En Padua, en Italia, beato Claudio (Ricardo) Granzotto, religioso de la Orden de los Hermanos Menores, que unió el ejercicio de su profesión religiosa con el arte de escultor, y en pocos años consiguió la perfección imitando a Cristo (1947).
Religioso profeso de la Orden franciscana, de quien cabe destacar la exquisita bondad y la fina sensibilidad para el arte, en especial la escultura. Dócil a la acción del Espíritu, se convirtió, de joven obrero, en modelo para los religiosos en su entrega total al amor del Señor; para los artistas, en su búsqueda de la belleza de Dios; y para los enfermos, en su adhesión amorosa al Crucificado. Lo beatificó Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.
Claudio nació el 23 de agosto de 1900 en Santa Lucía di Piave (Treviso, Italia). Su familia era económicamente modesta, pero muy cristiana. La naturaleza le dotó de una voluntad tenaz y de una exquisita bondad, que lo hacía amable a todos. El duro trabajo en el campo y, posteriormente, los oficios de carpintero y de albañil templaron su carácter y le formaron en el sacrificio y la generosidad. A los 15 años sintió repentinamente la pasión por el arte, especialmente por la escultura, la cual se convirtió muy pronto en el mayor sueño de su vida. El 2 de abril de 1918 se vio forzado a partir al frente militar y, tras un período de cuatro años transcurridos en Roma, Forlí, Nápoles, Sant´Arcangelo di Romagna y Albania, a la edad de 22 años, gracias a la ayuda de su párroco Mons. Morando, ingresó, con grandes sacrificios y admirable constancia, en la Academia de Bellas Artes de Venecia, donde, a los 29 años, obtuvo con la máxima nota el diploma de profesor de escultura.
Cuando ante la mirada del joven y apreciado profesor brillaba un espléndido futuro, el Señor lo llamó a la vida franciscana, injertando su ideal artístico en el ideal todavía más sublime de la santidad. El 7 de diciembre de 1933 ingresó en la Orden de los Frailes Menores, en San Francisco del Desierto, en la laguna véneta. Al presentarlo al ministro provincial de los Frailes Menores de Venecia, el arcipreste de Santa Lucía di Piave escribía: «La orden consigue no sólo un artista, sino también un santo».
Comienza su subida al monte santo de Dios, es un recorrido marcado por un inmenso amor a Dios; un total abandono en sus manos; una oración hecha vida y que lleva con frecuencia a fray Claudio a la adoración ante el Sagrario; al amor a todos, especialmente a los pobres y enfermos; una extraordinaria y suave humildad; una obediencia pronta y generosa; y una radiante castidad.
Su práctica heroica de todas las virtudes se alimenta de una piedad eminentemente eucarística y reparadora y de una devoción filial a María Inmaculada. Amó de corazón a la Madre del Señor, hasta el punto de poder afirmar: «¡Soy esclavo de la Virgen!... La Virgen quiere mi salvación, porque desde hace mucho tiempo estoy consagrado a su Corazón inmaculado, cuyo esclavo me considero». Por amor a la Virgen de Nazaret, construyó cuatro Grutas de Lourdes, una de las cuales, la de Chiampo, es de proporciones idénticas a las de la Gruta de Massabielle, en Francia.
Fray Claudio, que había escrito: «Señor, cuando me concedas el don de las espinas tendré la certeza de que has aceptado el sacrificio de mi vida», no rehuyó el don conclusivo con que Cristo quiso mostrarle su predilección. Atacado por un tumor cerebral, el 15 de agosto de 1947, en el hospital civil de Padua se encontró para siempre con Aquel a quien había confesado: «Quiero vivir y morir diciéndote y demostrándote que te amo más que a todos los tesoros del cielo y de la tierra». La Reina de los Ángeles, a quien había venerado y honrado con todo el corazón, lo acogía en la morada celestial el día de la solemnidad de su Asunción, atendiendo así el deseo de su siervo: «El día de la Asunción me voy». Sus restos mortales descansan en Chiampo, al pie de la gruta de Lourdes, convertida, según su promesa, en «lugar de oración y de encuentro con Dios para tanta gente».
Al principio de su vida franciscana, escribió: «Quisiera que mi vida permaneciese escondida como un grano de arena». Pero el proyecto de Dios sobre este humilde fraile menor era muy distinto. La fama de santidad de que gozaba ya en vida, tras su muerte se difundió rápidamente por el Véneto, el resto de Italia y otras muchas partes del mundo. El 16 de diciembre de 1959, el entonces Obispo de Vittorio Véneto, Mons. Albino Luciani, el futuro Papa Juan Pablo I, iniciaba el proceso diocesano sobre la vida y virtudes del artista franciscano. Este camino concluía el 7 de septiembre de 1989, día en que el Santo Padre Juan Pablo II declaraba la heroicidad de las virtudes del siervo de Dios, y el 6 de julio de 1993, aprobaba el milagro atribuido a su intercesión, declarándolo válido a los fines de la presente beatificación.
Con su vida de artista, de franciscano y de fidelidad al Evangelio, transmitió un mensaje de alegría y de esperanza tanto a los hombres de su tiempo como a los de nuestros días. Escultor de materia inerte, que supo convertir en testimonio elocuente de la Belleza divina, fray Claudio Granzotto fue, sobre todo, un espléndido escultor de sí mismo: «Me he entregado por entero a Jesús. Esto me ha costado mucho esfuerzo... Hay que dejarse moldear por él, de lo contrario vivimos la vida en vano».
En Cristo bebió el ardor que convirtió por entero su joven existencia en un fuego de caridad. Con la santidad de su vida heroica, aparece ante la Iglesia, ante los artistas y ante todo hombre de nuestros días como expresión de la humanidad nueva que el Espíritu de Jesús resucitado guía hacia los infinitos horizontes del Amor.
