martes, 24 de febrero de 2015

San Pretextato

Pacíficamente alimentaba su rebaño. Era bueno, sencillo, afable en su trato y dotado de un profundo sentimiento de justicia. Tal vez, algo débil. Nada parecía presagiar que su vida había de ser una de las más trágicas en la historia de los francos. Pero un día llegó a Rouen, donde Prerextato, presidía dignamente, un hijo de Chilperico, rey de Neustria, que se llamaba Meroveo. Meroveo se echó a las plantas del obispo rogando que le casase con la viuda de su tío Sigeberto, la bella Brunequilda, reina de Austrasia. Y como el obispo no podía negar nada al príncipe, porque era su ahijado y le amaba entrañablemente, presidió aquel casamiento, tal vez sin darse cuenca de que obraba contra los cánones. Esta flaqueza fue el origen de todas sus desgracias. La culpa la tuvo su buen corazón. Desde el día en que tuvo en las fuentes bautismales al desgraciado príncipe, había concebido por él uno de esos afectos abnegados, absolutos, irreflexivos, de que sólo una madre parece capaz.

Vino después el destierro de Meroveo, expulsado por su padre, odiado a muerte por su madrastra, la terrible Eredegunda. En tocio el reino de Neustria sólo un hombre tenía el valor de proclamarse su amigo: el obispo Pretéxtalo. Como no se preocupaba de disimular su afecto, no tardó el rey en hallarse al tanto de todo, estallando en una de esas cóleras mezcladas de temor, durante las cuales se abandonaba por completo a Fredegunda, que era su ángel malo. Esta mujer alimentaba contra el obispo un odio profundo, uno de esos odios que en ella no acababan sino con la vida del que había tenido la desgracia de excitarlos. No le fue difícil persuadir al rey de que debía acusar al obispo su enemigo, ante un concilio de obispos, como culpable de lesa majestad.

Detenido en su casa, el obispo fue conducido a la residencia real, y en un interrogatorio se puso de manifiesto que tenía en su poder algunos objetos preciosos, que Brunequilda le había entregado al salir de Rouen: dos cajas de telas y alhajas, evaluadas en tres mil sueldos, y un saco de monedas de oro, que valdría dos mil. Gozoso con este descubrimiento, Chilperico se apresuró a confiscar el saco y las cajas. Los obispos, llamados con urgencia, empezaban a reunirse en París. Tras ellos llegó el rey, acompañado de una muchedumbre de guerreros, cuya misión era coaccionar las deliberaciones de los Padres.

Cuando quedó abierta la asamblea y se introdujo al reo, el rey, en lugar de dirigirse a los jueces, dio algunos pasos hacia su adversario, y le apostrofó diciendo: «Obispo, ¿cómo se te ocurrió casar a mi enemigo Meroveo, que nunca debió ser más que mi hijo, con la viuda de su tío? Esto es un crimen; pero aún tienes otro mayor: has conspirado contra mí, has repartido dádivas para hacerme asesinar, has seducido al pueblo con dinero.» Estas palabras, oídas por los leudes francos que estaban en el pórtico de la iglesia donde se habían reunido los obispos, provocaron un murmullo de indignación. Los miembros del concilio, alarmados por el tumulto, dejaron sus asientos, y fue necesario que el mismo rey se presentase a calmar los ánimos de sus gentes. Habló luego en su defensa el obispo de Rouen, pidiendo perdón de haber infringido las leyes canónicas, pero negando rotundamente las imputaciones de conspiración y de traición. A una señal del rey, comparecieron algunos hombres de origen franco, trayendo objetos de valor, que pusieron ante el reo, y diciendo: «¿Reconoces esto? Es lo que nos diste para que prometiésemos fidelidad a Meroveo.» El obispo replicó serenamente: «Es cierto; os hice presentes, pero no fue para expulsar al soberano de su reino. Cuando veníais a ofrecerme un hermoso caballo, ¿no era razón que yo devolviese dádiva por dádiva?»

