jueves, 7 de marzo de 2013

Santas Perpetua y Felicidad

Septimio Severo había renovado la persecución en todo el Imperio romano. Su edicto prohibía toda propaganda cristiana, y se dirigía, en consecuencia, contra los convertidos y los cómplices de su conversión. Ahora bien, en Tuburbium, ciudad próxima a Cartago, fueron detenidos cinco catecúmenos: Revocato y Felicidad, esclavos ambos; Vibia Perpetua, joven casada de familia ilustre., y dos mancebos llamados Saturnino y Secúndulo. Todos ellos seguían las lecciones de un cristiano llamado Saturo, que se hallaba ausente en el momento de la detención, pero que se entregó luego al saber lo que había sucedido a sus discípulos.

Sometidos en los primeros días a la custodia libera, permanecieron en sus casas estrechamente vigilados, sin poder hablar más que con sus familiares. En este momento es cuando hay que colocar una curiosa escena que se desarrolló entre Perpetua y su padre, el único pagano que había en toda la familia. Trataba el anciano de reducirla al culto de los dioses, pero ella se resistía enérgicamente.

—Padre mío—le decía—, ¿ves este vaso?
—Sí.
—¿Puedes llamarle otra cosa que vaso?
—De ninguna manera.
—Pues yo tampoco puedo recibir otro nombre que el de cristiana.

Aprovechando aquella libertad relativa, los detenidos recibieron el bautismo; y esto aumentó el rigor de los perseguidores. Pocos días después les arrastraban a un sótano hediondo de las prisiones de Cartago. El cambio fue sensible, sobre todo para Perpetua. Prohibiósele llevar el hijo a quien entonces daba el pecho. A los sufrimientos físicos y morales de esta separación, juntóse el espanto de verse encerrada en una cárcel tenebrosa, donde no se podía respirar a causa de la multitud de los prisioneros. Felizmente, la caridad de los cristianos vino al socorro de los cautivos. A fuerza de oro consiguieron que diariamente se sacase a los cristianos de su encierro durante algunas horas. Perpetua aprovechaba estos momentos para recibir la visita de su padre y de su hermano, los cuales le traían el pequeñuelo, casi muerto de hambre. Con nuevas dádivas logró el permiso de guardarle en la prisión, «y desde entonces—dice ella—ya no volví a sufrir más; todas mis penas e inquietudes se disiparon, y la cárcel se convirtió para mí en una casa de placer».

En una de aquellas entrevistas le dijo su hermano:

—Señora mía y hermana, te veo ya en una alta dignidad; pide a Dios que te haga ver si todo esto terminará con el destierro o con la libertad.

Perpetua rezó, y al día siguiente contaba a su hermano esta visión simbólica:

«Parecióme que subía a través de una escala de oro, muy alta y estrecha, cuya extremidad tocaba con el cielo. A uno y otro lado había espadas e instrumentos de suplicio, y al pie estaba tendido un dragón monstruoso. Saturo subía el primero, y al llegar a la cima volvióse hacia mí y me dijo:
—Yo te sostendré; pero ten cuidado de que el dragón no te muerda.
—En el nombre de Cristo—respondí yo—, no me dañará, y trituré la cabeza del monstruo, poniendo el pie sobre ella. Habiendo llegado a la altura, descubrí un jardín espacioso. En el centro había un hombre de blancos cabellos, de prócer estatura, que estaba ordeñando sus ovejas, y en torno suyo muchos miles de personas con vestiduras blancas. El pastor levantó los ojos, y fijándolos en mí, dijo: «Veo, hija mía, que has llegado sin novedad.» Después, llamándome a su lado, me hizo comer un poco de leche cuajada; recibílo con las manos juntas y lo comí, mientras los asistentes decían: Amén. Al despertarme sentía en la boca un gusto delicioso.»

Cuando corrió el ruido de que los mártires iban a ser juzgados, el padre de Perpetua llegó desde Tuburbium, y, penetrando en la cárcel, trató nuevamente de convencer a su hija.

—Hija mía—exclamaba—, ten compasión de mis cabellos blancos, ten compasión de tu padre, si es que aún soy digno de este nombre. Acuérdate de que mis manos te han criado, de que gracias a mi solicitud has llegado a esta flor de la edad juvenil, de que siempre te he preferido a todos tus hermanos. No hagas de mí un objeto de oprobio entre los hombres. Piensa en tus hermanos, en tu madre, en tu tía; piensa en tu hijo, que no podrá vivir sin ti.

