Nació en Murcia, en España, beata María Ángela Astorch, abadesa de la Orden de las Clarisas, la cual, muy humilde y entregada a las penitencias, daba buenos consejos y ayuda, tanto a las monjas como a los laicos († 1665)
El 1 de septiembre de 1592 nacía en Barcelona Jerónima, cuarto vástago del matrimonio Cristóbal e Isabel Astorch. Su padre, que pertenecía al gremio de libreros, desempeñaba un cargo público importante. Su madre, heredera de una cuantiosa fortuna, era una dama de acendrada religiosidad.
Doña Isabel falleció en 1593, cuando la pequeña Jerónima contaba apenas diez meses. Hubo de ser confiada a los cuidados de una nodriza en el pueblo de Sarriá. Cuatro años más tarde moría don Cristóbal. La huerfanita creció hasta la edad de nueve años en casa de su aya, que la quería como una verdadera madre. Escribe ella recordando aquellos años: «Era yo la alegría y el entretenimiento de todo el lugar. Mi esparcimiento era jugar con pájaros, los cuales tenía en abundancia y muy hermosos, y con las aves del cielo. Y, a las tardes, tomar la fresca con la luna, saliendo a lugares solos de mucha arboleda...».
Frisaba en los siete años cuando un día, por haber comido «almendrillas verdes», se puso tan mala que todos la dieron por muerta y aun se hicieron los preparativos para el entierro. Ella, en sus memorias, atribuye reiteradamente a la intercesión de la Madre Ángela Serafina y a la intervención prodigiosa de la Virgen María el haber vuelto a la vida. Desde entonces -escribirá más tarde- «corre mi vida por cuenta de esta divina Señora». Y añade: «Mi niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida, compuesta, callada y verdadera».
A los nueve años la tomó bajo su responsabilidad uno de los tutores. Aprendió a leer y hacer labores. Se despertó en ella una afición incontenible a los libros, en particular a los escritos en latín. Ella misma afirma que dejaba admirado al maestro, que le daba lección, por la prontitud de captación y su fácil retentiva.
A la escuela de Madre Ángela Serafina Prat
El 16 de septiembre de 1603, con once años recién cumplidos, Jerónima era recibida en el convento de las capuchinas de Barcelona; el obispo en persona, don Alonso Coloma, la entregó a la fundadora, Madre Ángela Serafina Prat. Esta santa mujer había reunido en 1589 a un grupo de jóvenes colaboradoras, la más adicta de las cuales era Isabel Astorch, hermana mayor de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio pontificio la erección canónica de un convento de capuchinas, que desde febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones afluían numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y fervor de las religiosas, no menos que por la fama de santidad de la fundadora.
Nuestra jovencita, que recibió el nombre de María Ángela, no cabía de gozo al verse en aquel recinto de santidad, donde se conjugaban armoniosamente el rigor de la penitencia con un clima familiar de sencillez y de alegría. «Lo primero que puso Dios en mi corazón -escribe- fue el parecerme las religiosas santas. Hasta el hablar unas con otras y hasta cualquier ruido que oía en casa, todo me sabía a santo. Y así me causaba todo gran devoción... Mi corazón estaba tal, que me apasionaba en querer seguirlas en todo cuanto alcanzaba a ver o saber de mortificaciones o penitencias...»
Tuvo la fortuna de hallar un guía espiritual a su medida en el sacerdote aragonés mosén Martín García, forjado por muchos años en la vida eremítica. Ella le abría candorosamente su espíritu y él la iba encaminando inteligentemente hacia una piedad cada vez más interiorizada hasta introducirla de lleno en la oración mental y en la contemplación infusa. María Ángela tomó como modelos vivientes a su venerada Madre Ángela Serafina, de altas experiencias místicas, y a su propia hermana sor Isabel, favorecida asimismo con dones superiores.
En cambio, tuvo que soportar la incomprensión, la dureza y hasta los malos tratos de una maestra, inmadura y celosa, que no perdía ocasión de humillarla. Le daba en rostro todo lo que a las demás, especialmente a la fundadora, les caía en gracia en la benjamina: su voz sonora y armoniosa en el canto coral, su conocimiento de los textos litúrgicos, sus modales comedidos, sus salidas de persona mayor, hasta sus actos de virtud. María Ángela sufría en silencio y se esforzaba por corresponderle con dulzura y sumisión, pero no estuvo en su mano dominar la incompatibilidad con la maestra: «Era en todo opuesta a mi natural y condición -declara-; siempre me hacía horror vivir con el modo de ser dicha sierva de Dios».