Nada pudo probarse acerca del punto esencial de la conspiración, y así el rey, descontento de esta primera tentativa, dejó la iglesia para volver a su alojamiento. Al poco rato entró el arcediano de la catedral de París, y dirigiéndose a los obispos, que departían familiarmente, les dijo: «Escuchadme, sacerdotes del Señor: esta ocasión es grande para vosotros. O vais a honraros con el prestigio de una buena fama, o vais a perder en la opinión de todo el mundo el título de ministros de Dios. Mostraos firmes, y no dejéis perecer al hermano inocente.» No se hizo caso de esta advertencia. La mayor parte de aquellos obispos eran míseros lacayos del rey. Sólo uno se mostró digno: fue Gregorio de Tours; el historiador, a quien su actitud trajo toda suerte de molestias.

A los pocos días celebróse otra sesión. Chilperico acudió con puntualidad, y sin más preámbulo leyó esta disposición del Derecho eclesiástico: «El obispo convicto de robo debe ser depuesto.» Admirados los prelados de tal comienzo, preguntaron quién era el obispo a quien se imputaba ese crimen: «Él—contestó Chilperico, volviéndose hacia Pretéxtalo—. ¿No habéis visto lo que nos ha robado?» Y sin decir de dónde procedían, señaló las dos cajas de telas y el saco de dinero. Sin perder su mansedumbre ante tan ultrajante acusación, Pretéxtalo dijo a su adversario: «Creo recordaréis que después de haber dejado Brunequilda la ciudad de Rouen, fui a veros y os dije que en mi casa guardaba en depósito los efectos de aquella reina. Me he desembarazado de una parte de ellos, según vuestras indicaciones; pero aún no he tenido ocasión de hacer otro tanto con lo demás.» Dando otro giro a la acusación, y dejando el papel de querellante por el de fiscal, replicó el rey: «Si eras depositario, ¿por qué has abierto una de las cajas y sacado una franja de túnica tejida con hilo de oro para repartirla entre tus partidarios?» El acusado repuso, siempre ecuánime: «Te he dicho ya una vez que esos hombres me habían hecho presentes. No teniendo nada mío con que pagarles, lo cogí de ahí, sin creer obrar mal. Miraba como mis propios bienes lo que pertenecía a mi hijo Meroveo, a quien tuve en las fuentes bautismales.»

El rey no supo qué contestar y declaró disuelta la sesión. Era una nueva derrota. Lo sentía, sobre todo, por la acogida que había de hacerle la imperiosa Fredegunda. Fue ella la que, después de una tormenta doméstica, se encargó del asunto. Llamó a los dos prelados más adictos que tenía en el concilio, y les encomendó esta misión: «Id a ver a ese hombre y decidle: Ya sabes que el rey es bueno; humíllate ante él y dile que has hecho las cosas de que te acusa. Entonces todos nosotros nos echaremos a sus pies y obtendremos el perdón.» El de Rouen se dejó coger en el lazo. Al día siguiente, reanudado el concilio, después de una ligera discusión con el rey, cayó de rodillas, y, con la frente en el suelo, dijo: «¡Oh rey misericordioso, he pecado contra el Cielo y contra ti!» El rey, antes irritado, se apaciguó, recobrando su habitual hipocresía; y como a impulsos de un exceso de emoción, prosternóse también él, exclamando: «¿Lo oís. piadosísimos obispos? ¿Oís al criminal confesando su execrable atentado?» Hubo un momento de confusión. Los miembros del concilio saltaron de sus asientos y corrieron a levantar al rey, unos enternecidos hasta romper en llanto, otros riéndose en su interior de la infame farsa que se estaba jugando. Después se leyó un canon que había sido interpolado y falsificado por el mismo rey. Mudo de estupor, vio Pretéxtalo que le desgarraban la túnica por la espalda, y oyó estas palabras del presidente: «Escucha, hermano, no puedes ya seguir en comunión con nosotros ni disfrutar de nuestra caridad hasta que el rey te otorgue su perdón.» Unos hombres armados dieron fin a la escena apoderándose del pobre obispo y sepultándole en una prisión, de donde fue sacado para marchar a una pequeña isla del canal de la Mancha.

