domingo, 29 de julio de 2012

Santa Marta

La tradición nos pinta la barca miserable luchando con las furias del mar, sin remos y sin velas. Desde las costas de Palestina hasta la desembocadura del Ródano. Un grupo de los que siguieron las huellas del divino sembrador de parábolas, de los que oyeron su voz junto al lago de Tiberíades, aguarda en ella la muerte; las mujeres llorando a ríos, los hombres levantando los ojos al Cielo. Marcial, el joven que sirvió el vino y el pez en la última cena, y Saturnino, hijo de príncipes, rezan en la proa postrados de hinojos; el anciano Trófimo contempla el mar adustamente, envuelto en su capa, y a sus pies se sienta el obispo Maximino. Enhiesto en el puente. Lázaro, que parece conservar todavía la palidez mortal de la mortaja, desafía los rugidos del abismo. Cerca de él, la Magdalena, echada por el suelo en un ángulo, continúa su llanto doloroso, y Marta, la otra hermana, se mueve como siempre, llevando de un lado para otro el optimismo y la confianza. El Espíritu de Dios va con ellos, y la frágil navecilla llega a una playa sin peñascos. Libertados de los terrores de la tempestad, aquellos extraños navegantes se arrodillan sobre la arena húmeda; levantan las manos al Cielo, rezan, cantan y hacen resonar por vez primera el nombre de Cristo en las tierras provenzales. Después se dan un postrer abrazo, y se derraman, embriagados de amor, para esparcir en su nueva patria algunos rayos de las eternas claridades que el Hijo de Dios dejó en sus almas. Marcial llega a Limoges para ser su primer obispo; Tolosa será la esposa de Saturnino; el nombre de Trófimo irá siempre unido al de la ciudad de Arlés, y el hombre que había visto a la muerte abrirá los ojos de los marselleses a las maravillas de la luz divina.

Y tú, pregunta el poeta, ¿adonde vas, oh dulce virgen? Con una cruz y con un hisopo, Marta, radiante de serenidad, se encamina intrépida al encuentro de la tarasca; los infieles, no pudiendo creer en su libertad, se suben a los pinos para ver aquel combate insigne. ¡Hubieseis visto saltar al monstruo sobresaltado en su modorra, hostigado en su cubil! Pero en vano se retuerce, rociado con el agua santa; en vano gruñe, silba y bufa; Marta le encadena con una leve atadura de mimbres tiernos y le arrastra, a pesar de sus resoplidos. El pueblo entero corrió a adorarla. «¿Quién eres tú?—decían—. ¿Eres la cazadora Diana? ¿Eres Minerva, la casta y la fuerte?» «No, no—respondía la doncella—, soy la esclava de mi Dios.» Y los tarasconenses creyeron y doblaron la rodilla ante el Dios a quien Marta había hospedado en su casa. Con su palabra de virgen hirió la roca de Aviñón, y la fe empezó a brotar con una abundancia caudalosa.

Entre tanto, allá lejos, junto al mar, entre los acantilados que protegen las murallas de Marsella, una mujer, los blancos brazos apretados contra el seno, ora en el fondo de una gruta. Sus rodillas se lastiman en la aspereza de la roca, no tiene más vestido que su cabellera de color de miel, y la luna la vela con su antorcha pálida. El bosque se inclina y calla para contemplarla; los ángeles, reteniendo el latido de su corazón, la admiran por una grieta, y cuando sobre la piedra cae, como una perla, una gota de su llanto, apresúranse a recogerla y a ponerla en un cáliz de oro. El viento llega, trayendo el perdón del Señor y murmurando la divina promesa: «Tu fe te ha salvado.» Pero las lágrimas siguen cayendo en la copa celeste, y eternamente brotarán de la roca llorosa, derramando candor sobre todo amor de mujer.

