martes, 11 de octubre de 2011

Santa María Soledad Torres Acosta

Es en los tiempos modernos un milagro del amor de Dios, que, cuando se apodera de un corazón humano, llega a tomar formas desconcertantes y a veces repugnantes, ajeno a los cálculos, a los límites, a las cautelas, superior a todos los sacrificios. Vino al mundo en el seno de una modesta familia de la capital de España, y sus padres, poniendo en ella el nombre de ambos y el de la santa del día de su nacimiento —2 de diciembre—la llamaron Bibiana Antonia Manuela. Fue una sublimación dulce y heroica de la manola madrileña. De niña, asiste a la escuela de Hijas de San Vicente de Paúl. Estudia con avidez y aprende con facilidad, y cuando vuelve a su casa reúne a los muchachos del barrio y les comunica lo que le han enseñado las monjas. Se adivina ya que no es una chica del montón. Se distingue por su piedad, por su obediencia, por su caridad, por su compasión con los pobres, por su arte de consolar a los enfermos. En una casa cercana a la suya hay una pobre mujer, postrada en el lecho por una enfermedad crónica. Pues bien: sin que nadie se lo mande, Manolita va a verla diariamente antes de ir a la escuela, y con una sonrisa angelical, con una exquisita delicadeza y con una ingeniosa habilidad, le prodiga todos los cuidados de una solícita enfermera. El espíritu de Jesús la especializa ya en lo que será la obsesión de toda su vida.

No obstante, Dios quiere que los santos busquen muchas veces larga y angustiosamente el camino que les tiene señalado. Manolita no va a encontrar el suyo con facilidad; y durante mucho tiempo ni sospecha siquiera en él. En la plazoleta de Santo Domingo tiene unos tíos, en cuya casa pasa largas temporadas, y con ellos va muchas veces a visitar a las monjas dominicas, que tienen su convento muy cerca de allí. Rezan devotamente en el templo, y luego entran en el locutorio para saludar a las monjas. La niña mira con envidia a aquellas mujeres, cuya vida consagrada a Dios es un holocausto de amor y de penitencia. Eso quiere que sea también su propia vida, y así se lo pide, cada vez que entra, a la Virgen de los Dolores, cuya imagen se encuentra a la entrada de la portería. Las monjitas, por su parte, empiezan a sentir verdadero cariño por aquella joven, que, como dicen todos los que la conocen, no está hecha para el mundo. Y así queda concertado que Manuela entrará en el convento cuando se haga el primer vacío en el número reglamentario de la comunidad.

Dios piensa de otra manera. Pasan meses y años, y el vacío no se produce. Manuela espera entregada a todos los ejercicios de la vida cristiana, heroicamente paciente y santamente impaciente; hasta que al ver que la puerta del convento se le cierra, empieza a pensar que Dios quiere de ella otra cosa. En este momento llega a sus oídos una noticia, que fue como un faro de luz en su camino: el párroco de uno de los barrios más típicos de la capital, el de Chamberí, don Miguel Martínez, estaba ideando la creación de una comunidad religiosa destinada a asistir a los enfermos a domicilio; proyecto audaz, pero que había ido madurando con la oración y la experiencia. Ya tenía seis voluntarias, pero quería iniciarlo con siete en honor de los siete dolores de la Virgen, bajo cuya advocación quería poner el instituto. Manuela no quiso saber más. Inmediatamente se presentó al promotor de la obra, y fue la séptima. El 15 de agosto de 1851, las siete elegidas recibieron el hábito de manos del obispo: túnica negra, escapulario negro, ceñidor de cuero, velo negro y, sobre el paño blanco, un emblema metálico con el corazón transverberado de María, que fue más tarde sustituido por el rosario y la cruz. Manuela tomó el nombre de María Soledad, y poco después fue nombrada superiora de la pequeña comunidad de las Siervas de María, como habían de llamarse las religiosas de la nueva Congregación.
Parecía que todo estaba en marcha, pero la obra tuvo sus momentos difíciles, y estuvo a punto de naufragar. En 1856, don Miguel Martínez, mal visto por el Gobierno, parte para la colonia de Fernando Poo, como misionero. Viene otro director, y la sor María Soledad es relegada al pequeño hospital de Getafe. Ella obedece humilde y silenciosamente, pero la escogida para reemplazarla carece de toda consistencia interior. La situación llega a ser tan difícil, que ya se habla de disolver la Congregación, pero en esto surge un sacerdote, lleno de caridad y de prudencia, que se encarga de salvar la obra. Su primera providencia fue llamar a Sor María Soledad y ponerla de nuevo al frente.

El antiguo reglamento se convierte ahora en una regla de vida, una regia dura y severa, para que el peligro en que pueda encontrarse la religiosa se aleje con el exorcismo de la penitencia y con el heroísmo de la santidad. La sierva debe ser una heroína; y la fundadora lo es en alto grado. Tiene la pasión de los pobres y de los enfermos. El cólera hace estragos en Madrid y en toda España. No importa. Ni una siquiera entre las Siervas de María retrocedió ante el contagio. Su Madre las dirige y las acompaña, enseñándoles prácticamente cómo se aplican las medicinas al cuerpo, cómo se lleva la salud y el bálsamo del consuelo a las almas. La revolución del 68 la sorprende en Valencia, donde los mismos revolucionarios se llenan de admiración ante su energía y su caridad. Se la ve entre las barricadas recogiendo a los heridos y ayudándolos a bien morir, impávida e incansable, desafiando el fuego de la fusilería y el estallido de la metralla.

El trabajo se multiplica, pero Dios envía sin cesar nuevas colaboradoras. Hay llamadas de todas partes. Los hogares visitados por la enfermedad quieren sentirse iluminados, consolados y fortalecidos por la presencia de las Siervas de María, portadoras de la dulzura, del consuelo, de la bondad, que les inculca sin cesar su Madre fundadora. Las fundaciones surgen con una rapidez prodigiosa: Santander, Almería, Ciudad Rodrigo... Todas las capitales de España, todos los pueblos más importantes. Y luego América: Cuba, Puerto Rico, Méjico.... Y más tarde, Roma.

—Rezad, rezad—decía la Madre a las hijas.

—Y ¿para qué tanto rezar?—preguntaban ellas.

—Para que se aumente la Congregación; para que las Siervas de María vayan a salvar almas por todo el mundo.

A veces, de países lejanos le llegaba una triste noticia: una Sierva de María ha muerto; ha muerto consumida por el trabajo; ha contraído la enfermedad de aquellos a quienes velaba; ha sucumbido en el puesto del deber. Ella entonces se llenaba de una pena profunda; pero luego reaccionaba y decía como fuera de sí:

— ¡Qué gloria! Caer mártir de la caridad.

Mártir de la caridad fue ella. Hasta el último momento simultaneó el cuidado de los enfermos con el trabajo ímprobo de la dirección, de la formación, de las fundaciones, hasta que Dios la llamó a descansar en su casa de Madrid al comenzar el otoño de 1887.

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