lunes, 23 de febrero de 2015

San Sereno o Sireno o Sinerio de Sirmio

Sus actas, breves, pero auténticas, tienen el sello más delicioso de humanidad y realismo. Griego de origen, Sereno se estableció en Sirmio como jardinero, pues era el único oficio que conocía. Al estallar la persecución de Diocleciano, el temor de la tortura le indujo a ocultarse durante algunos meses, pero no tardó en volver a su jardín. Un día, estaba trabajando, cuando llegó cerca de él una mujer acompañada de dos muchachas.

—¿Qué es lo que buscas aquí?—preguntó el viejo jardinero.

—Me gusta pasear, y por eso he venido—respondió ella.

—¡Vaya un matrona!—respondió el jardinero con sorna—. ¡Que le gusta pasear, y a plena luz! Vamos, vamos, ya será alguna galantería lo que buscas. Bueno; largo de aquí, y ten cuidado de parecer una mujer honrada.

Huyó la desconocida, ciega de cólera, más por haber perdido la ocasión que por aquella áspera acogida, e inmediatamente escribió a su marido, empleado en el servicio de Maximiano, para quejarse de la grosería del jardinero.

El marido llevó el asunto al emperador:

—Señor—le dijo—, mientras nosotros te servimos en el palacio, nuestras mujeres son ultrajadas en nuestras casas.

El emperador le autorizó a vengarse por medio del gobernador de la provincia. Presentóse en Sirmio al gobernador, y entregándole las letras imperiales, le dijo:

—Venga la injuria que mi mujer ha sufrido durante mi ausencia.

—¿Quién tuvo osadía para injuriar a la mujer de un oficial de la guardia?

—Un miserable rústico, un hortelano que se llama Sereno.

El acusado fue traído a la curia.

—¿Cómo te llamas?—preguntó el gobernador.

—Sereno.

—¿Cuál es tu oficio?

—Jardinero.

—¿Por qué has insultado a la mujer de un noble personaje?

—No he injuriado a ninguna mujer de calidad.

—Háblale tú mismo—dijo el gobernador al oficial—para que reconozca su insolencia.

—Recuerdo—dijo Sereno sin inmutarse—que una mujer entró en mi huerto a una hora intempestiva. Repróchela su proceder, diciendo que una mujer que sabe respetarse no sale a tales horas de su casa si no es con su marido.

El oficial lo comprendió todo, ruborizóse y calló; pero en aquella declaración había algo extraño. Sólo un cristiano—debió de pensar el gobernador—puede mirar mal que una mujer pasee en un jardín a tales horas. Y reanudó el interrogatorio:

—¿Qué eres tú?

—Cristiano.

—¿Dónde te has ocultado hasta ahora? ¿Cómo hiciste para no sacrificar?

—Según el beneplácito de Dios, que me reservó hasta este momento, yo era como una piedra excluida del edificio; pero ahora Dios me señala un lugar. Puesto que ha querido que fuese descubierto, preparado estoy para sufrir por su nombre, a fin de tener parte en el reino de los demás santos.

Fuera de sí por esta actitud enérgica, dijo el gobernador:

—Puesto que has escapado hasta hoy a mi vigilancia, y has dado a conocer tu desprecio a los edictos, ocultándote y negándote a sacrificar, serás decapitado.

Inmediatamente se le llevó al lugar de las ejecuciones, y los ministros del demonio le cortaron la cabeza. Era el 23 de febrero. Honor y gloria y reino a Jesucristo nuestro Señor por todos los siglos. Amén.

El martirio de este amable jardinero es uno de los últimos que hizo la persecución de Diocleciano en la parte occidental del Imperio. Los primeros representantes de la tetrarquía empezaban ya a cansarse de sangre inútilmente derramada, y además tenían harto que hacer con ponerse de acuerdo acerca de sus ambiciones y apetitos. El cesar Severo pagaba su rebelión contra los augustos abriéndose las venas; en Roma, Majencio, que veía su trono vacilante todavía, fingía aceptar la religión cristiana para captarse las simpatías de una parte importante del pueblo; en la Galla y en España, Constantino seguía su política tolerante y humana, y Maximiano Hércules, el viejo ambicioso, tras haber derramado tanta sangre, huérfano ahora de sus tesoros y abandonado de sus soldados, arrastraba su púrpura errante, de provincia en provincia, y no pensaba más que en restaurar su poder y en convencer a Diocleciano que saliese de su retiro para salvar su obra amenazada. Pero su antiguo colega le despedía con esta ironía famosa: «No me hablarías así si vieses las coles que hago brotar en mi huerto de Salona.»

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