viernes, 21 de septiembre de 2012

SAN MATEO, APÓSTOL Y EVANGELISTA

Jesús empezaba a rodearse de discípulos, que le acompañaban en sus correrías por los pueblos de Galilea y recogían sus más íntimos secretos. Ya tenía seis: los dos hijos de Jonás, los dos hijos del Zebedeo, Felipe y Bartolomé; todos pobres, sencillos, rudos e ignorantes. Aquellos a quienes millones de almas envidiarían a través de los siglos la gloria de vivir junto al Verbo de vida, de escuchar sus palabras, de recoger sus latidos, pertenecían a la esfera más humilde de la sociedad hebrea; eran simples pescadores galileos. No hubo entre ellos ningún sacerdote, ningún escriba, ningún fariseo, ningún rabino. Hubo, en cambio, un publicano, un hombre que pertenecía a aquel gremio de los alcabaleros, no solamente despreciable, sino también odioso. Los publicanos, en Roma, eran ricos propietarios que compraban a la república los impuestos de las provincias; pero los publícanos del Evangelio no tenían esta alta categoría. Simples subalternos, cobraban, vigilaban y exigían en nombre de las grandes compañías, que por medio de estos empleados extendían sus redes sutiles a través de todo el Imperio. Grandes y chicos, directores y oficiales, todos eran mirados con desprecio y ojeriza. Nadie que se respetaba escogía ese oficio, o muy mal tenía que estar para ganarse de ese modo la vida. En consecuencia, los grandes colectores tenían que buscar su gente entre la hez del pueblo, entre aquellos que no tenían prestigio que perder, ni escrúpulos que escuchar. Además, necesitaban tener entrañas duras, que no se apiadasen de las lágrimas ni retrocediesen ante la miseria. Debían ser, como dice un escritor de aquellos días, lobos y osos de la sociedad; y eran, según la expresión de Marco Tulio, los más viles de los hombres. En Judea, el alcabalero tenía un estigma más infame todavía. El pago del tributo al extranjero era un acto ilícito, una cosa prohibida por la Ley, un verdadero sacrilegio; y, por tanto, el que colaboraba en ese sacrilegio, hacía traición a su patria, se asociaba a los impíos, se vendía a los gentiles y era más execrable que ellos. Su condición sólo podía compararse con la de los criminales y las prostitutas.

Pues bien: una de las acusaciones que lanzaron sus enemigos contra Jesús es que andaba con los publícanos y comía con ellos. Y no solamente comía con ellos, sino que saco de entre ellos a uno de sus apóstoles. Fue en Cafarnaún, después de sus primeras excursiones a través de Galilea, después de su encuentro inolvidable con la Samaritana. Situado en un cruce de caminos, centro de las contrataciones que se hacían entre Tiro y Damasco, entre Sóforis y Jerusalén. Cafarnaún era un emporio mercantil, residencia de mercaderes y traficantes, de tenderos y comisionistas, y, como es natural, punto estratégico para los cambistas y los recaudadores, oficina importante de los publícanos de Galilea. Pues bien: bajando Jesús un día en dirección al puerto; vio a uno de ellos, llamado Leví, sentado en el banco de la recaudación de contribuciones, y le dijo: «Sigúeme.» Y él, dejándolo todo, levantóse y echó a andar en pos del Señor. Fue una adhesión tan espontánea como la de San Pedro, una adhesión súbita, completa, definitiva. Leví no dejaba solamente un montón de redes rotas, sino un empleo lucrativo, una ganancia segura y creciente. El negocio le había hecho rico, tan rico, que pudo ofrecer un banquete de despedida a todos sus antiguos compañeros y a sus compañeros nuevos; un banquete que fue presidido por el Señor. No obstante, la música de la plata había terminado para él, y los rimeros de siclos y de dracmas y el mostrador en que se le inclinaban tímidos los paisanos de Galilea. El Maestro divino había subyugado su corazón, y en adelante todo su afán será recoger palabras de vida y amontonar tesoros de verdad. No será él quien lleve la bolsa del colegio apostólico. Odiaba su pasado como pudiera odiarle el más puritano de los fariseos. Odia hasta su nombre de pecador; ya no se llamará Leví, sino Mateo, don de Dios. En actitud humilde sigue a Jesús por los caminos, admirando a Pedro, que nunca fue más que un pescador honrado, mirando a Juan con santa envidia porque halló al Nazareno antes de saber de las malicias de los hombres. Camina en silencio, avergonzado casi de sí mismo; no habla, ni se exhibe, ni promete. Tal vez ni siquiera sonríe. Escucha atento las parábolas del Salvador, y las rumia y las pesa con el cuidado que antes ponía en pesar los dineros. Más tarde las recogerá en un libro; escribirá la historia de aquellos dos años de su vida misionera; una historia en que él se oculta, como antes se ocultaba entre el grupo de los doce. Sólo una vez hablará de sí mismo, y precisamente para decir que fue un publicano, para recordar la dignación infinita de Jesús al llevarle desde el abismo de la miseria hasta las cimas de la gloria.