Religioso profeso de la Orden franciscana, de quien cabe destacar la exquisita bondad y la fina sensibilidad para el arte, en especial la escultura. Dócil a la acción del Espíritu, se convirtió, de joven obrero, en modelo para los religiosos en su entrega total al amor del Señor; para los artistas, en su búsqueda de la belleza de Dios; y para los enfermos, en su adhesión amorosa al Crucificado. Lo beatificó Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.
Claudio nació el 23 de agosto de 1900 en Santa Lucía di Piave (Treviso, Italia). Su familia era económicamente modesta, pero muy cristiana. La naturaleza le dotó de una voluntad tenaz y de una exquisita bondad, que lo hacía amable a todos. El duro trabajo en el campo y, posteriormente, los oficios de carpintero y de albañil templaron su carácter y le formaron en el sacrificio y la generosidad. A los 15 años sintió repentinamente la pasión por el arte, especialmente por la escultura, la cual se convirtió muy pronto en el mayor sueño de su vida. El 2 de abril de 1918 se vio forzado a partir al frente militar y, tras un período de cuatro años transcurridos en Roma, Forlí, Nápoles, Sant´Arcangelo di Romagna y Albania, a la edad de 22 años, gracias a la ayuda de su párroco Mons. Morando, ingresó, con grandes sacrificios y admirable constancia, en la Academia de Bellas Artes de Venecia, donde, a los 29 años, obtuvo con la máxima nota el diploma de profesor de escultura.
Cuando ante la mirada del joven y apreciado profesor brillaba un espléndido futuro, el Señor lo llamó a la vida franciscana, injertando su ideal artístico en el ideal todavía más sublime de la santidad. El 7 de diciembre de 1933 ingresó en la Orden de los Frailes Menores, en San Francisco del Desierto, en la laguna véneta. Al presentarlo al ministro provincial de los Frailes Menores de Venecia, el arcipreste de Santa Lucía di Piave escribía: «La orden consigue no sólo un artista, sino también un santo».
Comienza su subida al monte santo de Dios, es un recorrido marcado por un inmenso amor a Dios; un total abandono en sus manos; una oración hecha vida y que lleva con frecuencia a fray Claudio a la adoración ante el Sagrario; al amor a todos, especialmente a los pobres y enfermos; una extraordinaria y suave humildad; una obediencia pronta y generosa; y una radiante castidad.
Su práctica heroica de todas las virtudes se alimenta de una piedad eminentemente eucarística y reparadora y de una devoción filial a María Inmaculada. Amó de corazón a la Madre del Señor, hasta el punto de poder afirmar: «¡Soy esclavo de la Virgen!... La Virgen quiere mi salvación, porque desde hace mucho tiempo estoy consagrado a su Corazón inmaculado, cuyo esclavo me considero». Por amor a la Virgen de Nazaret, construyó cuatro Grutas de Lourdes, una de las cuales, la de Chiampo, es de proporciones idénticas a las de la Gruta de Massabielle, en Francia.
Fray Claudio, que había escrito: «Señor, cuando me concedas el don de las espinas tendré la certeza de que has aceptado el sacrificio de mi vida», no rehuyó el don conclusivo con que Cristo quiso mostrarle su predilección. Atacado por un tumor cerebral, el 15 de agosto de 1947, en el hospital civil de Padua se encontró para siempre con Aquel a quien había confesado: «Quiero vivir y morir diciéndote y demostrándote que te amo más que a todos los tesoros del cielo y de la tierra». La Reina de los Ángeles, a quien había venerado y honrado con todo el corazón, lo acogía en la morada celestial el día de la solemnidad de su Asunción, atendiendo así el deseo de su siervo: «El día de la Asunción me voy». Sus restos mortales descansan en Chiampo, al pie de la gruta de Lourdes, convertida, según su promesa, en «lugar de oración y de encuentro con Dios para tanta gente».
Al principio de su vida franciscana, escribió: «Quisiera que mi vida permaneciese escondida como un grano de arena». Pero el proyecto de Dios sobre este humilde fraile menor era muy distinto. La fama de santidad de que gozaba ya en vida, tras su muerte se difundió rápidamente por el Véneto, el resto de Italia y otras muchas partes del mundo. El 16 de diciembre de 1959, el entonces Obispo de Vittorio Véneto, Mons. Albino Luciani, el futuro Papa Juan Pablo I, iniciaba el proceso diocesano sobre la vida y virtudes del artista franciscano. Este camino concluía el 7 de septiembre de 1989, día en que el Santo Padre Juan Pablo II declaraba la heroicidad de las virtudes del siervo de Dios, y el 6 de julio de 1993, aprobaba el milagro atribuido a su intercesión, declarándolo válido a los fines de la presente beatificación.
Con su vida de artista, de franciscano y de fidelidad al Evangelio, transmitió un mensaje de alegría y de esperanza tanto a los hombres de su tiempo como a los de nuestros días. Escultor de materia inerte, que supo convertir en testimonio elocuente de la Belleza divina, fray Claudio Granzotto fue, sobre todo, un espléndido escultor de sí mismo: «Me he entregado por entero a Jesús. Esto me ha costado mucho esfuerzo... Hay que dejarse moldear por él, de lo contrario vivimos la vida en vano».
En Cristo bebió el ardor que convirtió por entero su joven existencia en un fuego de caridad. Con la santidad de su vida heroica, aparece ante la Iglesia, ante los artistas y ante todo hombre de nuestros días como expresión de la humanidad nueva que el Espíritu de Jesús resucitado guía hacia los infinitos horizontes del Amor.
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