Hubo otra causa particular de sufrimiento: su pasión por los libros en la lengua latina. Al entrar en el convento había traído consigo los seis tomos del Breviario, que se había hecho comprar previamente. Se hallaba ya entonces familiarizada con los latines de la oración oficial de la Iglesia, que será en adelante su alimento espiritual y su consuelo. Toda su gloria era verse rodeada de libros en latín. Niña como era, se entretenía a veces amontonando los breviarios y diurnales, que las hermanas tenían en el coro. Quedó desconsolada el día que le quitaron los tomos de su Breviario; el confesor hizo que le quitaran todos los libros en latín, y le prohibió servirse de textos bíblicos y litúrgicos en esta lengua cuando platicaba con él en el confesionario. Lo sorprendente era la propiedad con que los aplicaba y el conocimiento que demostraba de la lengua litúrgica.
Cinco años hubo de pasar en calidad de aspirante, pero en régimen de noviciado. El 7 de septiembre de 1608 dio comienzo al año canónico de prueba bajo la dirección de su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución de la maestra anterior. «La primavera de mi espíritu», llama aquel tiempo de intensidad contemplativa y ascética, para el que tomó como abogado y guía al evangelista san Juan. Ella misma nos ha dejado un esbozo de los sensatos criterios formativos de su santa hermana; inculcaba la responsabilidad personal: cada novicia había de llegar a ser «maestra de sí misma». Lejos de mimar a su hermanita, se mostró con ella calculadamente seca y hasta huidiza. Esto y las tentaciones y pruebas de espíritu que la afligieron en ese año la ayudaron a madurar internamente. Entre otras molestias del enemigo, una fue la tentación de pasarse a otra Orden de ritmo más monacal y solemne, «para vacar más libremente a la oración y lectura de libros espirituales».
Por su cultura superior y su madurez, fue encargada de instruir a sus compañeras de noviciado. Y esto también le atrajo su dosis de mortificación; la apodaban la «maestrita».
La vida de la fundadora, Madre Ángela Serafina, tocaba a su fin. El 15 de diciembre de 1608 reunió por última vez la comunidad en capítulo; en él propuso a votación la admisión de sor María Ángela a la profesión; no quería morir sin estar segura del futuro de su novicia predilecta, de la que tanto esperaba. Ese mismo día hubo de guardar cama y el 24 de diciembre expiraba santamente entre el llanto de todas.
Apenas concluido el año canónico, el 8 de septiembre de 1609, sor María Ángela emitió su profesión. Continuó su formación como joven profesa, siempre bajo la guía de su hermana Isabel, ahora nombrada «maestra de jóvenes», y bajo la dirección espiritual del buen mosén Martín García. Siempre recordará aquellos años felices en que vivió de continuo en un ansia incontenible de Dios, dándose sin trabas a la lectura y a los ejercicios de humildad y de mortificación. Con su hermana y con otras dos compañeras hizo un pacto «de hermandad muy íntima y de desafío», bella porfía de generosidad, en que no faltaba la rigurosa corrección recíproca acompañada de eficaces reparaciones en privado y en público.
Todo se hacía bajo el control paternal del anciano confesor, atento a moderar lo que pudiera haber de excesivo en aquellos fervores juveniles. No dudó en concederles dos días más de comunión semanal sobre los que tenía la comunidad, satisfecho como estaba del adelanto espiritual de las tres.
He aquí cómo recuerda, en su lenguaje siempre expresivo, los goces de su espíritu, especialmente en la contemplación bíblica:
«En este tiempo era mi alma un remedo de mariposa, de noche y de día, ardiendo en fuego vivo y sed insaciable en busca de mi Dios... Sólo le hacía ausencia el tiempo que tomaba del sueño; y éste lo tomaba tan sobrelevantada que, apenas despertaba, cuando ya me sentía llamada y solicitada de mi divino Señor con lugares particulares de la Escritura, Evangelio y Cantares... Gozaba de gran paz y tranquilidad interior en el cantar los divinos oficios. Tenía muchísimas inteligencias de lo que decían muchísimos lugares y versos...»
Y dice cómo sufrió al prohibirle el confesor poner atención a esas inteligencias durante el recitado coral, así como el decir o cantar versículos fuera del coro, como lo venía haciendo durante las labores. No contenta con las lecturas bíblicas del Breviario, se propuso leer la Biblia entera, en latín, desde la primera página del Génesis. Durante dos años tuvo el cargo de sacristana y el de «correctora de coro», ya que ninguna otra se hallaba mejor preparada para velar por la fidelidad a las rúbricas y la recta lectura de los textos latinos. Además, y no obstante su corta edad, fue elegida sexta discreta, es decir una de las ocho consejeras que prescribe la Regla de santa Clara.