Así completaron la historia los gustos legendarios de la Edad Media; pero ni el Evangelio, ni los viejos relatos de la expansión del cristianismo a través del Imperio romano, se acuerdan del bajel milagroso que arribó a las playas de Occidente llevando a los discípulos de Jesús. El nombre de María Magdalena se pierde a nuestras miradas entre las luces gloriosas de la mañana de Pascua; el de Marta repercute por última vez en el salón del festín con que Simón el leproso agasajó al Maestro de Nazareth unos días antes de la Pascua. La vemos entrar y salir, unas veces llevando el pan en bandeja de plata, otras colocando en cada mesa las jarras de los vinos espumosos. Lo vigila todo, está en todo. Es siempre la mujer solícita, hacendosa, llena de energía y de actividad. El día de la resurrección de Lázaro se precipita fuera de casa en cuanto sabe que el Rabbí se acerca a Betania. Se diría que tiene azogue en el cuerpo. Su fe es ciega, aunque menos inteligente que la de su hermana. «Resucitará tu hermano», le dice Jesús. «Sí—responde ella—; ya sé que resucitará en el último día.» Había comprendido mal la promesa del Señor, considerándola como una de tantas fórmulas de consuelo como llegaron a sus oídos durante aquellos tres días. Jesús insistió con esta verdad maravillosa, que cayó en la tierra como un germen de alegría y de esperanza:

«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente.» Entonces Marta, en medio de las tinieblas de su llanto, encontró una fórmula espléndida de fe comparable con la de Pedro junto a Cesaréa de Filipo:

«Señor—dijo—, yo creo que Tú eres Cristo el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.»

Aquella fe ardiente ponía alas en el alma y en los pies de esta mujer casera y trajinera. Nos la figuramos menuda y graciosa, midiendo las palabras en la boca húmeda y casta, apareciendo con su túnica ondulante en el comedor y en el jardín, en la cocina y en la puerta de la casa; observándolo todo con ojos ingenuos y sencillos, poniendo la limosna en las manos huesudas del pobre y recibiendo al peregrino con noble sonrisa de bondad. Si el peregrino es el divino peregrino de Galilea, entonces ya no descansa, ni duerme, ni para un momento. La casa de Lázaro estaba siempre abierta para Jesús y sus discípulos. Marta aguarda, impaciente, la llegada del Rabí; le recibe alegre y le hospeda orgullosa. Ella quisiera que anunciase siempre su venida para tenerlo todo de una manera impecable. Pero más de una vez los Doce llegan repentinamente, escoltando al Maestro. Así acaba de suceder ahora. Marta se ha puesto en movimiento con nerviosa solicitud. Corre a saludar al Señor, le trae agua para las abluciones, y toallas y perfumes, le guía al recibidor, le ofrece una silla y sale para capitanear el ejército de sus siervos y criadas. Hay que encender el fogón, buscar el más tierno recental, preparar huevos del día, traer higos maduros, ordenar la vaca, entrar en la alcoba para ver si hay bastante ropa en la cama donde va a dormir el Señor; sacar del arca la vajilla de plata, la escudilla de esmaltes y el mantel rameado que descansaba entre aromas de tomillo y romero. Marta se agita, cruza el portal afanosa y sofocada, se asoma a la puerta para ver si viene su hermano de la bodega con el vino añejo, entra en la habitación donde Jesús conversa con sus discípulos, y todo le parece poco para mostrar su devoción, la de su hermano y la de Magdalena.

La Magdalena, entre tanto, permanecía silenciosa, sentada a los pies de Jesús, escuchando embelesada con el rostro escondido entre las manos y mirando al Señor solamente con los ojos del alma. No se acuerda de que es necesario preparar la cena; el bullicioso ajetreo de su hermana llega casi a molestarla. Escucha, contempla y adora. Todo es paz en su interior; nada turba su alma. De pronto, Marta aparece sudorosa en el umbral. Aquella actitud de María acaba por enojarla un poco. Siempre va a ser la mimada, la preferida; ella, que arrastró por las calles el nombre de la familia, que nos hizo sufrir y llorar tanto. Y ahora se queda allí, tan tranquila, gozando de la presencia del Maestro, mientras los demás trabajan y se fatigan. «¿No os parece mal, Señor—dice con acento amargo—, que mi hermana me deje sola en estas tareas del servicio? Decidla que me ayude.» Jesús respondió: «Marta, Marta, estás inquieta y te agitas en demasiadas cosas, y, sin embargo, sólo hay una cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»

Marta comprendió. El Maestro no censuraba su ingenua actividad, sino el derramamiento de su alma en los negocios exteriores. Inclinada, por temperamento, a la acción, será siempre en la Iglesia el tipo de los espíritus abrasados por la fiebre de las obras; de los luchadores, de los destinados a los afanes de la vida activa. Pero desde aquel día supo poner en sus cuidados terrenos algo más dulce, más sereno, más profundo; en cualquiera de sus actos podía verse la perenne donación del alma. Todo para ella se había transformado en una oración, hasta el servicio más humilde de la vida cotidiana.

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