lunes, 16 de julio de 2012

Nuestra Señora del Carmen.

El Carmelo, viña de Dios, decían los hebreos; tu cabeza es como el Carmeli, se cantó de la Esposa en el Cantar de los Cantares. Tiene gracia, majestad, arrogancia. Abajo, la gran llanura verde, con los remiendos pardos de las tierras labradas, y el torrente Cisón, que, adelantándose hacia el mar con gesto agresivo,se nos antoja una espada, y las líneas profundas de los valles agrestes que se detienen ante el oro de las dunas. Hay alegres aldeas, que duermen entre bosques de algarrobos y perfumes de jardines, donde florecen las anémonas rojas, los tulipanes, las malvas, los ciclámenes, y junto a las matas doradas de la retama, achaparrados arbustos de rosas blancas y azules. Luego, filas de palmeras altas y gráciles, y detrás de ellas, el mar azul. Ciñendo la montaña y adornando sus laderas, verdean los olivos y las viñas, derraman los pinos sus aromas resinosos, y levantan su murmullo coros de robles, lentiscos y laureles. Aquí y allá, al socaire de un rincón soleado, suspira una palmera solitaria. Más arriba, la masa oscura y maciza del convento, con su gran cúpula achatada; más arriba aún, un caos de cumbres y rocas desnudas, cayendo a pico sobre el mar, y encima de todo, la transparencia maravillosa del cielo de Siria.

Más adusta, más austera, más salvaje se ofrecía la sagrada montaña cuando subió a ella el profeta del fuego, el gran celador de la gloria de Yahvé, que se levanta en los siglos bíblicos como esas cumbres magníficas sobre la llanura de Esdrelón. Porque el Carmelo fue entonces la montaña de Elias, el capitán de todos los que, a través de los tiempos, se negaron a doblar la rodilla delante de los ídolos, el que enrojeció las aguas del Cisón con la sangre de los sacerdotes de Baal, y habló delante de Acab y Jezabel el lenguaje altivo de la justicia, y cerró con su palabra el Cielo para que no dejase caer sobre la tierra el rocío de la fecundidad. Allí se refugiaba en los días de la persecución y del desaliento; allí lloraba sus lágrimas candentes; allí desencadenaba sus terribles cóleras, viendo la apostasia de su pueblo; allí derramaba su oración impetuosa, envuelta entre el susurrar del viento, que agitaba los pinos, y el estrépito multiforme que levantaba la resaca, allá abajo, en el mar gris ydesierto. Y poniendo toda su vida delante de sí como un escudo para no encontrar la mirada de Yahvé, exclamaba: «Yo me abraso de celo por el Señor Dios de los ejércitos, porque han abandonado tu pacto los hijos de Israel, han destruido tus altares, han matado a tus profetas; he quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida.»

Mas he aquí que un carro de fuego y unos caballos de fuego le arrebataron a la tierra y desapareció en los aires. Pero quedaba Elíseo, heredero de su manto; quedaban los profetas, herederos de su alma. «Tú ungiste a los reyes—le dice Jesús de Sirak—, y detrás de ti dejaste a los profetas.» Son los solitarios de Israel, los descendientes de Rekab, los esenios, los terapeutas, los que no se cortan nunca los cabellos, ni beben licores fermentados, ni edifican casas para habitar, ni tienen viña, olivar o sementera. Viven en grutas y tiendas, se cubren con pieles de animales, y, como más tarde el Bautista, comen miel y langostas y frutas silvestres. Ellos guardan la memoria del profeta que desapareció en el misterioso torbellino; transmiten sus palabras, meditan sus hechos y se llenan de su intrépido valor. A través de pinares y barrancos que huelen a tomillo, suben hasta la cima más alta, donde sus imaginaciones, exaltadas por la meditación, creen ver la terrible figura de su antepasado glorioso, con las manos crispadas, los ojos centelleantes y flameándole el viento la hirsuta cabellera. Aquella cúspide se llama todavía el Mukhraka, el lugar de los sacrificios. Aquí clamaron en vano los sacerdotes de Baal, y Elias se burlaba de ellos, diciendo: «Gritad con voz más fuerte; tal vez vuestro Dios habla con alguno, o va de camino, o está en alguna posada; tal vez duerme; gritad para que se despierte.» Y, hostigados por el sarcasmo, los sacerdotes de Baal se desgañifaban y se herían con cuchillos y lancetas hasta quedar bañados en sangre, «pero no había quien respondiese a su vocerío». Mas Elias, inclinándose en tierra, puso su rostro entre sus rodillas y dijo: «Óyeme, Señor, para que sepa este pueblo que Tú eres el Señor Dios.» Estas palabras eran la llave del Cielo. La tierra, sedienta, se iba a alegrar de nuevo con la lluvia. «Vete a comer y a beber—dijo Elias al rey Acab—, porque oigo el ruido de las tempestades.» Y él, subiéndose a la cumbre, se puso en oración. Después llamó a uno de sus discípulos y le dijo:

«Sube y mira del lado del mar.» El discípulo subió, y, contemplando la inmensidad de las olas y la inmensidad del Cielo, gritó a su maestro: «No veo nada.» Pero Elias le dijo: «Vuelve a mirar hasta siete veces.» Y he aquí que vio venir una nube por el horizonte, «chica como huella del pie de un hombre». Y volvió a decir Elias: «Corre a decir al rey: Unce tu carro y vete luego, porque no te ataje la lluvia». Y mientras él se volvía ya de un lado, ya de otro, se oscureció el Cielo, vinieron las nubes, rugió el viento y llovió en abundancia.
Y los solitarios se sucedían, guardando vivo el fuego santo de la tradición. Y todos se preguntaban: «¿Qué quiere decir esa nubecilla que sube del mar, semejante a la huella de un hombre?» Y el símbolo empezaba a iluminarse, cuando recordaban la oración de Isaías, hijo de Amós: «Cielos, enviad vuestro rocío sobre la tierra; nubes, lloved al justo sobre nosotros.» La respuesta definitiva vino de la llanura, la gran llanura de esmeralda que los hijos de los profetas contemplaban a sus pies, cuando desde las rocas dirigían los ojos hacia la tierra: allá lejos se dibujaban los cerros de Nazareth, la cúpula verde del Tabor, los montes de Gelboé y el pequeño Hermón, con Naím a sus pies. Llegaron rumores de maravillas, luces de doctrinas nuevas, salpicaduras de una sangre divina. Sobre el barbecho de la penitencia germinó la fe, y los discípulos de Elias se hicieron discípulos de Cristo. Y aquella nube que había sido su obsesión, fue desde entonces su sonrisa. El bello símbolo se había convertido en una realidad más bella todavía. En otro tiempo, la tierra sedienta se había alegrado con la aparición de la nube misteriosa, que anunciaba la lluvia fecundante; ahora había aparecido una Virgen que en sus castas entrañas traía al Deseado de las naciones. Esperanza, alegría, fecundidad, pureza, dulzura, todo eso anunciaba antaño la nube del Carmelo; y eso era también lo que se realizaba al aparecer en la tierra la Virgen Madre de Nazareth. «Así como la nube—decía San Metodio—se levanta del mar blanca, grácil, ligera, sin llevar consigo la pesadez y amargura de las aguas, del mismo modo María surge de la corrompida raza de los hombres sin contraer ninguna de sus manchas.»

En la espesura de los bosques y en el fondo de las grutas, los anacoretas seguían entregándose a sus maceraciones e inflamándose con sus meditaciones. Al pie de la montaña pasaban cabalgatas de guerreros, como cuando llegaban los soldados de Asaradón y Senaquerib, como cuando Saúl luchaba contra los filisteos: «Galilea de las gentes, rutas del mar, camino de Damasco.» Clámides de centuriones romanos; persas de breves túnicas, que blanden sus hachas terribles; gentes de blancos turbantes, que salen del desierto con la violencia del simún; turcos y mogoles, cruzados y fatimitas. Los habitantes de la montaña prosiguen inmóviles su contemplación. De cuando en cuando las rocas se tiñen de sangre. Unos mueren asesinados, exhalando un cántico nuevo: la Salve, y otros vienen a ocupar su puesto y a recoger la última voz que se quebró en la garganta segada de los mártires O dulcís Virgo María! María es ahora la Reina de la montaña. No se ha olvidado la gran figura del profeta: se sigue enseñando la gruta donde rezaba; la piedra donde sacrificaba, la fuente donde bebía y la escuela donde enseñaba a sus discípulos; pero la nube simbólica flota de nuevo sobre las alturas y cubre toda la extensión de la tierra. María es ya Nuestra Señora del Carmelo; su santuario se cobija entre las rocas; por las selvas y los desfiladeros ruedan los ecos de los himnos a ella consagrados, y su estatua sonríe bajo el dosel del ramaje. En su pedestal de granito recibe al peregrino y distribuye sus gracias. Ha mirado con predilección la santa montaña; ama aquellas rocas y aquellos cánticos; los ama tanto, que quiere dejar a los hombres un memorial eterno de su amor. Rodeada de luz, se presenta su imagen al pálido anacoreta, que desde hace treinta y tres años vive en el tronco de una encina haciendo penitencia. Sonríe, dejando en la noche claridades de aurora; extiende hasta el ermitaño sus manos de azucena y le dice estas palabras: «Recibe, hijo mío, esta prenda de salud que traigo a mis devotos en la tierra. El que muriere con ella será dichoso, se librará del fuego que nunca se extingue, y estará en la mansión de la bienaventuranza.»

Era el santo escapulario, el vestido blanco y castaño—austeridad y pureza—, que María entregaba a sus hijos como signo de predestinación, como escritura de paz y de alianza, como escudo de protección en los rudos combates de la vida. La Virgen del Carmen baja de su montaña para acudir en socorro de todos los cristianos. Quiere recorrer todos los pueblos, entrar en todos los hogares, defender todos los corazones. El santo escapulario es un símbolo de su bondad universal. Por él acompaña al navegante en medio de la tempestad, combate con el soldado en la incertidumbre de la batalla, trabaja con el labrador bajo el fuego del estío, ilumina al artista en los estremecimientos de la inspiración, ayuda al enfermo en el agotamiento de la fiebre. Y es siempre la nubecilla que viene cargada con los tesoros del Cielo; rocío que hace florecer los corazones yermos, lluvia que refresca la caldeada atmósfera de la pasión, chorro de luz que salta delante de nuestros pasos vacilantes. Es siempre la Virgen del Carmen, Nuestra Señora del Carmelo: gracia, consuelo, alegría, hermosura, fecundidad. «Carmelo, viña de Dios. Tu cabeza, como la cumbre del Carmelo, tiene la gloria del Líbano, la belleza del Sarón y todos los encantos del Carmelo.»

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