Además de apóstol, Mateo fue evangelista. A él le debemos, según el testimonio antiquísimo de Papías, discípulo de los discípulos de Jesús, la más antigua recopilación de dichos y hechos memorables del Señor, es decir, el primer Evangelio. Antes de separarse de sus compañeros para derramar en tierras lejanas la doctrina que había escuchado con tanta avidez, quiso dejarnos un tesoro mucho mayor que todos los metales preciosos arrancados por el hombre a la tierra desde el principio del mundo. Debemos estar agradecidos a este recaudador amable, que da más de lo que recibe. Acostumbrado a los números, hecho a extender letras y recibos, era casi un letrado al lado de Pedro, y tal vez se distinguía también entre los demás por sus relatos acerca de la vida de Jesús, por la facilidad de la palabra y por el arte de llevar la buena nueva a las inteligencias y a los corazones de los hijos de Israel. Pero un día tuvo que alejarse, como los demás, y entonces fue cuando los primeros cristianos de la Ciudad Santa consiguieron de él que les dejase por escrito aquello que con tanto gusto le habían oído exponer de viva voz. Así explica Eusebio el origen de la primera historia de la vida de Cristo. Mateo la escribió en la lengua de sus compatriotas, en arameo, la lengua en que Cristo había pronunciado sus discursos y sus parábolas. Hoy sólo tenemos la traducción griega, un griego correcto y casi clásico; pero por muy elegantemente que lleve la túnica de Atenas, este primer Evangelio nos delata desde las primeras palabras, desde las genealogías del primer capítulo, su origen semita. Entre los ritmos de los oradores del ágora saltan aquí y allá las palabras rudas de los pescadores del lago de Genesareth—raca, córbona, gábbata—; y cuando nos parece oír a un discípulo del Museo alejandrino, nos encontramos sumergidos en aquella Judea orgullosa de sus tradiciones mosaicas y de su ciudad sagrada, en aquella Jerusalén orgullosa de su templo y de sus sacerdotes, en aquel templo donde se paga la menta y el comino, donde los descendientes de Aarón se pasean arrogantes, ostentando sus filacterias de pergamino ante la multitud devota que les rodea y les aclama: «Rabbí, rabbí.» Es la Jerusalén de Agripa y de Gamaliel, la que vivía ya entre los primeros presagios de la tormenta, pero aún no presentía el castigo del deicidio. La memoria de Cristo estaba fresca todavía; quince años apenas habían pasado desde que expiró en la cruz, cuando el antiguo publicano recogía en un libro sus hechos y sus discursos.

El único objeto que le guiaba era fijar la predicación oral, que, al derramarse por el mundo los Apóstoles, podría perder aquella uniformidad y aquella autoridad que había tenido hasta entonces. Lucas y Marcos no se propondrán una finalidad diferente. Los tres escribirán la vida de Jesús, reproduciendo la enseñanza apostólica y recogiendo las expresiones consagradas en tres lustros de misiones. Esto explica sus concordancias y sus divergencias. El Cristo de San Mateo se nos figura menos familiar que el de San Marcos, tan indulgente siempre frente a la rudeza de sus discípulos; aparece menos que en San Lucas como el Salvador de los hombres y no se presenta expresamente como el Verbo de Dios, que San Juan nos dará a conocer más tarde. Es el revelador de una doctrina esencialmente interior, y el fundador de la institución cristiana, que en este Evangelio aparece ya con el nombre de Iglesia.

Dulce y humilde de corazón, no extingue la mecha humeante, pero resiste a los hipócritas y los desenmascara. Es el Mesías, un legislador más alto que Moisés, puesto que habla en su propio nombre y con autoridad divina: es el Hijo único de Dios, a quien Israel ha desconocido, perdiendo así sus privilegios para transmitírselos a la Iglesia. Esta tesis hace al primer Evangelio el más didáctico entre los sinópticos. Se trata de demostrar el gran hecho histórico de que el profeta condenado unos años antes por los judíos, como blasfemo y usurpador del nombre de Hijo de Dios, era realmente el Mesías, de quien estaban llenos todos los libros del Antiguo Testamento. Como consecuencia, los soberbios habían sido rechazados y los humildes escogidos para continuar la obra del Crucificado y extenderla por todas las naciones. La preocupación apologética se manifiesta en el afán de señalar la realización de los oráculos proféticos en la vida de Jesús. Pero lo que San Mateo se propone, ante todo, es enseñar, recogiendo fielmente los discursos de su Maestro. No tiene el realismo expresivo que Marcos sabe dar a su narración, ni la gracia conmovedora de San Lucas ni la mirada penetrante de San Juan, pero es más abundante; nos ha conservado más palabras de Jesús, palabras sencillas y directas, y tan vivas, que nos parece oírlas con el acento, con la entonación que tenían al salir de los labios del Hombre-Dios. Sin el sentido cronológico de San Lucas, San Mateo tiene en la composición una lucidez que no tiene San Marcos; menos vida, pero más orden, más lógica, más claridad. Antes de que Cristo le llamase a ocupar uno de los primeros puestos en el reino de los Cielos, según su expresión favorita, debió de ser apreciado de sus jefes por el cuidado, por la regularidad con que llevaba sus cuentas y sus papeles.

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