Maestra de novicias a los 21 años
El convento de Santa Margarita de Barcelona no tardó en proliferar, dando lugar a toda una nutrida constelación de fundaciones en toda España, en Cerdeña, México, Guatemala, Perú, Chile, Argentina... Hoy son un centenar los monasterios que se remontan, en su origen más o menos remoto, al fundado por la Madre Ángela Serafina.
En 1609 salieron las fundaciones de Gerona y de Valencia. En 1614 llegó el turno a la de Zaragoza. El 24 de mayo de ese año llegaban a la capital de Aragón las seis religiosas destinadas a la fundación del monasterio que sería intitulado de «Nuestra Señora de los Angeles». Entre ellas se hallaba sor María Ángela, que iba con el cargo de maestra de novicias y de secretaria. Tenía 21 años de edad.
No le faltaron momentos de apocamiento al sentirse «con cargo de almas para enseñarles religión y camino espiritual y trato con Dios». Pero se sobreponía con la seguridad de la ayuda divina. Tomó como modelo la pedagogía evangélica aprendida de su hermana Isabel, ahora abadesa en Barcelona; moriría dos años más tarde en fama de santidad. Los ideales y métodos de María Ángela como formadora se hallan reunidos en su opúsculo Práctica espiritual para las nuevas y novicias. Su primera preocupación era poner a las jóvenes en contacto directo con Dios mediante la vida litúrgica y la oración contemplativa: «Han de hambrear de noche y de día ser almas de oración; y de esto traten y hablen siempre las unas con las otras». Al mismo tiempo las guiaba al descubrimiento de la realidad de cada compañera en el trato mutuo y en las exigencias de la vida comunitaria. Era exigente en punto a unión fraterna y total nivelación entre las hermanas. Atenta a la formación de toda la persona, las hacía asimilar la disciplina externa en los actos comunes, en el trabajo, en la visita diaria a las enfermas, en el porte personal, en la comida, en el sueño... Pero en ninguna cosa ponía mayor cuidado que en la instrucción detallada de la recta ejecución de las celebraciones litúrgicas y en el espíritu con que habían de participar en ellas.
Fue mantenida en el oficio de maestra de novicias por tres trienios, de 1614 a 1623. En este año le fue confiada la formación de las jóvenes profesas, cargo que desempeñó hasta su elección como abadesa en 1626. Más tarde, en la fundación de Murcia, uniría al cargo de abadesa el de maestra de novicias, por deseo de la comunidad.
Había en ella, en efecto, dotes eximias de formadora. No hallaba dificultad en ganarse la confianza de las jóvenes a ella encomendadas; sabía identificarse con la índole y las situaciones de cada una, recurriendo si era necesario a medios extraordinarios. Escribe ella misma: «Muy en particular se me llevaban el afecto las que estaban más afligidas por luchas y tentaciones interiores, que me constaba de muchas por la humildad y claridad de conciencia que guardaban conmigo, con harta confusión mía».
Talla humana de María Ángela
En lo físico, era baja de estatura. Lo delicado de sus facciones, el mirar apacible de sus ojos, habitualmente entornados, su continente grave y hasta solemne, su hablar dulce y reposado, formaban un conjunto que infundía respeto y confianza a un mismo tiempo. Se añadía la claridad y viveza de sus facultades mentales, junto con un sentido finamente femenino del detalle y una sensibilidad que le hacía vivir intensamente cada circunstancia.
A ruegos de ella, siendo joven formadora, le hizo su confesor, el canónigo Gil, la ficha de su temperamento: «Natural vivo, vehemente y muy sutil». Y le dio como programa espiritualizar el natural, sin cohibirlo ni ignorarlo. Gracias al mandato del que fue su confesor desde 1641, don Alejo de Boxadós, poseemos el autorretrato moral más acabado que cabe desear. De él tomamos algunos rasgos:
1. Señor: mi natural es colérico, flemático, amoroso, agradecido y correspondiente, y tan fiel, que pasaré por cualquier cosa por guardar ley a quien de mí hiciera confianza.
2. También tengo aversión a personas cautelosas y de segundas intenciones, y de las que hacen demostraciones de que pasan grandes cosas interiores, ora sean gracias de Dios ora sean trabajos...
3. Curiosa en extremo..., siempre tengo de ir aseada en mi aseo y aliño como una señora en el suyo.
4. Tengo el entendimiento muy discursivo en cosas de pena, y esto es uno de los mayores impedimentos que me perturban y desasosiegan la quietud interior.