«Así—dice Perpetua—, así hablaba mi padre en el arrebato de su cariño. Echábase a mis pies, derramaba tiernas lágrimas, y no me llamaba ya «mi hija», sino «mi señora». Y yo tenía piedad de los cabellos blancos de mi padre, el único en toda mi familia que no se iba a alegrar de mis dolores. Yo le tranquilicé con estas palabras: Allá en el tribunal sucederá lo que Dios quiera, pues sabemos que no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios.»

Un día, durante la comida, se avisó a los mártires de que iban a ser conducidos al foro. Presidía el tribunal, como gobernador interino, pues el procónsul acababa de morir, el procurador Hilariano.
—Sacrificad a los dioses, como lo han mandado los emperadores inmortales—dijo el procurador.
—Más vale — respondió Saturo — sacrificar a Dios que a los ídolos.
—¿Respondes en tu nombre, o en nombre de todos?
—En nombre de todos, pues todos tenemos una misma voluntad.
—Es verdad—dijeron los compañeros de Saturo—: todos tenemos una misma voluntad.

El magistrado mandó que retirasen a las mujeres; después, dirigiéndose a Saturo, dijo:

—Sacrifica, joven; no te creas superior a nuestros príncipes.
—A los ojos del verdadero Príncipe del siglo presente y futuro, me creo superior si merezco derramar mi sangre por Él.
—No te obstines, joven; sacrifica.
—No lo haré.
—Y tú, mancebo—añadió el procurador dirigiéndose a Saturnino—, sacrifica, si quieres vivir.
—No me está permitido—respondió el interpelado—; soy cristiano.
—Y tú—dijo el procurador a Revocato—, veo que me vas a decir lo mismo.
—Lo mismo—respondió él—, por el amor de Dios.

Hilariano hizo que alejasen a los acusados, y mandó traer las dos mujeres. Después de preguntar por su nombre a Felicidad, añadió:

—¿Tienes marido?
—Sí, tengo marido; pero ahora le desprecio.
—¿Dónde está?
—No está aquí.
—¿De qué condición es?
—Hombre del pueblo.
—Ten compasión de ti misma, a fin de vivir, pues eres joven todavía, y veo que llevas una criatura en tus entrañas.
—Soy cristiana, y tengo orden de despreciarlo todo por Dios.
—Te compadezco, mujer; sé un poco más sensata.
—Haz lo que quieras; no podrás persuadirme.
—Bueno; y tú, Perpetua, ¿quieres sacrificar?
—Como lo indica mi nombre, yo no cambio—respondió la joven.
—¿Tienes padres?
—Sí.

En este momento saltó al público el anciano, dispuesto a realizar un supremo esfuerzo. La misma Perpetua nos ha conservado el relato de aquella escena conmovedora: «Cuando empezó mi interrogatorio, llegó inesperadamente mi padre con el niño en los brazos, y sacándome de mi sitio, me dijo, suplicante: «Ten piedad de esta criatura.» Y el procurador Hilario añadió: «Ten compasión de la vejez de tu padre; apiádate de la infancia de tu hijo; sacrifica por la salud de los emperadores.» «No sacrificaré», respondí. «¿Eres cristiana?», replicó él. «Sí, soy cristiana», le dije. Y como mi padre continuase allí con el propósito de hacerme caer, Hilariano ordenó que le echasen fuera, y, cumpliendo sus órdenes, le hirieron con una vara. Sentí el golpe como si le hubiera recibido yo; tal era la compasión que me inspiraba su desventurada vejez. El juez sentenció, condenándonos a las bestias; y, contentos con este desenlace, volvimos a la prisión.»

A los pocos días tuvo Perpetua otra visión sumamente instructiva, que nos cuenta con estas palabras: «Estábamos todos en oración, cuando, muy a pesar mío, empecé a hablar, nombrando a Dinócrates. Quedé estupefacta de no haber pensado en él todavía y afligida al recordar su desgracia. Reconociendo que ahora era digna de interceder por él, empecé a encomendarle al Señor con largas oraciones y profundos gemidos. Durante la noche vi a Dinócrates saliendo de un lugar tenebroso, en que había otras muchas personas. Su rostro estaba triste, pálido, desfigurado por la llaga que tenía cuando murió. Dinócrates, hermano mío, según la carne, había muerto a los siete años de un cáncer horroroso en la cara. Entre él y yo se interponía una sima muy ancha, que ni él ni yo podíamos salvar. Cerca de él había un estanque lleno de agua, cuyos bordes eran demasiado altos para un niño de su edad. Dinócrates se empinaba, haciendo esfuerzos para beber, y yo sufría viendo que no alcanzaba. Despertóme, y comprendí que mi hermano era desgraciado.»

