sábado, 29 de septiembre de 2012

SANTOS ARCÁNGELES MIGUEL, GABRIEL Y RAFAEL

Lucifer era hermoso; resplandecía entre los ángeles como el lucero de la mañana entre las estrellas; contemplábase y sonreía, y en los palacios del Cielo no le parecía que hubiese belleza semejante a la suya. Y en el vértigo de su endiosamiento levantó el estandarte de la rebelión contra el Rey universal, creador de todas las cosas. El Cielo se estremece con la primera lucha que ha habido en el mundo; escuadrones de ángeles se agrupan en torno del rebelde, deslumbrados por su hermosura maravillosa; parecía como si el Cielo fuese a quedar desierto, cuando bajo las bóvedas inmortales resonó una voz potente que decía: «Mi-ka-El.» Y a este grito: «¿Quién como Dios?», Satán y sus cohortes fueron arrojados al abismo y sumidos para siempre en las tinieblas infernales. De ángeles se convirtieron en demonios, de espíritus puros, brillantes, luminosos, en genios maléficos horribles, esclavos de la ira y de la iniquidad. La lucha prosigue en la tierra a través de los siglos. Vencido en el Cielo, Luzbel aspira a vengar su derrota en la tierra, oscureciendo la inteligencia de los hombres, poniendo estorbos en sus caminos y esforzándose por llevarles a participar de sus eternas desgracias. Pero el grito victorioso resuena siempre junto a él, y Miguel aparece blandiendo su espada flamígera, lanzando al combate las milicias angélicas e infundiendo la confianza en el pueblo de los servidores de Dios.

Así nos habla la tradición, así nos lo enseña la Iglesia, así lo creen piadosamente los cristianos. Sin embargo, el nombre del arcángel guerrero aparece tarde en las Sagradas Escrituras. El primero que nos le revela es el profeta Daniel, contándonos una lucha amistosa y misteriosa que se desarrolla entre algunos de los espíritus celestes. El profeta se encuentra delante de un personaje que le anuncia el fin del cautiverio de Israel, y añade: «El jefe del reino de los persas me ha resistido durante veintiún días, y Miguel, uno de los príncipes más altos, ha venido en mi ayuda.» Unas líneas más abajo dice el mismo personaje: «Vuelvo ahora a combatir al jefe del reino de los persas, y he aquí que, en cuanto yo me aleje, se presentará el príncipe de Javán; y entre todos los príncipes, no hay más que uno de mi parte: es Miguel, vuestro jefe.» Esta visión nos muestra a los ángeles cumpliendo su misión de protectores de las naciones. No conociendo la voluntad de Dios, cada uno defiende los intereses de su pueblo. Se trata de la vuelta de los israelitas a su tierra. El ángel de Persia se opone. Es un combate de ideas. Tal vez los israelitas no han terminado de purgar sus pecados; tal vez su permanencia entre los vencedores pueda ser ventajosa para unos y para otros; tal vez la gente de Javán, es decir, los artistas, los filósofos y los pensadores griegos, estén interesados en relacionarse con los judíos de la cautividad. Miguel, jefe de los israelitas, «vuestro jefe», deshace todos los argumentos de sus adversarios y defiende la tesis de la liberación. La lucha continúa por espacio de veintiún días, hasta que, al conocer la voluntad de Dios, todos se inclinan ante ella.

Esto, en el Antiguo Testamento. En el Nuevo, Miguel se constituye en defensor de otro pueblo escogido, del pueblo de los cristianos, que ha heredado todos los privilegios de la sinagoga. Es el ángel custodio de la Iglesia. San Juan nos describe una lucha formidable, distinta de aquella otra lucha que forma la primera gesta del arcángel, allá en la aurora de los mundos: «Hubo un combate en el Cielo; Miguel y sus ángeles combatían contra el dragón, y el dragón combatía al frente de los suyos, pero no pudieron vencer, ni hubo para ellos lugar en el Cielo.» No es aquel primer combate que precede a la aparición de los soles; Lucifer es ya Satán, es el dragón que sube del abismo; está lejos aquel día en que con su cola arrastró la tercera parte de las estrellas. Además, sobre los combatientes flota la figura de una mujer que da a luz y que es el símbolo de la Iglesia. Miguel es el defensor de los hijos de Dios contra las emboscadas del infierno, el que, siglo tras siglo, destruye las conjuraciones satánicas que amenazan la existencia de la Esposa de Jesucristo, el que distribuye los celestes mensajeros por el mundo y los hace llegar dondequiera que se libra un combate, o se necesita un esfuerzo, o peligra una idea, o está interesada la salud de un alma. Es el ángel de la Iglesia, como antes lo fue de la sinagoga.

