viernes, 6 de julio de 2012

Santa María Teresa Goretti.

Luis Goretti y Asunción Carlini eran dos humildes campesinos de la pequeña ciudad italiana de Corinaldo, en la Marca de Ancona. Apenas tenían más que una casa, una yunta, unos cuantos aperos, y junto a la casa, un cobertizo. Su tesoro era su fe, su fervor cristiano, su conducta irreprochable y un trabajo honrado, con el cual sacaban adelante una familia numerosa. Tal es el hogar en que nació y creció Santa María Teresa Goretti.

Cuando la niña tenía nueve años, Luis Goretti decide trasladarse a otro pueblecito de la región, llamado Ferriere di Conca, donde se asocia con otro agricultor, llamado Juan Serenelli, que viene con su hijo Alejandro a vivir en la misma casa de los Goretti. Las gentes decían que este Serenelli era un hombre duro, poco religioso y bebedor, y que su hijo, muchacho de unos diecisiete años, no se cansaba de leer novelones y relatos truculentos e inmorales.

Van pasando los años, y ya María se ha convertido en una muchachita seria y espigada. Es dócil, activa y obediente, y cuantos la rodean admiran su fervor y la estiman por su bondad. La muerte de su padre la obliga a ocuparse directamente de las labores de casa, puesto que su madre ha de entregarse de lleno a los trabajos del campo: barre, cose, remienda y cocina para las dos familias. «Parecía un patito», decía más tarde su madre con graciosa ingenuidad. Hablaba poco y trajinaba en la casa desde el amanecer. No sabía leer ni escribir, pero conocía perfectamente su catecismo; y su afán por cumplir el precepto dominical la empujaba a recorrer doce y hasta veinte kilómetros en medio del frío de la tramontana en invierno, y bajo los rayos del sol en verano. No había cumplido aún los doce años, mas parecía que tenía quince. Tenía una cabellera de un claro color castaño, unos ojos oscuros, un rostro sonrosado y no muy lleno, un aspecto bello y gracioso, sin el menor deje de vanidad o coquetería. «Se contentaba con cualquier vestidito que le hiciese su madre», dijo un testigo en su canonización. Todos los que la conocieron se hacen lenguas de su predilección por la virtud de la pureza.

Un día volvió de la fuente llena de agitación y no pudo menos de exclamar con espontaneidad infantil;

—¡Ay madre! ¡Si supieses lo que allí se ha dicho!

—Y tú, ¿por qué te has puesto a escuchar?—le dijo su madre.

—Hasta que llenase el cántaro, ¿qué iba a hacer? Pero puedes estar segura de que antes de hablar de esa manera prefiero morir.

Así iba preparando el Señor a María para su sangriento y glorioso destino. A su lado crecía el hijo de Juan Serenelli, más preocupado de buscar folletones nuevos que de levantar el peso de la casa. Era ya un joven robusto de veinte años, corrompido por las malas lecturas, por las crónicas de crímenes y por los grabados perversos. Se creyó que la vida era solamente aquello que leía, o tal vez su espíritu concentrado y taciturno se sintió atraído por la imagen angelical de aquella niña, a quien debiera haber mirado como una hermana. El hecho es que un día de junio de 1902 se atrevió a proponerla algo que a ella la hizo estremecer.

—Esas cosas no se hacen—exclamó ella con tal energía, que él por entonces no se atrevió a insistir.

Unos días más tarde se repitió la propuesta con el mismo resultado, y a la negativa siguió ahora esta amenaza:

—Si dices algo a tu madre, te mato.

Entonces empezaron para la niña unos días de verdadero martirio interior. El presentimiento de un repentino atropello la acongojaba, y, por otra parte, el temor a morir la impedía hablar. Un día estuvo a punto de revelarlo todo, pero no dijo más que estas palabras.

—Madre, no me dejes nunca sola en la casa; tengo miedo.

Y huyendo de la soledad se ponía a trabajar en la escalera exterior. Y al mismo tiempo, rezaba, encomendándose a Nuestra Señora del Buen Consejo.

Así llegó el día del martirio sangriento, el 5 de julio de 1902. Fue en las primeras horas de la tarde. María cosía en el rellano de la escalera, a la vista de la era, donde trabajaban su madre, sus hermanos y Alejandro Se-renelli. Junto a ella dormía Teresita, una hermana suya de dos años, y algo más lejos yacía el viejo Serenelli, presa de un ataque de fiebre.
De repente, Alejandro, que conducía uno de los trillos, pidió a la madre de María que ocupase su puesto, pues tenía que subir a casa un momento. El otro trillo le llevaba ángel, el hermano menor. Alejandro se dirige rápidamente a la escalera, cambia unas palabras con su padre, pasa delante de María sin mirarla, entra en la cocina y, tomando un cuchillo de veinticinco centímetros de largo, le deja sobre un arcén. Luego abre la puerta y llama:

—María, ven adentro.

—¿Por qué? ¿Qué quieres?—responde ella, sobresaltada.

—¡Tú, ven dentro!

—Dime primero lo que quieres; si no, no voy. Y como la niña no se mueve, él se acerca, la coge brutalmente de un brazo, la arrastra al interior y cierra la puerta.

Ella, entre tanto, gritaba:

—¡No, no! ¡Dios no lo quiere! ¿Qué vas a hacer? Tú vas al infierno.

Alejandro la amordaza con un pañuelo y se esfuerza por satisfacer sus brutales apetitos; pero la resistencia es tal, que no logra conseguir nada. Es una lucha mortal, que pone frenético al agresor. Furioso y fuera de sí, coge el hierro del arcén y empieza a descargar terribles golpes en la niña. El vientre queda desgarrado por espantosas heridas, que dejan al aire los intestinos.

—¡Dios mío! ¡Yo me muero!—exclama entonces María, esforzándose por cubrirse con su vestido destrozado. Y cae en tierra cubierta de sangre. Alejandro la deja y se retira hacia su habitación. Ella, entonces, logra todavía levantarse, abre la puerta y llama al padre del asesino. Pero al oír su voz, éste se acerca de nuevo a ella, la coge por el cuello y le da nuevos golpes por la espalda.

En esto la pequeña se despierta y empieza a llorar. Llega uno de los hermanos para ver qué pasa, y en este momento se oye la voz del viejo Serenelli, que dice desde la puerta:

—Asunción, ven arriba un momento.

Llega Asunción, llega Teresa Lungarini, una amiga de la familia Goretti, y encuentran a la niña desmayada.

—¿Cómo ha sido?—pregunta la madre, desolada.

—Alejandro me ha matado porque no quise hacer cosas malas.

En el delirio que sigue parece como si continuase la lucha. Catorce puñaladas atraviesan su cuerpecito; pero todavía queda alguna esperanza de salvarla. La llevan a un hospital de la ciudad cercana. Son once kilómetros de un camino accidentado, en que cada bache semeja un nuevo golpe para la moribunda. Al llegar se confiesa. Luego una operación de dos horas, sin anestesia, sin que salga una queja de sus labios. La invade una sed horrorosa y pide agua;

pero ante la negativa de los médicos, se resigna suavemente. Un sacerdote trae el viático y pregunta:

—¿Sabes a quién vas a recibir?

—Sí, al mismo Jesús, a quien veré sin tardar.

—¿Y perdonas al asesino?

—Que le perdone Dios—contesta ella sin vacilar—; yo, por mi parte, ya le he perdonado.

Así pasaron aquellas últimas horas de su vida. En la tarde del 6 de julio se presentó en la gloria con su maravilloso canastillo de rosas y azucenas.

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