Trasladóse a los mártires a una nueva prisión cercana al anfiteatro. Según la sentencia, debían combatir con las fieras en los juegos organizados para celebrar el aniversario de Geta, hijo de Severo, que se acercaba ya. Tráteseles allí con más rigor. Uno de sus nuevos martirios era el cepo. Yacía Perpetua inmóvil, con los pies sujetos, cuando vio de nuevo a su hermano. La luz había sucedido a las tinieblas; estaba el niño bien vestido, fresco y radioso; la llaga de su rostro se había cicatrizado; los bordes del estanque estaban a su alcance, y después de saciar la sed, vio que comenzaban a jugar a la manera de los niños... Vidi Dinocratem refrigerantem, dice Perpetua con una expresión muy propia de la liturgia funeraria.

Mientras llegaba el día del combate supremo, los cristianos acompañaban a los héroes, gracias a la generosa complicidad de un oficial de la guardia proconsular. El pobre padre de Perpetua acudía también con esperanzas de seducirla; se arrancaba los cabellos, se arrojaba por tierra «y profería palabras capaces de conmover a toda criatura. Esta actitud angustiosa me desgarraba el alma», dice Perpetua. Visiones luminosas fortalecían a los presos en su encierro oscuro. Hubo dos incidentes que les llenaron de turbación: la muerte de Secúndulo y el estado de Felicidad, que se hallaba en el octavo mes de su embarazo. Tres días antes de la fecha señalada para descender a la arena, hicieron una prolongada oración pidiendo que no se separase en la muerte de sus compañeros, pues empezaba a susurrarse que por estar encinta no sería arrojada a las fieras. Y sucedió que al poco tiempo se iniciaron los dolores de parto. Como ella daba grandes alaridos, díjole uno de los carceleros:

—Si ahora, depredadora de los dioses, no puedes soportar el sufrimiento, ¿qué será cuando te veas delante de las bestias?
—Ahora—respondió la mártir—soy yo quien sufro; despues habrá otro en mí que sufrirá por mí, porque yo sufriré por Él.

Felicidad dio a luz una hija, que fue adoptada por una hermana, es decir, por una cristiana.

Después de esto, la alegría fue plena. Un buen humor intrépido es la característica de aquellos mártires. Perpetua no deja caer un solo instante la sonrisa de sus labios. «En vida—dice ella—siempre he estado alegre; aún lo estaré más en el otro mundo.» Estos condenados sublimes saben reír, saben buscar la palabra finamente irónica, saben mirar frente a frente a sus verdugos, haciéndoles bajar los ojos. Un día en que los carceleros se mostraban más duros que de costumbre. Perpetua se enfrentó con el tribuno y le dijo:

—¿Cómo rehusas tan legítimas satisfacciones a unos tan nobles condenados, que pertenecen al César y deben combatir el día de su fiesta? ¿No es tu gloria presentarlos al público sanos y contentos?

Al oír estas palabras, el tribuno se turbó, enrojeció, y en adelante fue mucho más benigno. La víspera del combate era costumbre dar a los gladiadores el consuelo supremo de una orgía; pero los mártires solían convertir aquella fiesta en un ágape. Sabían también reprimir la curiosidad indiscreta de los espectadores que rodeaban su mesa.

—¿Es que no os basta la jornada de mañana—les dijo Saturo—, para que vengáis a contemplar desde ahora a los que odiáis? Amigos de hoy, enemigos de mañana, mirad bien nuestros semblantes, a fin de que nos reconozcáis en el día del Juicio.

Estas palabras generosas convirtieron a muchos; los demás fueron desfilando avergonzados.

Al día siguiente entraron en el anfiteatro. Iban alegres, el rostro bañado de una hermosura celeste, bajo la emoción de la alegría, no del temor. Las dos mujeres seguían a sus compañeros. Perpetua, serena, avanzaba con la gravedad de una matrona, velando con sus párpados, suavemente inclinados, el brillo de su mirada; Felicidad, más débil, tenía la palidez de la mujer que acaba de dar a luz. A la puerta quisieron vestir a los hombres el traje de los sacerdotes de Saturno; a las mujeres, el de las sacerdotisas de Ceres. Todos se opusieron.

