domingo, 11 de marzo de 2012

Homilía



El templo de Jerusalén, destruido dos veces y otras tantas reedificado, se había convertido en los tiempos de Jesús en sede de los poderes político, religioso y económico.
Menudeaban los abusos, hasta el punto de ocupar recintos sagrados para todo tipo de mercado.
Jesús acostumbraba subir a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua y, como buen judío, acudía al recinto sagrado para alabar a Dios. Encontrar allí a cambistas y a vendedores fue un choque brutal, que provocó su justa indignación.
La expulsión de los mercaderes del templo se enmarca en un gesto profético de Jesús, que entronca con el salmo 69,10: “La pasión por tu casa me consumirá”.
No se trata de un arranque de ira contra ellos, que no se corresponde con la misericordia y mansedumbre de Jesús, sino de condena de la estructura injusta y vacía en que había desembocado el culto.
Es también una repulsa a quienes utilizan la religión en su propio beneficio.

¿Cómo actuaría hoy Jesús si visitara muchos de nuestros templos parroquiales, catedrales, basílicas y, especialmente los santuarios donde acuden millones de fieles?
Es cierto que, donde confluyen las muchedumbres, proliferan como chinches los comerciantes y se abren negocios para satisfacer las demandas de los peregrinos.
Pero es igualmente cierto que los cristianos nos dejamos llevar del consumismo actual, compramos baratijas innecesarias como recuerdos de las experiencias vividas en estos lugares de peregrinación, y caemos en la tentación de poner a la misma altura la compra y la devoción.
El templo no es cosa de ritos, de recuerdos acaramelados, sino de amor y entrega generosa.
Siempre que hay amor, el templo es una estructura viva, porque vivas son las piedras de las personas que lo forman..


La alusión de Jesús al profeta Isaías: “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” supone una condena del nacionalismo religioso judío, presidido por los escribas, fariseos y saduceos, que organizaban a su antojo el culto y decidían quiénes eran impuros o no.
Los nacionalismos excluyentes siempre han sido un peligro en la historia de las religiones y de la Iglesia. Recordemos cómo se separaron la Iglesia de Oriente de la de Occidente por cuestiones políticas, o la escisión de la Iglesia Anglicana de la Católica con Enrique VIII de Inglaterra. ¡Cuántas injusticias, odios y revanchas, por culpa de la ambición y orgullo de unos pocos, que arrastran al pueblo llano a su causa!

Siento pena de algunos sacerdotes, para quienes es más importante su país o nación que el seguimiento de Jesús, o que se niegan a celebrar la Eucaristía en otra lengua que no sea la suya, aunque la hablen correctamente.
La unidad de los cristianos llegará cuando los dirigentes, primeros responsables de la escisión, se pongan de acuerdo y eliminen barreras. Los feligreses católicos no sienten cargo de conciencia en acudir, por ejemplo, a la Iglesia Ortodoxa, cuando se hallan en zona ortodoxa. Y tampoco ellos. La fe en Cristo, que es la que nos une, convierte en secundarias las discrepancias.
Los nacionalismos, llenos de prejuicios atávicos, son una rémora y un cáncer para la comunicación entre los pueblos y, si se asocian a la religión, producen náuseas.


Si para los nacionalismos excluyentes el supremo dios es la nación, la lengua, la raza...
para el materialismo lo son las cosas que ocupan nuestra mente y nuestro corazón: radio, televisión, cadena musical, fútbol, telenovelas, conciertos de rock...
Vivimos atrapados por un mundo de ídolos de barro, que se quiebran de un día para otro.

Hace tres semanas fallecía en la bañera de un hotel la famosa cantante Whitney Houston, una mujer hermosa, de talento, intérprete de góspel, música pop y soul, con una voz prodigiosa, que ponía los pelos de punta.
Nos conmovimos con su muerte, a los 48 años, en lo mejor de su edad.
Lo tenía todo para ser feliz en la Tierra.
Su carrera musical, que empezó con una explosión de alegría, reconocimiento y entusiasmo desbordante, se fue diluyendo con el paso de los años en los infortunios, el desamor y un perenne rictus de tristeza.
La droga, el ídolo que marchita el cuerpo, cercena el alma y mata la ilusión, acabó con su vida.
Rezamos por ella y pedimos que se haya encontrado con Dios y estrenado la belleza nueva, que no se marchita y la felicidad para la que fue creada.

