domingo, 10 de marzo de 2013

Homilía


El hijo pródigo es la parábola por excelencia de la misericordia y del perdón, que define las entrañas bondadosas de Dios y su capacidad inmensa de amor.

Los personajes están perfectamente perfilados y podemos ir reflejándonos en sus actitudes.

A medida que vamos descubriendo, a través de la experiencia, nuestras limitaciones, palpables errores, aspiraciones truncadas, olvido y desprecio de valores que nos han permitido crecer y madurar y, sobre todo, de nuestra miseria e incapacidad ante la infinita misericordia de Dios, que nos readmite de nuevo como hijos queridos.
Jesús quiso reflejar en esta parábola el sentido de la misión que el Padre le había confiado: fotografiar, por dentro y por fuera, el auténtico rostro de Dios, desfigurado por falsas interpretaciones que sembraban miedo y temor en la relación del hombre con la divinidad, en lugar de confianza.
También nosotros hemos participado a menudo de una teología, tan centrada en la “justicia divina”y en el castigo, que la dimensión misericordiosa quedaba en un segundo término.

¿Quién, de entre los más mayores, no recuerda los grabados de devocionarios evocando las condenas infinitas de las almas pecadoras, carcomidas por el fuego y las alimañas más dañinas y el espanto que suponía la representación de Dios, con figura airada y terrible?

¿Quién de entre nosotros no ha crecido con miedo constante al castigo y a sufrir un infierno eterno de llamas y dolor?

Muchos predicadores se recreaban descubriendo estos supuestos horrores y hacían de jueces y parte de la justicia divina sobre quienes venían a confesarse.
Nadie duda de su celo y buena voluntad. Pero esta sicología del miedo: ¿responde de verdad al Dios de nuestro Señor Jesucristo?

Hagamos un examen de conciencia a la luz de la Buena Nueva y de la parábola del Hijo Pródigo, que hoy nos presenta la liturgia.

El dueño de la hacienda y el árbitro del progreso de su hogar, es presentado por Jesús con un semblante bondadoso, respetuoso con las ideas y las aspiraciones de sus hijos, con experiencia profunda de la vida. No se quiere imponer, sino acompañar; no enseña con la autoridad que le da su poder, sino con el ejemplo de su vida. Es un hombre tolerante y cercano, incluso ante sus servidores, a quienes trata con inmenso cariño y reconocimiento. Pero es sobre todo sensible a las necesidades de sus hijos, sufre la angustia de la espera cuando el hijo se va de casa, porque éste desea vivir nuevas experiencias lejos de los suyos, animado por la fuerza de su autonomía y la transigencias del padre, que no quiere coartar su libertad ni trata de comprar el afecto de su hijo descarriado. Cada día otea el horizonte; lee, en la lejanía con su mirada los contratiempos que le sobrevendrán por parte de personas desaprensivas y sin escrúpulos, que irán despojando a su retoño de la dignidad que él pacientemente había ido madurando. Sabe que regresará. Está convencido que regresará, porque los valores que ha sembrado en su alma no pueden morir. Por eso adivina en cada recodo del camino o entre las nubes de polvo la vuelta del hijo querido.

Así son las entrañas de Dios, dibujadas con emoción por Jesús... ¡Cuántas veces tendremos que dejarnos arrastrar por esta compasión infinita que tan extraordinariamente supo captar Rembrant en su famoso óleo, a través del cual quiso testimoniar los azares de su tortuosa vida, finalmente postrada a los pies de Dios, de sus inmensas manos y de su rostro, donde se adivinan las tonalidades de la ternura!