5. Quiero, y apetece mi natural ser querido, pero, no para ser blanco de voluntades, si bien siento mucho el desamor e ingratitud, sino para mayor unión y hacer efecto en los corazones.
6. Soy enemiga muchísimo de tratar con personas de un ordinario saber, y presuntuosas. Y es mi pasión tratar con las de buen sentir así en cosas corporales como espirituales y, para lo que toca a mi espíritu, doctas, graves y santas.
Entre las limitaciones humanas, que ella reconoce y lamenta, una es el complejo del miedo. «He tenido toda mi vida terrible pavor a los muertos», escribe en 1634. También le hacían pasar muy malos ratos las representaciones infernales. Otro reflejo de esa tendencia aprensiva era su temor a la muerte y a los juicios de Dios. A todo ello hallaba remedio abriéndose a la Palabra de Dios, que le devolvía la serenidad interior con las luces que Dios le comunicaba oportunamente.
Las hermanas que declararon en el proceso informativo son prolijas en enumerar los rasgos positivos del retrato moral de la venerada Madre, en especial insisten en su amor a la verdad por encima de todo convencionalismo e hipocresía. Ponderan asimismo la apacibilidad de su semblante siempre alegre.
Había en su trato cierta innata distinción, que le comunicaba ascendiente sobre los extraños, incluidos sus confesores. Con éstos observaba «sujeción a ley de espíritu noble»; y explicaba el motivo: «Creo toma mi alma este modo noble de lo mismo que Dios usa con ella, porque es tan grande la nobleza y suavidad con que me llena y atrae para sí, que me deja llena de una reverencial y humilde nobleza. Y así, por esto, creo que quien quisiere obrar en mí por diferente modo, me destruye de todo punto».
La mística del breviario
Los sacerdotes que trataron a María Ángela en Zaragoza y en Murcia quedaban intrigados por su conocimiento carismático de la sagrada Escritura, de los santos Padres y de la lengua latina. El arzobispo de Zaragoza se creyó en la obligación de designar una comisión de cinco examinadores para averiguar hasta dónde era «infuso» semejante fenómeno; le hicieron toda clase de pruebas a base de citas latinas, y ella fue indicando con precisión libro y capítulo de la Biblia o el escrito patrístico donde se hallaban. Quedaron asimismo sorprendidos al saber que, en la sala de labor, leía a las religiosas en latín el libro Vitae Patrum -vidas de los padres del yermo- traduciéndolo luego y explicándolo puntualmente. Parecido examen harían más tarde en Murcia el deán y un canónigo de aquella diócesis.
El breviario fue siempre la base de sus ascensiones místicas; la sagrada Escritura le ofrecía las expresiones más adecuadas para sus sentimientos íntimos, brotados bajo la acción de la luz contemplativa. Su piedad era eminentemente litúrgica. El versículo de un salmo, la lectura de un nocturno, un responsorio, una antífona, bastaban para transportarla al plano de las experiencias unitivas. Éstas, con todo, no le impedían seguir el movimiento del rezo con absoluta fidelidad e intervenir al punto cuando se cometía algún error en las rúbricas. Escribe en 1624: «Me acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo que puedo decir con verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y no la composición y versos de los salmos». Dios mismo se constituía en «maestro y declarador de su Palabra».
Le gustaba considerar la Iglesia de la tierra y la del cielo unidas en la misma liturgia de alabanza. En la fiesta del Ángel de la Guarda de 1642 experimentó un «parentesco cercano» con los ángeles y bienaventurados y se sintió movida a lanzar un «desafío» a los moradores de la Jerusalén celestial: «Como moradora que soy de la Iglesia militante, tengo que cantar las alabanzas divinas con pureza y alegría de corazón..., y de todas hacer unos perfumes a la beatísima Trinidad, uniéndolas y poniéndolas en el incensario de oro del Corazón de Cristo, mi Señor».
El coro conventual era el lugar privilegiado del encuentro con Dios y consigo misma. «En él tengo mi oración -escribe- y, por la mayor parte, todos mis mejores empleos así de noche como de día. Es el puesto en donde más misericordias recibo...»
No obstante la importancia que tenía en su espiritualidad el Oficio divino, el verdadero centro vital era el misterio eucarístico. Ponía esmero particular en la participación activa de la comunidad en la santa Misa. Siendo abadesa obtuvo para todas las religiosas la licencia para poder recibir la comunión diariamente.