—Hemos venido aquí—decían—por nuestro propio gusto, por no renunciar a nuestra libertad. Esta es la causa por la cual entregamos nuestras vidas; este es el pacto que hemos hecho con vosotros.

Se hizo justicia a esta reclamación altiva. Inmediatamente fueron presentados a la multitud. Revocato, Saturnino y Saturo amenazaban a los espectadores con la venganza divina. Perpetua cantaba.

Al llegar ante Hilariano, le dijeron:

—Tú nos juzgas a nosotros, pero Dios te juzgará a ti.

El pueblo, irritado, pidió que se les hiciese pasar ante los bestiarios, armados de látigos. Ellos aceptaron la flagelación, acordándose de Cristo. Soltaron las bestias. Revocato y Saturnino fueron destrozados por un oso. En cambio, parecía que los animales tuviesen miedo de acercarse a Saturo. Un jabalí lanzado contra él hirió mortalmente al guarda; un oso se negó tenazmente a salir de la fosa. Entre tanto, el mártir hablaba tranquilamente con un soldado de la curia, que en la prisión se había mostrado muy humano con los mártires y estaba casi convertido.

—Ya lo ves—le decía—; como te lo anuncié antes, las fieras no se atreven a acercarse a mí. Pero apresúrate a creer en el Cristo, porque van a soltar un leopardo y ése me matará de una dentellada.

Poco después llegó el animal, dejando al mártir bañado en su sangre. «Bien lavado está, bien lavado», gritaba el público, aludiendo al bautismo. El moribundo pudo aún decir a su amigo:

—Adiós, acuérdate de mí; que no te turbe este espectáculo, sino que te confirme.

Pidióle un anillo, y se lo devolvió empapado en su sangre. Acto seguido apareció el espoliario, encargado de dar el golpe de gracia.

Entre tanto, había empezado el suplicio de las dos mujeres. Habíaselas expuesto a una vaca furiosa, despojadas de sus vestidos y envueltas en una red, según era la costumbre. La delicadeza aristocrática de Perpetua y la debilidad de su compañera, cuyos senos apenas podían retener la leche, inspiraron en la multitud un sentimiento de compasión, y accediendo a sus gritos, se les devolvieron sus vestidos. Perpetua recibió el primer golpe. Levantada en el aire por la vaca, vino a caer de espalda. En la caída, su túnica se rompió y sus cabellos se desataron. Deseando morir decorosamente, como la Polixene de Eurípides, recogió los pliegues de su vestidura y los dispuso en orden; después, no queriendo, en su doble altivez, recibir a la muerte con los cabellos desparramados, como una mujer en duelo, recogiólos con donaire, y con un broche los sujetó en la frente. Así adornada, se levantó, y viendo no lejos de ella a Felicidad tendida en el suelo, dióle la mano y la levantó. Conmovido por este espectáculo, clamó el pueblo que no quería ser testigo de su muerte; y, en consecuencia, las dos mártires salieron del anfiteatro por la puerta de los vivos.

Al otro lado se encontró Perpetua un catecúmeno, llamado Rústico, que seguía con admiración todos estos incidentes.

—Pero, ¿cuándo nos exponen a esa vaca? — preguntó la heroína, que en el éxtasis de su felicidad había perdido la noción de cuanto acababa de suceder.

Sus heridas la volvieron a la realidad, y con sus heridas las palabras de los cristianos que se iban juntando a Rústico.

—Permaneced firmes en la fe—les decía ella—; amaos los unos a los otros; no os escandalicéis de nuestros sufrimientos.

La compasión del público había sido una ráfaga pasajera. Arrepentido de su flaqueza, empezó a gritar que quería ver morir a las dos mujeres. Introdujéronlas de nuevo en el anfiteatro. Diéronse el beso de la paz y aguardaron el golpe tranquilamente. Ante Perpetua presentóse un gladiador novicio, que temblaba de inexperiencia o de emoción. El primer golpe, mal dirigido, vino a dar en el hombro. Perpetua no puro contener un grito. Después, cogiendo la mano del verdugo, puso ella misma la punta del cuchillo sobre su garganta.

Las actas que nos cuentan este precioso martirio y que tienen, en parte, todo el encanto de una autobiografía, son uno de los documentos más puros y más hermosos de la antigüedad cristiana.

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