lunes, 25 de marzo de 2013

Anunciación de la Santísima Virgen

Un valle verde, y en medio del valle la pequeña ciudad de la cual se pudo decir en otro tiempo: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Casas grisáceas, calles tortuosas; en torno, acacias y palmeras levantan sus copas rientes; encima, el aire tiene transparencia y pureza maravillosas; a lo lejos serpea la luenga línea de la cordillera, subiendo suavemente.

A esta villa, hoy famosa, en otro tiempo despreciada, vino el ángel portador de la buena nueva; allí vivía una virgen llamada María, en quien nadie hubiera creído encontrar la mujer privilegiada de la cual se había dicho: «He aquí que una virgen concebirá un hijo, y su nombre será llamado Emmanuel.» Descendiente de David, nada conservaba de su antigua grandeza. Vivía pobre, en una casa pobre y al lado de sus padres, que eran pobres también. Un honrado trabajador de la villa, un sencillo carpintero, acababa de pedirla por esposa, y los padres de la doncella habían accedido a su petición. El pretendiente se llamaba José, y, como su prometida, procedía también de Belén, de la familia del gran rey de los hebreos. Los esponsales acababan de celebrarse; de una y otra parte habían prestado el juramento requerido, el novio había pagado los treinta siclos del mohar, o precio de la novia, y legalmente los jóvenes quedaban unidos, aunque, según la costumbre; uno y otro debían permanecer durante algún tiempo en casa de sus padres, comunicándose únicamente por medio del amigo del esposo. María, por su parte, no tenía prisa por que llegase el momento de la unión definitiva. Tal vez había visto con dolorosa sorpresa el paso dado por sus padres, pero su juventud estaba puesta en las manos de Dios, y confiaba que Dios conduciría el curso de su vida. Además, conocía el alma de José: su virtud, su magnanimidad, la profunda nobleza de su carácter. De todas suertes, María estaba resuelta a guardar el voto de virginidad que había hecho en el fondo de su corazón. En un momento en que todas las hijas de Judá sonaban con llevar en sus entrañas al Mesías prometido, al Salvador que se acercaba según los viejos vaticinios, la doncella nazarena parecía renunciar a esa gloria, o en el abismo de su humildad no se atrevía a aspirar a ella. Pero entre todas las criaturas no había otra menos indigna de las miradas del Señor. Dios la había colmado de sus gracias, y una luz divina, que el mundo no podía sospechar, habitaba dentro de ella. En ella, como en purísima y perfumada flor, habíanse abierto la fe viva de los profetas, la esperanza de las viejas generaciones, la piedad dulce y humilde de las santas mujeres de Israel. Ninguna criatura había aparecido en el mundo tan santa, tan bella, tan inmaculada como esta virgen ignorada de Nazaret.

Pues bien poco tiempo después de sus esponsales, antes de abandonar la casa paterna, tuvo María una visita prodigiosa. Tal vez estaba orando en su habitación; tal vez hilaba o tejía. El arte tradicional la ha representado de las dos maneras. Eso importa poco. Para las almas piadosas, el trabajo es una oración, y su vida, a pesar de todas las agitaciones, un perpetuo diálogo con el Cielo. De pronto, sobre el silencio de su soledad caen estas palabras: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo.» Al levantar los ojos, vio un ángel delante de ella, el ángel Gabriel, «hombre de Dios», el que parecía destinado a intervenir siempre que se trataba del Dios hecho hombre, el que había anunciado a Daniel la próxima venida del Santo de los Santos, el que seis meses antes se había aparecido a Zacarías en el templo de Jerusalén.

Nada más sencillo y amable que aquel saludo, pero la candorosa niña, en su modestia y sencillez, se llenó de turbación al oírle. «¿De dónde viene—pensaba—y qué significa esta extraña salutación?» Pero el ángel la tranquiliza diciendo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios.» Los labios del ángel han pronunciado el nombre de la virgen; va serenándose el alma de María, y puede ya escuchar el celeste mensaje: «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, llamaráse Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin.»

María había meditado los profesas, y no podía desconocer el alcance de la angélica embajada. Ese hijo, Rey eterno y salvador de los hombres, el Mesías indudablemente, debía germinar en sus entrañas; esa flor, de la cual había hablado Isaías, debía brotar de su seno; pero ¿y el voto hecho en presencia de Dios? ¿Y la resolución de permanecer virgen toda su vida? La hija de David empieza a turbarse de nuevo, y con una sencillez deliciosa expone sus dudas al celeste mensajero: «¿Cómo se hará esto—pergunta—, si yo no conozco varón?» Gabriel se apresura a tranquilizarla, descubriéndole el casto secreto del misterio: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te dará sombra la virtud del Altísimo. Y por eso, el Santo que nacerá de ti será llamado hijo de Dios. Y he aquí que Isabel, tu prima, ha concebido también un hijo en su vejez; y aunque todos la llamaban estéril, está ya en el sexto mes de su embarazo; porque no hay cosa alguna imposible para Dios.» Era como pedir a María que se abandonase a la omnipotencia divina; María lo comprende, y ya no se pregunta qué es lo que dirá a José, cómo explicará su caso a las gentes, cuál será su suerte delante de los ancianos de Israel; se inclina respetuosamente ante la voluntad divina, y dice: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»

En Nazaret se exhibe todavía la gruta rocosa donde María meditaba y trabajaba a solas con sus castos pensamientos. Tal vez era el fondo del jardín que ella regó con sus manos virginales. Allí es donde se realizó el gran prodigio, la maravilla de las maravillas; allí es donde el Verbo se hizo carne para habitar entre nosotros; allí, donde la virgen hebrea recibió la gozosa nueva, la dolorosa nueva, la gloriosa nueva; allí, donde la Virgen pronunció aquel fiat con que nos dio a nosotros la salud y la vida, con que se entregó ella al más alto gozo, al dolor más profundo, a la gloria más formidable y abrumadora. Ella, carne y sangre de David, carne y sangre de Adán, concebiría en su seno y pariría la Eterna Luz. En su seno germinaría, de su pecho se nutriría, hecho hombre, aquel que es verdadero Dios, Adonaí mismo, convertido en niño recién nacido; y ella lo envolvería en pañales y lo colocaría en un pesebre. ¡Sería Madre de Dios! Madre de Aquel sobre el cual habían dicho los profetas cosas tan terribles: que le odiarían los hombres, que le arrojarían con los malvados, que le blasfemarían y escupirían, y le coronarían de espinas, y le llevarían a la muerte como un cordero, y le clavarían en una cruz. Pero ella no cerró su corazón a aquel que no encontrará lugar donde reclinar su cabeza; abrió la posada de su seno virginal al que no pudo encontrar sitio en la posada de Belén, y pronunció la palabra adorable sin la cual no se hubiera abierto la puerta del paraíso. «Y el Verbo se hizo carne para habitar con nosotros», para levantar su tienda entre nosotros, según el matiz expresivo del texto original. «Y el Verbo se hizo carne—comenta San Ambrosio—para que la carne llegase a ser Dios.»

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