«Cuando su Majestad se encierra a solas con mi alma»
Las páginas más espléndidas de las cuentas de espíritu de María Ángela son aquéllas en que lucha por hallar un vehículo de expresión a lo que ella experimenta en las horas inefables de lo que llama «cerrado silencio interior», «silencio hablador», «íntima posesión y dulzura interior», «cercanidad divina»... Es una contemplación quieta y gozosa, por lo general, pero a veces vehemente.
Cuando Dios quiere disponerla a una merced particular le «llena el espíritu de un temple humilde y suave», que redunda en los sentidos. Y esto aun durante el día, esté donde esté. Es como un «respirar en Dios» aun en medio de las ocupaciones externas. Bajo la luz infusa, que la envuelve y la penetra, se siente «cogida», «robada», «poseída» por Dios, a merced de operaciones íntimas que la aligeran y la transforman. A veces las recibe como «hablas poderosísimas» que producen lo que significan, porque «el decir de Dios es obrar».
El punto de partida son siempre las ideas y los sentimientos que suscita en su alma la liturgia del día. Cualquier domingo del año le hace vivir, por ejemplo, la «festiva resurrección» del Señor.
Pero no todo son consuelos y enajenaciones amorosas. Con frecuencia ha de experimentar la «enfermedad de ausencia», cuando el Amado se retira. Escribe muy expresivamente en 1636: «La especial presencia y asistencia de su Majestad, tan dulce y familiar, se me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse puede, si se hubiera ausentado en las Indias».
Forma contraste con su continente externo, digno y comedido, y aún con su fe reverencial en las celebraciones litúrgicas, su postura íntima, de verdadera infancia espiritual, ante Dios, que desempeña con ella «oficios de papá». Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de gozo, o como ella dice de «ancheza y libertad de espíritu», que se respira en todas sus páginas: un aura franciscana de «hilaridad interior», fruto del vacío total de creatura, cuando el alma se ve «señora de sí misma».
María Ángela tenía orden de los confesores, ya desde 1627, por lo que hace a las gracias místicas extraordinarias, de «no buscarlas ni admitirlas». Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a veces más allá de lo aconsejable, en especial durante la recitación de las horas canónicas y la participación en la misa. Se hallaba como cogida entre la vehemencia de la atracción divina y la voluntad del mismo Dios, que le hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y canta!». Volvía el ímpetu del rapto, y nuevamente la voz interior le hacía estar sobre sí: «¡Canta y obedece!». En ocasiones se veía obligada a asirse fuertemente al asiento o a la reja del coro para no ceder al rapto.
Esa violencia reiterada le producía los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a los médicos. Era dolencia de amor.
Todo comenzó, allá por el año 1620, siendo maestra de novicias, con la «vista de un corazón bellísimo, muy grande y delicadísimo..., en el aire, entre cielo y tierra...». Lo flanqueaban, de un lado, la Virgen con el Niño, y del otro, san Francisco de Asís. «De la vista de este corazón -concluye- quedé esclava y cautiva». Y le dejó un ardor permanente en el corazón, con una sensibilidad tal, que cualquier contacto le producía un dolor insoportable. Se trata del fenómeno místico del corazón herido que, como en otros santos, se completó con la experiencia de la permuta de corazones. No fueron ímpetus de juventud: todavía en 1646 seguía sintiendo en el corazón «fuego vehementísimo, como cuando revienta una granada, un ardor que vaporeaba hacia arriba».
En relación con esa experiencia se coloca su amor apasionado al «melifluo Corazón de Jesús». Y esto medio siglo antes de las conocidas apariciones a santa Margarita María de Alacoque. «Es mí blanco -escribe-; lo amo apasionadamente». Y lo saluda: «Mi incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo que espero, claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu..., escuela y cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad...»
«¡Qué gran tesoro y dicha es ser hija de la Iglesia!»
En un siglo en que la espiritualidad católica se desenvolvía casi al margen de la liturgia y en que, incluso la teología, veía en la Iglesia únicamente la institución visible, María Ángela puede ser considerada como una verdadera excepción. Fue su misma intuición mística, guiada por la Palabra de Dios, la que la llevó a vivir en forma excepcional el misterio de la Iglesia.
Se siente profundamente deudora a la bondad divina por el beneficio de ser hija de la Iglesia, experimenta, aun en visión, el calor del regazo maternal de la esposa de Cristo, se esfuerza por formar a las religiosas en la conciencia gozosa de ser hijas de la Iglesia, en la oración insistente por las necesidades de la Iglesia.