Fueron siete años de destierro y de miseria entre pescadores y corsarios, hasta que un día los magnates de Rouen desembarcaron en la isla y se lo llevaron de nuevo a su iglesia. Hizo su entrada en la ciudad escoltado de inmensa muchedumbre, en medio de las aclamaciones del pueblo, que de su propia autoridad le volvía a colocar en su sede. Chilperico había muerto, los condenados salían de las cárceles, los proscritos regresaban a sus casas, y Fredegunda huía de París, odiada por el pueblo y por los leudes. Su destino la llevó a buscar un refugio en las cercanías de Rouen. Más de una vez se encontró en las ceremonias y reuniones públicas con el obispo, cuyo retorno era un mentís a su poder. En uno de esos encuentros, no pudiendo contener su despecho, exclamó la reina, bastante alto para que lo pudieran oír todos los presentes: «Ese hombre debiera saber que puede volver otra vez al destierro.» Pretéxtalo recogió la frase, y, afrontando las iras de aquella mujer terrible, respondió: «En el destierro o fuera de él, seré siempre obispo. Tú, en cambio, ¿puedes decir que gozarás siempre del poderío real? Desde el fondo de mi destierro, si a él vuelvo. Dios me llamará al reino de los cielos, y tú, desde tu reino en este mundo, serás precipitada a la sima del infierno.»

Fredegunda calló entonces; pero algunos días más tarde llegó su respuesta. Era un domingo de febrero. El obispo llegó temprano a la basílica. Sus clérigos ocupaban los asientos del coro y él presidía. Mientras los cantores ejecutaban la salmodia, Pretéxtalo se arrodilló en un reclinatorio, con la cabeza apoyada en las manos. Aprovechando esta actitud, un hombre se acercó sigilosamente, y, sacando el cuchillo pendiente de su cintura, hirióle en una axila y salió corriendo de la iglesia. El anciano pudo levantarse solo, y aún tuvo fuerza para subir al altar, conteniendo la sangre de la herida. Allí extendió las manos ensangrentadas para coger de encima del altar el cáliz de oro que, suspendido de unas cadenas, guardaba la Eucaristía, tomó una partícula del pan consagrado y comulgó, y luego, dando gracias a Dios por haberle dado tiempo para confortarse con el santo viático, cayó desvanecido en brazos de los clérigos, que le transportaron a su vivienda.

Allí tuvo una visita, la de la reina, que quiso darse el espantoso gusto de ver a su enemigo agonizante. Disimulando el gozo que sentía, dijo:

—Es triste para nosotros, ¡oh santo obispo!, que haya sobrevenido semejante desgracia.

—¿Y quién ha descargado este golpe—dijo el moribundo, clavando en Fredegunda los ojos—sino la mano que mató reyes, que vertió tanta sangre inocente y tantos males desató en el reino?

Sin revelar la menor turbación, continuó ella con un tono todavía más afectuoso:

—Hay en torno nuestro médicos muy hábiles; ellos te curarán esta herida.

La paciencia del obispo no pudo sufrir ya tanto cinismo, y recogiendo todas las fuerzas que le quedaban, exclamó:

—Siento que Dios me llame; pero tú, que eres quien me ha asesinado, serás por los siglos objeto de execración y sobre tu cabeza vengará mi sangre la justicia divina.

La reina se retiró sin añadir palabra, y a los pocos instantes expiró el obispo. Los habitantes de Rouen recogieron sus restos, los sepultaron y se arrodillaron en su tumba como en la tumba de un mártir. Entre tanto, el asesino declaraba que la reina le había armado el brazo, dándole cien monedas de oro y prometiéndole la libertad.

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