domingo, 25 de marzo de 2012

Homilía


El libro de las Crónicas hace referencia a una de las experiencias más dolorosas para el Pueblo de Israel: el exilio en Babilonia.
El autor del libro saca como consecuencia que es un castigo por las traiciones y prevaricaciones del Pueblo, que debe retornar cuanto antes a Dios, porque su misericordia es siempre superior a su cólera.
El exilio es un tiempo de esclavitud, de privaciones, de trabajo, de nostalgia, pero sobre todo de reflexión ante la magnitud del desastre.


“Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria de este Hombre” (Juan 12, 23).
Ya San Juan, en las Bodas de Caná, adelanta lo que sucederá en las postrimerías de la vida de Jesús: “Todavía no ha llegado mi hora” (Juan 2,4). Tendrá que pasar el tiempo destinado por el Padre del Cielo para la predicación del evangelio y para consumar sus designios de salvación.
Su hora llega en la terrible prueba del Huerto de los Olivos, que refleja con crudeza San Pablo en la Carta a los Filipenses 2, 6-9: “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios… sino que, presentándose como un hombre cualquiera, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”.
El pasaje de la Carta a los Hebreos va todavía más lejos al hacer hincapié en los g ritos, lágrimas y angustia de Jesús ante la proximidad de la muerte. Se revela aquí, en Jesús, el abismo mortal de todo hombre, que siente en su vida el miedo a la soledad, al rechazo, a desaparecer para siempre.

Al confesar en el Credo que “Cristo bajó a los infiernos”, afirmamos que participó de nuestra muerte, como soledad e infierno total, con el sabor amargo del silencio de Dios.
Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin.
De esta manera, venció para siempre la soledad del infierno; es decir, de la muerte como fracaso de la existencia del hombre abandonado a sus propias fuerzas, para insuflarnos vientos de esperanza y de confianza.

Pero hemos de comprender, cuando nos llegue la prueba, la hora de la verdad, que experimentó Jesús, que el “Dios cercano”, parece en ocasiones “inaccesible y que el “Dios Palabra” calla y se sume en un silencio incomprensiblemente desconcertante.
La contemplación y reflexión del Misterio Pascual nos vendrá bien durante estos días para reencontrarnos con los fundamentos de nuestra fe. No es necesario ni bueno ser masoquistas, recrearnos con el dolor que Cristo sufrió, aunque lo hizo para que todos tuviéramos vida y vida abundante.

Ser cristiano no tiene por qué ser sinónimo de sufrimiento; más bien de todo lo contrario.
La muerte y resurrección de Jesús nos abre a una esperanza alegre y sin fin. Una esperanza y un gozo que el mismo Jesús experimentó en el contacto con la gente humilde y sencilla, al lado de los Apóstoles, al compartir banquetes con los amigos y especialmente en la oración íntima con su Padre del Cielo.


La idea de morir para dar vida no es nada nuevo en la naturaleza
Jesús aprovecha esta paradoja para referirse a sí mismo y a la entrega a los demás sin condiciones, “porque el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”.
El auténtico discípulo comienza su andadura reconociendo las propias limitaciones y pecados, y acogiéndose a la misericordia de Dios.
“Oh Dios- nos recuerda el salmo- crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Salmo 50, 12).

Todos sabemos que el seguimiento de Jesús conlleva privaciones y sacrificios.
Pero, mirando la cruz constatamos con agradecimiento el amor que Jesús nos tiene, que no ha venido a condenar, sino a salvar.
A través de la cruz comprendemos también el sentido de la Antigua Alianza sellada entre Yahvé-Dios y su Pueblo, capitaneado por Moisés.
La serpiente de bronce que curaba las mordeduras venenosas de los reptiles es la imagen del Crucificado, el Cordero de la Nueva y Eterna Alianza, que derramó su sangre para liberarnos del “veneno” del pecado.

Como aquellos paganos que “deseaban ver a Jesús”, millones de hombres y mujeres se han acercado a esta bendita cruz, que preside nuestros templos, para encontrar consuelo, comprensión y sentido a su sufrimiento.
La vida es dura, y resulta cruel para mucha gente que sufre la marginación, la falta de trabajo, el olvido de su familia, la soledad y, sobre todo, el desamor.
Jesús es el último salvavidas, la única garantía de amor.
Si buscamos imitarle en su vida, que sea mediante la entrega y el servicio. Es la mejor inversión espiritual de futuro, la que nos adentra en ese amor eterno que se prometen los esposos dándose el uno al otro, y que, por desgracia, se quiebra con frecuencia, ahogado en los propios egoísmos.
Para emerger de nuevo, primero hemos de morir a nosotros mismos. Llegará entonces la primavera de la Pascua, la “Pascua florida” de la que hablaban nuestros mayores.

A lo largo de los próximos días desfilaran en procesión miles de fervorosos cofrades, que quieren vivir así el espíritu de la Semana Santa. Puede que para algunos se conviertan estos actos en mero folklore, en apreciación del arte sacro, pero abundan quienes viven en profundidad el “camino del Calvario” y se empapan de emoción con la contemplación de las imágenes, la escucha atenta de los sermones y la vivencia comunitaria del Misterio Pascual.
Otros aprovechan la paz de estos días para participar en Retiros Espirituales, Pascuas Misioneras, Pascuas Juveniles… Todo muy loable, pero la liturgia nos aconseja vivir, a ser posible, el Triduo Pascual con la comunidad de la que formamos parte.

¡Señor, que no fallemos en el compromiso de imitarte, y llena con tu presencia los vacíos de nuestros corazones, atenazados por nuestra condición pecadora!

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