Se siente unida en estrecho parentesco con todos los fieles, a quienes llama reiteradamente «mis hermanos»; ella misma siente entrañas maternales para con todos los redimidos: ¡«Oh, quién pudiera ser madre de todos ellos!». Desearía «ponerlos a todos dentro del Corazón de Cristo». Comparte el dolor de la Iglesia por los hijos separados de ella: los malos católicos, los herejes.
No sabe cómo corresponder a tanto como le viene comunicado por mediación de la Iglesia, en especial los «misterios» y las «verdades» que ella nos propone. Fue ésta la razón fundamental que la impulsó a tomar con apasionamiento el aprendizaje del latín: «Entender los misterios en la propia lengua en que nuestra madre la Iglesia nos los propone». No es sólo un adherirse al magisterio de la Iglesia con docilidad de fe, sino un «sujetar y cautivar mi juicio, saber y sentir a mi madre la Iglesia católica romana», hasta ofrendar la vida en su defensa si fuera necesario.
Medita con frecuencia en la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, fundada por Él en la cruz. Es la Iglesia la que nos aplica los frutos de la sangre de Cristo. María Ángela se considera «incorporada dentro de los profundos tesoros» de la Iglesia y mira el convento fundado por ella en Murcia unido a la Iglesia universal, «árbol plantado en la heredad de la Iglesia». Anhela por el día en que no haya más que un solo redil y un solo Pastor, «un solo pueblo, puro y santo, todos del linaje real de Dios».
Irradiación a través de la reja conventual.
La caridad apostólica de María Ángela corría parejas con su amor encendido al divino Esposo y con su solicitud entrañable por las hermanas puestas a su cuidado. Se sentía «hermana y madre de todos los fieles». Desde el encierro de los muros conventuales, ardía en ansias de prodigarse en bien de todos los redimidos. «Dios eterno -oraba-, que infundís este afecto y ansia interior en mi espíritu por la salvación de los fieles: ¡oh, si me fuera posible obrar en los corazones de todos!... Decidles que un alma penada y ansiosa de su bien se deshace en ansias de sus medros y de que os conozcan, sujeten y amen».
Echaba mano constantemente de los medios al alcance de una religiosa contemplativa: la oración, la penitencia, el amor redoblado al Señor para compensarle de las ofensas y del desamor de los hombres. Pero, sin pretenderlo, hubo de experimentar que, como ha dicho Jesús, la luz no se enciende para que quede oculta bajo el celemín, sino para que alumbre. No tardaron en trascender fuera los dones superiores que la adornaban: la santidad de vida, su don de consejo y aun la eficacia excepcional de su intercesión. Ella hubiera querido seguir ignorada en el encierro claustral, pero sus confesores le apremiaban a no negarse al reclamo de la caridad. Y hubo de prodigar su tiempo con las personas de toda clase social que acudían a ella en busca de consejo, de consuelo y de orientación en la vida. Se sabe nominalmente de hombres y mujeres de familias destacadas que fueron verdaderos «hijos espirituales» suyos y de prelados eminentes que mantuvieron con ella comunicación espiritual, entre éstos el cardenal Trivulzio, virrey de Aragón, el obispo de Albarracín don Jerónimo de Lanuza, el arzobispo de Zaragoza Martínez de Peralta, el patriarca de las Indias Occidentales Alonso Pérez de Guzmán.
Dentro de esta caridad universal ocupó lugar especial, sobre todo desde que estalló la guerra del principado en 1640, Cataluña, «mi patria atribulada», como ella se expresa. Sufrió y oró, teniendo que acatar los insondables designios de Dios en aquella tragedia cuya razón no acababa de entender. Algo de aquella angustia se revela en lo que escribía en 1646: «Queriendo rogar por la paz de los reyes y príncipes cristianos, no pude. Y me dijo su Majestad: ¡Hija, todos son unos! Y me dio inteligencia muy distinta que pecaban por malicia y pertinacia».
«Me guiso a mí misma para comida gustosa de todas»
En 1626 María Ángela había sido elegida abadesa con la necesaria dispensa, ya que los cánones exigían cuarenta años de edad y ella contaba sólo treinta y tres. Gobernó durante dos trienios seguidos la comunidad de Zaragoza, y después aún en dos trienios más con intervalos de tres años. Siendo vicaria partió para la fundación de Murcia; en este monasterio ejerció el cargo de abadesa hasta su renuncia espontánea cinco años antes de su muerte. En total veintisiete años al frente de la comunidad.
