domingo, 23 de septiembre de 2012

Homilía



La idea central de este domingo es el servicio, que es como la tarjeta de identidad que Jesús quiere para cada uno de sus seguidores, empezando por sus propios Apóstoles que, en reiteradas ocasiones, habían confesado su ambición de poder y de gloria:”Quien quiera ser el primero, que se ponga el último de todos y como servidor de todos” (Marcos 9, 35). Predicó su mensaje con el ejemplo, desde el principio hasta su ratificación final durante la Ultima Cena y el Calvario, lavándoles los pies y abriendo sus brazos en la cruz. La humildad adentra lleva hombre a respetar y valorar más al prójimo. El hombre humilde madura así y se hace merecedor del reconocimiento y el aprecio, porque “el que se ensalza, será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 14, 11). ¡Qué lejos está todo esto del juego de intereses que preside la sociedad de hoy!

En la sociedad del materialismo y la explotación prevalecen los intereses del mercado y la producción por encima del trabajador. No es el hombre por sí mismo quien es buscado, sino la eficacia de su trabajo. No es el compartir, sino el tener. No es la entrega generosa, sino el interés, camuflado bajo capas de atenciones. La competencia introduce al hombre en las sociedades liberales, con pluralidad de estilos de vida, de valores, de religiones. Esta competencia lleva, a menudo, a la pérdida de comprensión y tolerancia y a ganar, por desgracia, en radicalismo, fragmentación y desarticulación de la persona, abocada así a quedar sin “raíces” y sin “hogar”. Nunca, como ahora, han proliferado tanto las escuelas de autoestima y reafirmación de la personalidad, que surgen para defenderse de la agresión consumista y descorazonada.

La discusión entre los Apóstoles sobre cuál de ellos debe ser el más importante, muestra los entresijos de una realidad harto frecuente entre nosotros: creer que cada uno tiene la llave del futuro, el éxito y la capacitación para pilotar, en este caso, el proyecto de Jesús. Los individualismos, marcados por la ambición por el poder, matan el proyecto común. Para llevar éste adelante es necesario tener una fuerte dosis de humildad y de generosidad, aportando lo positivo de cada persona para la buena marcha de los objetivos trazados en el proyecto, lo cual implica renuncia, sacrificio y entrega hasta de la propia vida. Por eso, para Jesús, los que buscan el servicio útil hacia los demás son más importantes que quienes a toda costa pretenden el poder para dominar.

La carta del Apóstol Santiago nos alerta con estas palabras: “ ¿De dónde vienen las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros?”

Orientar la misma existencia es, para cada uno de nosotros, una tarea vital e imprescindible. Y sirven de estímulo propuestas válidas de soluciones y ejemplos edificantes, que desembocan en positivas actitudes ante la vida.

Jesús nos ofrece el ejemplo de los niños para entrar en el Reino de los Cielos. El niño era en Israel, como en la mayor parte del mundo antiguo, muy poquita cosa hasta que cumplía los trece años y se incorporaba a la sociedad adulta. Crecían en indefensión y eran, junto con las mujeres, los más ínfimos ciudadanos del discriminado ambiente semita. El gesto de Jesús de acoger a los niños, abrazarlos, mimarlos y ponerlos como modelo, supone una valentía testimonial de primer orden que clarifica los objetivos para llegar a ese Reino de Dios. Los primeros en el ranking del Reino no serán los ganadores de los premios nobeles, los cerebros brillantes- coleccionistas de masters- ni los poderosos y acaparadores de fortuna, sino los auténticos servidores de los demás, aunque carezcan de títulos nobiliarios, académicos, religiosos o de cualquier índole.

Ahora bien: para un cristiano, el servicio al pueblo pasa siempre por la atención especial a los seres más indefensos de la sociedad, primeras víctimas del deterioro de la convivencia y de los errores de quienes ostentan la autoridad. Un pueblo solamente progresa cuando sabe acoger y educar en integridad y buenas costumbres a las futuras generaciones. Esto ha sido una constante en la primitiva tradición cristiana, y defender la vida un deber sagrado, que ya recoge la Didajé, el primer libro cristiano que se conoce, cuando se opone frontalmente al aborto.

A Carlos Marx, fundador del marxismo, se le atribuye la siguiente frase: “Al cristianismo le podemos perdonar muchas cosas, porque nos ha enseñado a amar a los niños”.

Que tomen buena nota los paladines de la seudo-progresía. Matar a los niños que estorbaban o nacían con alguna tara física, ya lo hacían los espartanos tres siglos antes de Cristo. Hoy se trata, dentro de estos colectivos “progresistas”, de defender la libertad de la madre y la dignidad de la mujer por encima del nasciturus, un ser indefenso al que se niega cualquier derecho a seguir viviendo. No cabe mayor aberración moral. Las mujeres que abortan: ¿desean realmente abortar? ¿Qué es lo que las lleva a tomar esta determinación? ¿No son quizás las presiones familiares, económicas y del entorno? Si es así: ¿por qué no se toman primero medidas para atajar el problema?

Subyace aún en algunos gobernantes un poso latente de las ideologías destructivas que dominaron Europa a lo largo del s.XX: comunismo, nazismo, fascismo; y también la tentación de culpar a la Iglesia, por conservadora, de ser enemiga del desarrollo. Una nación que busca imponer leyes para matar, en lugar de defender la vida, no puede ser llamada defensora del progreso.

Tenemos el deber de impedir, por los medios pacíficos a nuestro alcance y los derechos que nos da la democracia, las normas injustas, que atentan contra nuestra fe y nuestra moral. La vida es un regalo y un don de Dios. Respetarla forma parte de nuestro quehacer cotidiano y del amor al Creador.

“El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

¡Señor, que aprendamos a ser humildes y a valorar tu presencia entre los hombres, nuestros hermanos!

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