Dios acoge nuestros gritos y plegarias, incluso cuando andamos perdidos, sin rumbo y sin ideales que motiven nuestra existencia, o cuando somos rehenes de nuestros miedos y fantasmas.
Dios es el último recurso cuando todo se desmorona a nuestro alrededor, porque los ídolos mueren o fallan, y dejan un profundo pozo de vacío en el alma.
¡Ojalá que, durante esta Cuaresma, resuene en nuestros oídos la voz de Dios a Moisés!: “No tendrás otros dioses frente a mí” (Éxodo 20,3).


Escucho con frecuencia a los adultos expresiones peyorativas sobre los jóvenes de hoy: “no piensan más que en divertirse”, “tienen la cabeza hueca, sólo sueñan con el botellón”, “son una cuadrilla de degenerados”, “carecen de modales y respeto”... y otras muchas lindezas. Puede que haya una base de razón, pues la juventud de hoy se parece muy poco a la de hace treinta años.
Han variado las costumbres, las aficiones, las diversiones, las formas de comunicación. Existen grupos de gamberros, amigos de borracheras y amantes de follones y grescas, pero son más los que se recluyen en sus casas, estudian, trabajan, se integran en grupos sanos, colaboran con la familia y se comportan con buenos modales. Los jóvenes actuales no son peores o mejores que los de generaciones pasadas; son sencillamente diferentes.
Sí constatamos ahora la escasa afluencia de jóvenes a las celebraciones religiosas. Algunos lo achacan a que, durante el fin de semana, un alto porcentaje sale a divertirse hasta el amanecer, lo que provoca dormir durante el día y esparcirse por la noche. Imposible asistir a misa en esta circunstancias.
Pero el problema es más de fondo: la marginación del hecho religioso en la universidad, escuelas, colegios y, más crecientemente, entre familias desintegradas o desestructuradas..
Los jóvenes llenan los estadios de fútbol, los conciertos de rock, las salas de fiestas...pero son pocos los que vienen a la Iglesia.
¿ No hemos convertido nuestros templos en fríos y distantes lugares de culto?
¿Celebramos unidos la fe en el Resucitado con alegría contagiosa?
¿ Acogemos con entusiasmo y les damos “cancha” a los jóvenes” en nuestras comunidades?

Según la interpretación paulina, cada cristiano es piedra viva del nuevo santuario.
Y ese santuario es el mismo Jesús, que se presenta ante los judíos como el templo indestructible: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Juan 2, 19).
Los cimientos de este templo se asientan, por una parte, en el amor entrañable al hermano, y, por otra, en la reunión de la comunidad convocada en su nombre.
Por eso, la regeneración cristiana se va realizando en pequeños grupos, que se fían de la Palabra, rezan, se apoyan entre sí y son capaces, con su testimonio, de irradiar el evangelio.
Gracias a estos pequeños grupos se ha podido celebrar el pasado verano la Jornada Mundial de la Juventud, con millones de jóvenes presentes. Son la levadura capaz de transformar el mundo. Celebraron su fe multitudinariamente, pero la viven durante el año en su comunidad de origen, donde reciben el alimento y la fuerza para mantenerse íntegros en sus convicciones.

Como “piedras vivas” que somos, cabe preguntarnos cuál es nuestra actitud al presentarnos al templo, con la comunidad de la que formamos parte o nuestra implicación en tareas organizadoras.

Quizás debamos revisar en este tiempo de Cuaresma nuestra superficialidad y rutina, nuestro relativismo moral o nuestra vaciedad existencial.

El Señor, que tiene palabras de vida eterna, nos ofrece siempre la oportunidad de “cambiar nuestro corazón de piedra en corazón de carne” (Ezequiel 36,27), sensible a las necesidades de los hermanos.

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