La Iglesia le ha reconocido oficialmente este título, llamándole «príncipe gloriosísimo, jefe de las milicias angélicas, prepósito del paraíso y arcángel poderoso, que se lanza al socorro del pueblo de Dios y le defiende en la lucha para que no perezca en el día del juicio». Entre los hebreos y entre los cristianos es el ángel de la lucha y la victoria, el guerrero magnífico que viste la cota deslumbrante y cubre con el casco su cabeza y empuña la espada con gesto de vencedor. El mundo cristiano ha visto siempre con simpatía esa bella figura del alado mancebo que hunde la lanza en las fauces del dragón infernal. Ella es como el recuerdo de su seguridad y el símbolo de la victoria del alma sobre el instinto; ella fue en otros días espléndida personificación de los ideales belicosos y caballerescos de la Edad Media, que fue la que creó este motivo artístico, nacido, como el culto de San Miguel, entre las rocas impresionantes de un monte italiano, el Gárgano, donde las gentes del siglo VI vieron al arcángel con la armadura de un general bizantino, y transmitido desde allí por las peregrinaciones a todos los talleres de miniaturistas, por los miniaturistas a los escultores de las catedrales, y por los escultores de las catedrales a los entalladores de los retablos renacentistas.

Tal es la representación clásica de San Miguel, príncipe de los batallones celestes; pero hoy vamos dejando casi olvidado otro aspecto, que tiene en el arte un abolengo más lejano y en la piedad un sentido más profundo. San Miguel no es sólo en la tradición cristiana el debelador invencible de los poderes del mal, sino también el defensor compasivo y caballeresco de las almas. La epístola de San Judas nos le presenta disputando al ángel malo el cuerpo de Moisés en el monte Nebó, y en la vieja leyenda de la Asunción de María le vemos recogiendo el alma virginal de la Madre de Dios en el momento en que abandona este mundo: «¡Oh arcángel Miguel!—canta la Iglesia en una antífona—, a ti te ha dado Dios el principado de aquellos que tienen la misión de recoger las almas de los fieles.» Y en el Ofertorio de la misa de difuntos, que nos refleja el sentir de los primeros cristianos, leemos estas hermosas palabras: «Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que el tártaro no las devore, sino que el portaestandarte del Cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz.» Fórmulas semejantes se encuentran en la liturgia antigua de España, expresión de las creencias de nuestros padres en la época visigótica. San Miguel «es el abogado que defiende las almas de los pueblos», el brillante portador de las oraciones, el fuerte que guarda nuestra entrada y nuestra salida, el que juzga a los ángeles malos y deshace sus planes perversos.» «Envíanos, Dios clemente—reza la antigua Iglesia española—a Miguel, príncipe de tus huestes, para que nos saque de la mano de nuestros enemigos y nos presente ilesos a Ti, nuestro Dios y Señor.»

Pero la piedad de los españoles del siglo VII tenía una expresión con que resumía todas las facetas de este amable ministerio de San Miguel. Era el summus nuntius, el heraldo supremo, el embajador del paraíso. Su puesto en la teología cristiana recordaba al de Hermes en la mitología pagana. El mensajero de Yahvé suplantó al mensajero de Júpiter, recogiendo sus atribuciones, heredando su culto y arrojándole de sus santuarios. Muchas veces, sobre las ruinas de los templos de Mercurio, dios alado, surgieron las basílicas del alado vencedor de Luzbel. Y como los altares de Mercurio, los de San Miguel se levantaron en los montes. De esta manera, considerado ya como el celestial mensajero, San Miguel se convirtió en el psicagogo del cristianismo, en el conductor de los muertos, en el introductor de las almas a la presencia de Dios. Se le consagraban las capillas de los cementerios, se grababa su imagen en los sepulcros, y las cofradías de enterradores se ponían bajo su poderoso patrocinio. Este nuevo título daba al arcángel el derecho de intervenir en el juicio de los muertos, y el espíritu cristiano no tardó en expresar esta bella idea teológica con un tema artístico lleno de gracia e ingenuidad, que parecía una reviviscencia de viejas leyendas egipcias. Los artistas faraónicos habían representado sobre los muros de las necrópolis el momento de emoción en que, al pisar los umbrales de la eternidad, las almas eran pesadas ante un tribunal de los dioses. Esta imagen impresionante tiene un eco bíblico en aquella palabra que una mano desconocida escribió en la pared del palacio de Baltasar: Tecel. Has sido pesado, y vióse que no tenías el peso suficiente. Y, siguiendo la metáfora, decía San Juan Crisóstomo: «En aquel día nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones serán suspendidas de dos platillos, y, al inclinarse de un lado la balanza, determinará la sentencia irrevocable.» La idea quedó realizada en el arte desde el siglo VIII. Los Beatos españoles nos la representan con su característico realismo. Un ángel sostiene la balanza; es San Miguel; nos lo dice el letrero. Luzbel asiste a la escena, cumpliendo su oficio de acusador. Como sus alegatos resultan inútiles, intenta mover disimuladamente los platillos, pero el ángel le detiene con su lanza; y en pie, recogiendo elegantemente su manto, prosigue su delicada tarea. De esta suerte, con el tipo del guerrero se junta el ideal de la justicia, y San Miguel queda convertido en espejo del caballero andante, que si ha de ser galán, valiente, generoso e invencible en el combate, debe apreciar más aún su título de emperador de los débiles, desfacedor de entuertos, defensor de la justicia y escudo de la inocencia.

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