El pródigo, retrata la rebeldía, la arrogancia, la autoafirmación, la aventura descontrolada, la búsqueda de placeres, la obtención de la felicidad por la vía fácil, la altanería y el desagradecimiento a los valores recibidos, el juicio crítico y despiadado hacia su “carca” progenitor, que no sabe nada de la vida y le amarra con trabajos que le impiden disfrutar del vigor de su juventud. Quiere más aire, quiere libertad, quiere”comerse el mundo” con la seguridad que le da su dinero- que no es siquiera suyo. La amargura de la machacona realidad lo coloca en su sitio. Los bienes, a los que había confiado su felicidad, se le evaporan rápidamente. Los amigos, en quienes pretendía apoyarse lo abandonan cuando pierde su dinero. Hasta el trabajo que había despreciado se le niega en su desgracia. La vida sin su padre se le hace imposible. Es consciente por una vez de su limitación y su pobreza. Se halla sólo y sin amigos, sin familia y sin hogar, sin presente y sin futuro. Todo es tinieblas a su alrededor. Al tocar fondo en su vertiginosa caída empieza a ser consciente de lo que ha perdido y vuelve. Vuelve derrotado y humillado para ser pisoteado y despreciado.

El encuentro definitivo del padre y el hijo es la imagen más brillante del NT. Abrazos, alegría y fiesta. Ha vuelto el hijo querido, envuelto en andrajos y con salud, a pesar de todo, para recuperar la dignidad perdida y sentir de nuevo el calor afectivo de su padre.

Es el reflejo de la intolerancia, la intransigencia, el recelo y el rencor. Los años al lado de su padre y la cercanía de todos los suyos no le han ayudado a madurar.
Lo tiene todo y no tiene nada, porque se consume por la envidia. Ha ido creando en torno suyo un caparazón infranqueable, ajeno a la sensibilidad. Se hace esclavo del deber, pero no ama. Juzga a todos y no se juzga a sí mismo. El es perfecto.

De la misma forma que no ama, tampoco sufre y deja transcurrir la vida indolentemente sin celebrar los acontecimientos, ni vivir la amistad con banquetes fraternos. Obedece a su padre, porque es incapaz de rebelarse y de abrirse caminos. Tampoco perdona, porque ha cauterizado su sensibilidad afectiva y no entiende de sufrimientos y penalidades. De ahí su extrañeza ante lo que se está viviendo en su casa a la llegada del hijo menor, al que se niega a llamar hermano.

En cada personaje, porque ninguno de los tres son ajenos a nuestra experiencia personal.
Hay fases en nuestra vida en las que nos sentimos alejados de Dios, rebeldes e insensatos. Épocas de seducción y de abundancia donde todo nos viene dado favorablemente y nos sonríe la suerte. Pero la dicha no siempre es duradera.

Hay experiencias que marcan; que ablandan u oscurecen el corazón. Dios, sin embargo, permanece y es la última esperanza ante los estragos de nuestros desapegos y equivocaciones. Si grande es el pecado, mayor es la misericordia de Dios.
Otras veces caminamos como el hijo mayor, envueltos en nuestras falsas seguridades, y dejamos que el amor pase de puntillas por nuestra puerta. Ya tenemos nuestras devociones, nuestro compartimiento-estufa y la garantía de un cielo ganado por nuestro buen hacer más que por la benevolencia y gratuidad de Dios.
Permanecer en la actitud del hijo mayor es un arma arrojadiza en el escaparate de nuestras relaciones humanas. Dios nos quiere como somos, con nuestras cualidades y defectos, pero debemos dejarnos amar por El.

Encuentra seguramente más satisfacción en que nos abandonemos en sus manos, a que le declaremos con los labios nuestro amor.
La iniciativa emana más de El que de nosotros.
Y hay finalmente grandes épocas en la edad adulta, donde prevalece la figura del padre bondadoso, cansados de sufrir y esperar, pero pacientes. Sabemos que la vida de nuestros seres queridos ya no está en nuestras manos y, por tanto, de poco sirve el rigor y la intolerancia. Importa más el perdón y la celebración al lado de las personas que se quiere que el triunfo de nuestra autoridad. De esta manera se acepta de buen grado con los nietos”caprichos” que antes rechazábamos, con tal de ver la felicidad a nuestro alrededor. El castigo y la severidad corresponden ya a otros.
“Las moscas se atrapan mejor con miel que con hiel”. Este es el sabio axioma de la experiencia vivida y madurada al abrigo de la reconciliación y el perdón.

El gran protagonista de la parábola es DIOS, el Padre que perdona, que busca, que espera, que ama siempre y en todo momento, a pesar de nuestras traiciones.

¡No olvidemos nunca esta lección de Jesús sobre la cercanía de Dios!

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