domingo, 31 de marzo de 2013

Homilía


La tv y los medios de comunicación social difunden con frecuencia atentados terroristas y conflictos armados en diversas parte del mundo, que dejan los campos cubiertos de víctimas inocentes.
Por eso debemos proclamar más que nunca el triunfo del Resucitado. Con él resucitaremos todos a una vida nueva si hemos sido seguidores suyos.
Cada día se difunden duras imágenes de las guerras que azotan el mundo. Ahora es Siria quien está en el ojo del huracán, sacudida por un enfrentamiento fratricida, que ha dejado ya más de 80.000 muertos, la mayoría civiles inocentes. ¿Cuándo cesarán las injusticias y los atropellos por parte de locos ambiciosos que buscan su propio beneficio?

Las personas de bien, aunque hayan muerto, siguen vivas en nuestro recuerdo y en el corazón de Dios, Para eso ha muerto Cristo, certificando el triunfo definitivo de la humanidad enaltecida y de la muerte aniquilada!

Cuando alguien muy allegado y querido muere, cada gesto, cada detalle, sus palabras, sus hechos se recuerdan en rápida panorámica para valorarlos, asimilarlos y quedarnos con su presencia. Lo que no supimos hacer a menudo cuando vivía, cuando compartía a nuestro lado y nos servía con entrega generosa, lo hacemos ahora con fervor y reconocimiento. Así ocurrió con Jesús.
Los teólogos insisten cada vez más en que toda la vida de Jesús, sus palabras, sus gestos, son una vida que lleva en sí misma la resurrección, desde el nacimiento hasta la muerte.

La alegre noticia de la mañana de Pascua, la luz que estalla rompiendo la oscuridad de la muerte, se enmarca como colofón con otra luz que, treinta años antes, envolvió en resplandor a los pastores de Belén, preconizando la llegada del Mesías.

El niño Jesús creció, como dice San Lucas “en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres”, haciendo el bien, librando a los oprimidos, curando a los enfermos y anunciando el Reino de Dios. Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo levantó de la muerte, lo resucitó y lo glorificó. Hoy somos testigos en el mundo de su vida y de su Pascua. Seguimos su anuncio y nos configuramos con El para vivir eternamente con El.

San Pablo es explícito en su invitación pascual: “Buscad los bienes de arriba”(Col.3,1).

El mismo, al final de su vida, después del encuentro con el Resucitado, que rompió todos los planes que había establecido, exclamará que todo lo estima como basura con tal de ganar a Cristo. Sabía muy bien de qué hablaba.

Nada puede romper esta esperanza para quien busca a Dios junto al Señor, ni la tribulación ni el dolor ni la muerte, porque el AMOR auténtico permanece para siempre. Ha sido glorificado en Cristo Jesús.

La resurrección de Jesús nos dice, por otro lado, que la fe, lejos de ser un consuelo paralizante, se transforma en compromiso activo con el mensaje y los hechos de quien nos ha precedido para vivir según el plan de Dios, anunciando la Buena Noticia y denunciando a los poderes fácticos opresores, las injusticias y el pecado.
Consecuente con esta fe, el creyente entrega su vida entera al servicio del Reino con apasionamiento e ilusión hacia los pobres, los marginados, los desheredados.
Así lo hace Pedro, que por primera vez da la cara por el Señor y testifica que Jesús vive. Pierde totalmente el miedo, la arrogancia y la soberbia, para dar paso a un hombre humilde y servicial, que entrega su vida por el Maestro, a quien un día traicionó cuando más necesitaba de su ayuda.

Pedro es fruto del milagro de la gracia cuando la persona abre el camino hacia la reconciliación.
La resurrección empieza cuando se inicia el proceso de conversión, y la reconciliación se convierte en una necesidad para sentir más profundamente la presencia de Dios. Resucitamos día a día al dar testimonio de Jesús.
“Dios estaba con El” afirman “los Hechos de los Apóstoles”.
La experiencia de Jesús resucitado se tiene o no se tiene, y no se puede delegar en otro, para que la tenga por ti o por mí. El cristianismo es una fe, penetrada por una experiencia vital, que nos permite gustar a Dios y activar nuestra capacidad de escucha y docilidad al Espíritu.

Todos estamos llamados a vivir esta experiencia. Si lo hacemos, seguramente viviremos de distinta manera, al igual que los Apóstoles, porque no es lo mismo dominar por conocimiento las Sagradas Escritura que vivir la realidad de un encuentro, que siempre deja huella.

Y las experiencias profundas no se pueden callar; hay que proclamarlas, porque algo interior nos interpela a ello, aún a sabiendas de que nuestros interlocutores no nos hagan caso o nos tachen de locos o borrachos.
Lo mismo ocurre con el amor auténtico. Quien mejor habla de este amor es quien lo haya experimentado.

Pidamos al Señor esta experiencia en este día grande de la Resurrección como el mejor regalo de la Pascua.

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