domingo, 27 de noviembre de 2016

Homilía


“Dios todopoderoso, aviva en tus fieles al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados de las buenas obras”.

Estas palabras abren la oración inicial de la liturgia de hoy y nos indican el sentido de cuanto estamos viviendo.

Dios Padre está en el origen de todo bien y nos pone en el camino a su Hijo, a “Cristo que viene”.

La Palabra de Dios nos exhorta a “tener visiones”, a mirar a lo lejos, a mantener la esperanza, a pesar de las dificultades de todo tipo, que siembran de espinas nuestro camino.

San Pablo nos invita a tomar conciencia de nuestra realidad a nivel familiar, laboral y social.

Corren tiempos difíciles para la familia estructurada, la familia de siempre, que es amenazada por corrientes laicistas e ideologías destructivas que siembran dudas sobre el auténtico amor humano.

Llevamos años con una filosofía hedonista que busca evadirnos de la realidad en aras de una felicidad que se escapa de las manos.

El botellón, la droga y el sexo fácil y seguro entre los jóvenes, la dejación de funciones educativas en los mayores y parte de la sociedad que vive ajena a los altos ideales y a los valores que han dado soporte a la convivencia, marcan un presente sombrío.

Por otro lado, las creencias son agredidas y orquestados los ataques desde algunos medios de comunicación de clara tendencia antirreligiosa y anticlerical.

Hemos de espabilarnos, como nos dice San Pablo,

“porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Romanos 13, 11).

Puede que estos ataques sirvan para despertar sentimientos religiosos dormidos y seamos capaces de defender nuestros derechos, pacíficamente, en la calle y en los altos estamentos.

La historia de los hombres está cargada de luces y sombras, de esperanzas y tragedias.

La Palabra es la luz que nos guía y la fuerza que nos empuja a subir con alegría al monte del señor, a ser justos y a trabajar por la paz.

De esta manera podemos cantar, como lo han hecho generaciones de judíos y cristianos:

“¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. (Salmo 121).

Las incertidumbres presentes, la caída de la sociedad del bienestar y las malas perspectivas económicas, no deben acobardarnos.

“El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”...”será el árbitro de las naciones” (Isaías 2, 3).

Los pueblos “de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas” (Isaías 2,4).

La Palabra de Dios nos sugiere ser como el dueño prudente que vela por los tesoros de su casa y hace frente a los ladrones.

Jesús utiliza la imagen del ladrón para que salvaguardemos la gracia de Dios, gratuitamente recibida, y no la perdamos a causa de nuestra pereza, desidia y falta de celo.

Las dos mujeres moliendo, a las que alude el evangelio, son una muestra palpable de que la misma actividad, por rutinaria que sea, puede vivirse de formas distintas.

Siempre es posible encontrar sentido, ilusión y esperanza en las mismas tareas de cada día, en las acciones más triviales de nuestra existencia.

Podemos dejar que la vida pase por nosotros sin apreciar su riqueza y dejándonos arrastrar por corrientes nihilistas o, al contrario, pasar por la vida valorando la plenitud del don que nos ha sido regalado, y consumiéndola en frutos de buenas obras.

Somos grandes, no por la magnitud de nuestras obras, sino por el amor que proyectamos en todo lo que hacemos.

La luz no ha de sorprendernos envueltos en las tinieblas.

Hemos de ir despojándonos de los harapos del hombre pecador y

“vestirnos del Señor Jesucristo” (Romanos 13,14), que nos transforma en hombres nuevos.

El sueño de San Pablo, como el del profeta Isaías siglos antes, coinciden con el sueño de Dios para cada uno de nosotros: ser santos. Para ello no es necesario ir muy lejos.

En mi casa, en el trabajo, en los contactos con mi comunidad de fe, en la calle y en cualquier lugar, si aporto mi positiva actitud, sembraré esperanza, alegría y ganas de vivir. No estoy solo; los demás me necesitan.

Sin mi sonrisa, mi entorno vivirá más triste; sin mi iniciativa para espabilar y entusiasmar a los que conviven conmigo, todo será más anodino y apagado; sin mi entrega amorosa, adormecerán los buenos sentimientos de otras personas.

Si soy capaz de contribuir con mi pequeño granito de arena, unido a otros muchos, el mundo cambiará.

Si Jesús es la fuerza motriz de mi vida, todo es posible, hasta las metas aparentemente más inalcanzables.

La alusión de Jesús al juicio final, que recoge el evangelio, lejos de dar miedo, ha de suscitar esperanza entre los creyentes que aguardamos la venida del Señor

Al contrario, y sin temor, abramos las puertas de nuestros hogares, salgamos a las calles y gritemos a pleno pulmón el pregón que repite el Adviento:




No hay comentarios: