martes, 7 de marzo de 2023

07 de Marzo - SANTAS PERPETUA Y FELICIDAD

Los nombres de las Santas Perpetua y Felícitas figuran de antiguo en el canon de la misa. Habían muerto en el anfiteatro de Cartago el año 203. En el calendario filocaliano de Roma del tiempo de San Dámaso, aparece su fiesta el 7 de marzo. Después se perdió la memoria de su celebración, que a principios de este siglo restauró San Pío X. Fue con motivo de las excavaciones que se realizaban cerca de Túnez, en el emplazamiento de la vieja Cartago. Aparecieron los restos de una basílica paleocristiana y fue hallado el epitafio de estas célebres mártires. Más como el día siete estaba ocupado por Santo Tomás de Aquino se anticipó la fiesta un día.

Las actas auténticas del martirio de las célebres santas es uno de los documentos más realistas y emocionantes que se conocen. Habremos de contentarnos con espigar algunos de sus más bellos párrafos.

Las Actas constan de tres partes, dos autobiográficas y una narrativa. La primera escrita por la pluma de la misma mártir protagonista: Santa Perpetua; la segunda débase a Sáturo, compañero de martirio de la misma, y lo restante —preámbulo y epílogo— corresponde al armonizador de toda la pieza literaria, tal vez Tertuliano, que la debió ofrecer al público en griego y latín.

Como consecuencia del edicto de Septimio Severo contra los cristianos, promulgado el 202, fueron apresados al año siguiente varios cristianos de Cartago, todavía catecúmenos: Revocato y Felícitas, que eran de condición servil, o sea, esclavos, y Saturnino y Secúndulo. Con ellos estaba Vibia Perpetua, de ilustre cuna, de exquisita formación, casada con la dignidad de las matronas, a quien vivían sus padres y dos hermanos y un niño de pecho. Tendría como veintidós años.

A estos mártires se les agregó después espontáneamente Sáturo, diácono, que había sido su maestro de catecumenado y fue quien después les sostuvo en la larga lucha, Santa Perpetua nos va narrando los incidentes del proceso. Primero fueron detenidos en una casa particular, con guardias de vista. Allí comenzaron las luchas con su padre, que era pagano. Estando en esta custodia atenuada recibieron el bautismo y a los pocos días fueron metidas en la cárcel pública.

Quien haya visto la cárcel mamertina de Roma puede imaginarse lo que era una cárcel de los tiempos del Imperio.

"Me horroricé —dice la Santa—, jamás había sentido sensación de tal oscuridad. ¡Terrible día!, insoportable estrechez por el hacinamiento; pero mi mayor preocupación era por el chiquitín".

Entonces intervinieron dos diáconos ante los carceleros y trasladaron a los presos a las celdas del piso superior, desde donde podía verse el mar. Y dice la Santa con una frase muy meridional: "sentimos un refrigerio".

Porque, además, le permitieron tener consigo al niño. "Yo daba el pecho al niño, que estaba esmirriado por no haber mamado nada". Más la preocupación por su familia no la dejaba sosegar. "Me consumía viendo lo que ellos se consumían por lo que me querían.

Cuando al fin, tras algunas gestiones, logró que le dejaran consigo al niño, "noté como si la cárcel se me hubiese convertido en pretorio", y ya prefería estar allí a ningún otro sitio. Sí, el pretorio era el palacio del procónsul o gobernador, algo equivalente a nuestras capitanías generales.

Aquellos días Santa Perpetua tiene una visión. Sube por una larga escalera, a cuyos lados aparecen innumerables instrumentos de suplicio y cuyo primer peldaño, custodia un terrible dragón. El diácono Sáturo la anima y hollando la cabeza del dragón sube hasta lo alto. "Y ante mis ojos —dice— se abrió como un inmenso jardín".

La Santa nos hace la más bella descripción del paraíso, llena de alusiones a la representación iconográfica de Cristo en la primitiva Iglesia y a los ritos de la Eucaristía. "En medio del jardín estaba sentado un hombre alto, como en traje de pastor, y ordeñaba las ovejas. Y a su alrededor, millares de personas vestidas de blanco. Y levantando la cabeza fijó los ojos en mí y me dijo: "Bienvenida, hija". Y pronunciando mi nombre, me dio a comer un bocado de queso que estaba cuajando. Yo lo recibí con las manos juntas y lo comí. Y todos los circunstantes dijeron: Amén. Al ruido de las voces volví en mí y todavía me quedaba no sé qué saboreo de dulcedumbre".

La Santa comprendió que la esperaba el martirio, que no se reduciría exclusivamente a dar la vida por la fe, sino a sufrir antes mucho por el dolor de su padre pagano.

La escena que se desarrolla ante el tribunal, al tiempo del interrogatorio, es de un patetismo conmovedor.

Subió mi padre a donde yo estaba (el tablado del tribunal) para hacerme cambiar y me dijo: "Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre, si es que merezco de ti el nombre de padre. Y, pues, he hecho con el trabajo de estas manos que llegases hasta la flor de la edad, e incluso te he mejorado sobre todos tus hermanos, no seas al fin mi baldón a los ojos de los hombres. Mira a tu madre, mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte. No seas empedernida ni la ruina de todos nosotros. ¿Quién de nosotros osará abrir la boca con libertad si te cae esta pasión?"

"Estas palabras ponía le en los labios su corazón de padre. Me besaba las manos, se echaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba, llamándome no hija, sino señora suya. Yo era la primera en sentir el trance de mi padre, y veía que él sería el único de toda la parentela que no se alegraría de mi martirio".

La Santa le dio ánimos como pudo y el padre se apartó del tribunal entristecido.

Al día siguiente, con motivo del interrogatorio en el foro, en que todos confesaron ante el procurador Hilariano su fe cristiana, el padre volvió a la carga.

"Y como mi padre insistiera para que yo renegase, Hilariano, cansado, mandó que le echasen fuera y le golpearon con una vara. Sentí los varazos como si me los hubieran dado a mí. Entonces Hilariano falló sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y todos, alegres, bajamos a la cárcel".

—Como ya el niño se había habituado a tomarme el pecho y sentía placer en estar conmigo, mandé aprisa al diácono Pomponio para que se lo pidiese a mi padre. Este se negó a darlo. Pero gracias a Dios resultó que el niño no tenía más ganas de mamar, con lo que me sentí aliviada al verme libre de la preocupación del pequeño y de la molestia de los pechos".

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