras: «He aquí que Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos.»

¡Dios está con nosotros! ¡Dichosos los que ven su luz en el dolor y en el gozo también! ¡Dios está con nosotros! Su inefable presencia los hombres y las cosas penetra, como esencia de nardo, incoercible, como vital aliento, como el aroma místico, evangélico ungüento del alabastro que rompe la Magdalena y que toda la estancia de sus perfumes llena. La escala de Jacob, indestructible puente, entre el Cielo y la tierra se tiende eternamente; y si allá junto a Dios nuestra carne se sienta, aquí la gran promesa de Cristo nos alienta, «Aunque a veces parezca que me duermo en la nave, Yo estaré con vosotros hasta que el mundo acabe; Yo estaré con vosotros como he estado hasta aquí, hoy lo mismo que ayer, lo mismo que hoy mañana, como en Cafarnaúm, como en Getsemaní, como cuando aguardábamos a la Samaritana, como cuando saciaba vuestra hambre en los desiertos y volvía a las madres doloridas los muertos, y andaba con vosotros el áspero camino comiendo vuestro pan, bebiendo vuestro vino.»

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