domingo, 16 de octubre de 2011

Homilías


Historia judía.

Un padre, sintiendo que sus días en este mundo se acababan, decidió repartir su herencia con sus dos hijos, a quienes recomendó encarecidamente que se amaran, se apoyaran y mantuvieran la unidad.
Al más pequeño, más débil y menos preparado para las duras faenas del campo, le dejó las tierras más fértiles y más fáciles de labrar pensando que así encontraría menos dificultades para sobrevivir dignamente.
Al mayor, más curtido en las tareas agrícolas, le dio como herencia unos campos lejanos, agrestes y montañosos, con innumerables bancales sostenidos por piedras. Era una chico fuerte, dinámico, emprendedor y sacrificado en el trabajo.
Murió el padre y ambos tomaron posesión de la herencia.
Pasaron unos años de múltiples faenas y escasa rentabilidad hasta que el buen Dios quiso bendecirles con una abundante cosecha de trigo.
El hermano pequeño, que había llenado sus graneros, se acordó de su pobre hermano y se dijo: ¿Qué habrá sido de él con unas tierras tan difíciles de cultivar? Le llevaré un saco de trigo para ayudarle en su precariedad. Y sigilosamente se acercó a la casa de su hermano aprovechando la oscuridad de la noche y depositó su donativo en su granero.
Por su parte éste pensó a su vez: ¿Cómo se habrá defendido mi hermano siendo tan débil e inexperto? Seguro que necesita mi ayuda. Ahora que Dios ha hecho fecundos mis campos le llevaré un saco de trigo . Y esa misma noche vació un saco de trigo en el granero de su hermano. ¡Cuál no sería la sorpresa de ambos al observar que no habían menguado sus graneros!.
Llegó el otoño y también la vendimia resultó copiosa.
El hermano menor llevó por la noche a su hermano mayor un cántaro de vino que depositó en su bodega sin que éste se percatara de ello.
El hermano mayor, a quien el cielo había regalado una extraordinaria cosecha de vino, pensó lo mismo y perdiéndose en la oscuridad se llegó hasta la bodega de su hermano con otro cántaro de vino. Los dos no salían de su asombro preguntándose cómo era posible que sus odres contuvieran la misma cantidad de vino.
Y llegó el invierno con una generosa cosecha de aceite.
De nuevo el hermano pequeño pensó en su pobre hermano- tan desfavorecido en la herencia- para darle una arroba de aceite, mientras el hermano mayor, buen cuidador de olivares, se hizo el mismo razonamiento.
Esa misma noche, cuando llevaban al hombro su preciada carga, los dos hermanos se encontraron en el camino y se abrazaron emocionados recordando los consejos de su padre. Y, es que el hombre bueno del fondo de su corazón saca cosas buenas.


“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 21)

Esta historia judía de los tiempos de Jesús nos refleja el profundo misterio del alma humana y la necesidad que tenemos de compartir.
Pero, ¿ con quiénes y cómo debemos compartir?
La respuesta de Jesús a los enviados de los fariseos y herodianos, que querían tenderle una trampa, no debemos interpretarla como si el dominio del César y el de Dios fuesen dos ámbitos distintos, sin relación entre ellos. Hay que afirmar, como ya lo hizo el Concilio Vaticano II, la autonomía de la sociedad civil y pública, y rechazar viejos hermanamientos, felizmente superados, entre la cruz y la espada, el trono y el altar.
Es cierto que, como ciudadanos de un Estado, hemos de contribuir al bienestar común, pagar impuestos y colaborar con las instituciones en programas de crecimiento y solidaridad. Pero, con mucha frecuencia, la ley de las mayorías en los países democráticos introduce apartados de obligaciones civiles, que se contraponen con profundas convicciones religiosas, por ejemplo, la ley española de “salud sexual y reproductiva” (aborto).
Las palabras de Jesús suponen una fuerza revolucionaria, que debe mantener a los cristianos en una actitud de vigilia y de crítica ante el poder civil. Porque para Jesús el único absoluto es Dios y la causa de su Reino. Todo lo demás, incluida la familia y el poder político, son valores relativos, sometidos al “Yo soy el Señor y no hay nada fuera de mí”, tal como lo expresa hoy el profeta Isaías.
Los Apóstoles, fieles al mandato del Maestro, confesarán después de la resurrección de Jesús, que “hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres” Hechos 5, 30).
Y los primeros mártires cristianos prefirieron morir antes que ofrecer incienso y adorar al emperador de Roma.
San Pablo exhortaba a los fieles cristianos a someterse a las autoridades civiles y fueron, desde su fe, ciudadanos ejemplares.
Por desgracia, abundan los regímenes totalitarios que quieren imponer su criterio, a veces en nombre de la democracia, sobre los bienes y las conciencias de los ciudadanos.
En estas circunstancias, el conflicto está servido y no habrá forma de resolverlo si falta diálogo, comunicación y buena voluntad por las partes implicadas.
De todas formas, para un cristiano ha de prevalecer siempre la caridad por encima de condicionamientos de lengua, raza, cultura o religión.
La leyenda judía de los dos hermanos es una clara muestra de que lo sembrado desde el amor termina dando fruto. Si cada uno de nosotros tratamos de llenar las arcas vacías de nuestros hermanos, estarán siempre llenas nuestras despensas.
El secreto último está en compartir lo que tenemos, fruto de la bendición de Dios, y buscar la felicidad de los otros como antesala de nuestra propia felicidad.

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