Consideró siempre como el primer servicio que la «madre y servidora» debe prestar a sus hermanas, según la Regla de santa Clara, el cuidado espiritual. Para ello se propuso «llevar a cada una al paso con que Dios la quiere hacer caminar», sin «enfilar» a todas por el mismo carril. Las hermanas que la tuvieron por superiora se hacen lenguas de aquel su estilo evangélico de servir más que de gobernar: «No tenía aceptación de personas». «Era la primera en barrer, fregar, lavar la colada, entrar leña». «Tenía particular prudencia y gracia para mover sin desagradar». «Era muy ponderada en la reprensión de los defectos, pero en los casos obligatorios de hacer correcciones, las hacía con todo valor..., a veces con sólo un gesto o con una mirada». «Poseía el don de consejo, dando respuestas adecuadas a la situación de cada una...; las hermanas estaban persuadidas de que penetraba el interior». «Era muy amada y venerada de todas». «Procuraba consultar lo que se había de obrar, y tenía mucha docilidad en seguir el parecer justo de cualquiera, aunque fuese contra el suyo».
De esta disposición suya para dialogar, escuchar y valorar el parecer ajeno escribe ella misma: «Dejo pasar en las cosas indiferentes, no dándoseme nada se haga lo contrario de mi sentir y querer». Diseminados en sus escritos hallamos acá y allá preciosos trazos de su fisonomía como guía de la comunidad:
«Me juzgo indigna de estar entre las siervas de Dios». «Mi norma es callar y sufrir, y llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios». «Estoy atenta a llevar las condiciones y naturales de mis religiosas, aunque me lo quite de mi comodidad». «El ajustarme a todos los naturales y condiciones es sin duda obra de la gracia; y ésta me la da Dios para beber aguas muy amargas a mi natural y condición; pero así conquisto mi alma». «Con el oficio de prelada tengo muchas ocasiones de morir a mí misma y de dar a mi divino Señor mi vida en sacrificio, porque me guiso a mí misma para comida gustosa de todas». «Venero en mis religiosas la santidad oculta que Dios ha infundido en sus almas».
Entre los servicios prestados a la comunidad de Zaragoza cabe mencionar la construcción del nuevo convento, gracias a la buena ayuda recibida de un sacerdote bienhechor.
Otra importante iniciativa suya es la revisión de las Constituciones, mejorando el texto barcelonés, «de común consentimiento de todas las monjas, después de madura consideración». Fueron aprobadas por Urbano VIII en 1627. Por ellas se regirán andando el tiempo hasta trece monasterios derivados del de Zaragoza o relacionados con él.
Fundación de Murcia
Desde años atrás venía deseando María Ángela realizar una fundación, si fuera posible en Cataluña. En 1640 vino a apoyar el proyecto el nuevo confesor, don Antonio Boxadós, que gestionaba en Madrid la adjudicación del cargo de inquisidor en Murcia. De lograrlo, correría por cuenta suya el llevar a término la fundación de un convento de capuchinas en esta ciudad. Vencidas las dificultades, se logró la cédula real de 3 de diciembre de 1644 que autorizaba la erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo Sacramento.
El 9 de junio de 1645 partía de Zaragoza María Ángela con otras cuatro religiosas. Al cabo de un viaje sembrado de peripecias, llegaron a destino el 28 del mismo mes. Al día siguiente, fiesta de San Pedro, fue la solemne inauguración del monasterio y la entrada en clausura.
La primera preocupación de la fundadora fue encauzar debidamente la nueva comunidad, atendiendo sobre todo a la formación de las jóvenes, que no tardaron en afluir en buen número.
No faltaron pruebas sensibles en aquellos primeros años. La primera fue la gran epidemia del año 1648: la ciudad quedó casi despoblada; las víctimas fueron, al decir de un autor, más de 24.000 en toda la comarca. El contagio hizo presa en la comunidad; y se debió a la oración confiada e insistente de la santa abadesa el que no muriera ninguna de las religiosas. Pero se hubo de lamentar la muerte de uno de los donados agregados al convento.
La otra prueba, más penosa, fue la inundación del 14 de octubre de 1651, la más desastrosa que recuerdan los anales de Murcia. En total quedaron arrasados más de doscientos edificios; los muertos pasaron de dos mil. El convento de las capuchinas se hallaba en la parte más elevada del casco urbano, pero de nada sirvió. En vista de que las aguas habían llenado la iglesia y todas las dependencias de la planta baja, subiendo siempre de nivel, optaron por abandonar la clausura, después de sumir las especies sacramentales, lanzándose a través de la corriente para ganar el próximo colegio de la Compañía. Estaban aún en el zaguán de éste, cuando oyeron el estruendo de la iglesia de su convento, que se vino abajo, perdiéndose cuanto había en ella y en la sacristía.
Pasaron trece meses en una residencia de verano que los jesuitas les cedieron generosamente en la montaña de Las Ermitas. Hallaron el convento en pésimas condiciones todavía. Y, cuando se planeaba la nueva obra, una segunda inundación, el 7 de noviembre de 1653, las obligó a regresar a Las Ermitas.
Mucho más sensible que estos infortunios fue la indigna calumnia levantada ante el prelado contra la santa abadesa y las religiosas por obra de una mujerzuela; todo terminó con la retractación de la mal aconsejada y con el reconocimiento de la inocencia de las difamadas.
Entre tanto se fueron activando las obras del convento, y el 22 de noviembre de 1654 la comunidad pudo regresar a él definitivamente.
El último heroico desaproprio... y la unión eterna
La vida íntima de María Ángela, en todo este tiempo, avanza cada vez más, a fuerza de purificaciones y de pesadumbres, hacia la transformación por amor. Su contemplación se hace aún más explícitamente bíblica y litúrgica. Sigue meditando con amor compasivo en los pasos de la pasión del Señor, pero ahora su meditación es menos sujeta a la sensibilidad, más atenta a las «penas mentales» del Redentor. Se siente atraída con nueva fuerza al Amor. «Quisiera ser la más fina amante que jamás haya tenido», escribe en 1650. Por lo mismo le resultan más duras «las ausencias y soledades del amante Dios».
Experimenta la presencia unitiva de continuo, junto con el «total vacío de sí misma», que ella llama también «verdadera pobreza de espíritu», renunciando aun a las mercedes que el Señor le concede para vivir del puro amor.
Su «sentido espiritual» va ganando en «sutileza», para usar su propia expresión, y en hondura. Cualquier circunstancia externa -el canto de una avecilla, unos compases de música, una letrilla devota, sobre todo un lugar de la Escritura o una verdad de fe-, es un reclamo que le hace sentir «novedad interior y alientos divinos». Experimenta «tientos» de la unión eterna y suspira cada vez con mayor ansia por la «seguridad de la posesión de la eterna Jerusalén». «Siento una desnudez de todo lo de acá -escribe-, como de cosas aparentes y de burla; y así estoy entre ellas como de puntillas. ¡Ay, Señor, y cuándo será ese momento y día! ¡Ay de mí, que se me alarga este destierro mío! (Sal 119,5)».
Desde 1654 padecía dolencias que preocupaban a las religiosas. En 1661 fue perdiendo rápidamente el vigor de sus facultades y quedó reducida a un estado infantil, incomprensible para cuantos habían conocido su clarividencia mental y su presencia de ánimo. Tuvo, eso sí, la cordura suficiente como para comprender que, en aquella situación, no debía seguir al frente de la comunidad. Hizo reunir el capítulo y elegir a su sucesora.
«Incapaz para lo temporal, pero con mucho conocimiento de lo divino», la vieron las religiosas en aquellos años. Era natural que todos atribuyeran aquel estado de disminución a un proceso de senilidad, tal vez prematuro. Pero ¡cuál no fue la sorpresa y la emoción de las hermanas y de cuantos la conocían al encontrar después de su muerte, entre sus papeles, una oración autógrafa, redactada en 1661, cuando aún gozaba de plena lucidez, en la que suplicaba al Señor la gracia de «quedar inepta en lo exterior, para las cosas de este mundo y, consiguientemente, sin el cargo de prelada; de tal modo que no la impidiese, en su interior, andar siempre en la divina presencia, alabándole y glorificándole!».
El 21 de noviembre de 1665 le sobrevino un ataque de hemiplejía. Al propio tiempo recobró en pleno el uso de sus facultades mentales. Hizo su confesión con la lucidez de sus mejores años. Recibido el Viático la vieron permanecer extática por largo rato. Expiró serenamente el 2 de diciembre de 1665, después de haber entonado, con un resto de voz, el Pange lingua, coreado por sus hijas espirituales entre gemidos incontenibles. Contaba 73 años de edad.
La ciudad de Murcia se volcó a venerar el cuerpo de la que todos proclamaban santa. Y comenzaron a multiplicarse los milagros obtenidos por su intercesión. En 1668, apenas transcurridos dos años después de la muerte, fue iniciado el proceso informativo diocesano con miras a la beatificación. Circunstancias diversas fueron retrasando el proceso apostólico. Por fin el 29 de septiembre de 1850 recibía canónicamente el título de Venerable. Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de 1982.
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