domingo, 7 de enero de 2018

San Raimundo de Peñafort


Barcelona era ya entonces la gran ciudad mediterránea, la de los ricos magnates, la de las grandes empresas mercantiles, la de las audacias guerreras, encaminadas a enriquecer y extender la patria. Los sabios empiezan también a distinguirse dentro de sus muros, a la misma altura que los guerreros y los comerciantes. Así el maestro Raimundo, gran lumbrera del espíritu en aquel siglo en que brillan como soles Alberto Magno y San Buenaventura. La juventud acude a recibir su enseñanza, los barceloneses le consideran como la gloria de su ciudad, y Don Jaime, el pequeño rey de diez años, que después será tan grande, le mira con veneración y se siente orgulloso de tenerle en su reino. Raimundo lleva en sus venas la sangre de los barones de Peñafort, que tienen su castillo en Olérdola; pero más que la nobleza, más aún que los lauros guerreros, le interesa la conquista del saber. Largos años ha estudiado en Bolonia, ha conocido a los grandes maestros de la época, se ha hecho maestro, a su vez, y ha empezado a enseñar. Es el primer canonista de la cristiandad, y en Teología emula a los mejores. Ahora (1219), el sabio acaba de volver a su patria; es guía espiritual de los pequeños y de los grandes, interviene en los Consejos reales, tiene una buena canonjía, y, con título de capiscol, enseña en el claustro catedralicio las muchas cosas que aprendió en los años de su peregrinación científica. 

Por su cátedra y por su confesionario pasan los hijos de los mercaderes y de los caballeros: ambiciones de saber, ambiciones de triunfar, y algunas veces, también, ambiciones de ser santo. Estas son, sobre todo, las que el canónigo favorece y alienta. Raimundo es un maestro austero, que sabe ungir el Decreto con el Evangelio, y teñir la ciencia con sangre del corazón. Piensa en la escuela, pero piensa también en la patria, y en la cristiandad y en el mundo entero. Los ignorantes son dignos de lástima; pero los pobres, los cautivos, los herejes, merecen nuestra compasión.

Raimundo de Peñafort no es sólo un sabio; es también un santo. Es el santo que mejor representa el espíritu de Cataluña, donde fulgurará en perpetuas eternidades; el que, cuando el pueblo catalán parecía un metal en fusión, le imprimió su impronta digital y su sello indeleble. De él dice la canción popular:

La Madre de Dios un rosal plantara; del santo rosal nació gentil planta, nació San Ramón, el de Villafranca, confesor de reyes, de reyes y papas.

El rey a quien confesara era el gran rey Don Jaime, a quien llamaron el Conquistador. De San Raimundo aprendió Don Jaime muchas cosas, y muy particularmente aquel noble espíritu de tolerancia que es uno de los timbres de su reinado. Raimundo era un convencido del poder de la razón sobre el poder de la espada. No quería violencias con los judíos y los sarracenos, sino argumentos de persuasión y de mansedumbre; y, uniendo el ejemplo a la palabra, recorrió las tierras españolas y las costas africanas anunciando a los infieles la buena nueva del cristianismo. El fruto correspondió a las esperanzas; fruto de conversiones, fruto de respeto, fruto de veneración por el hombre que, en medio de los odios, se atrevía a recordar que la ley debía protección a todos los hombres.

Con la predicación juntó la controversia, destinada a cosechar más granada mies entre rabinos y alfaquíes por medio de disensiones y conferencias públicas. Él las promovió y las dirigió, y el más ardiente provocador de estas luchas nobilísimas fue un judío, que se convirtió en ellas, y que luego entró en la Orden de Santo Domingo con el nombre de fray Pablo Cristiá. Esto era poco todavía: para acercarse más fácilmente a aquellos pobres extraviados había que estudiar sus lenguas; y, gracias a los impulsos de Raimundo de Peñafort, el Capítulo provincial de los dominicos españoles designó, en 1250, un grupo de frailes, que, con sumo rigor y en virtud de obediencia, debía dedicarse al estudio de las lenguas orientales.

El maestro Raimundo debía mirar con la mayor simpatía los anhelos de un joven que la Providencia quiso poner en su camino. ¿Le conoció en la cátedra? ¿Le vio acaso por vez primera de rodillas junto a su confesionario? No lo sabemos; lo cierto es que el profesor aclamado y admirado y el joven generoso que, en el entusiasmo de su fe, hacía decir a la gente que había perdido el juicio, se juntaron para una misma obra. El sabio y el loco se encontraron. ¡Y cómo admiraba el sabio aquella prodigiosa locura, que hasta entonces no se le había ocurrido enseñar! Nada más misterioso que estos encuentros providenciales. Es lo más accidental, lo más involuntario, lo más imprevisto de la Historia. La clarividencia del genio no puede nada frente a esto que llamamos caprichos del azar. Existe tal vez en la tierra un individuo del cual depende mi destino. Necesito su ayuda, su consejo, su enseñanza. Pero, ¿dónde está? He aquí que llega el dedo de Dios a señalar una dirección; y el dedo de Dios es tanto más visible en el encuentro de estos dos desconocidos, cuanto es más impremeditado el encuentro.

El dedo de Dios es el que hizo que Pedro Nolasco llegase un día a la presencia del ilustre maestro barcelonés.

El canónigo escuchó conmovido la historia que sencillamente le contaba su interlocutor en dialecto provenzal: «Soy aquitano, de la noble parroquia de Saint Papoul. A los veinte años me encontré huérfano y dueño de grandes riquezas, con las cuales creía que podía hacer algún servicio a Dios Nuestro Señor. Vi a mi país infestado por la herejía y la guerra de los albigenses, vendí cuanto tenía y me vine a esta ciudad de Barcelona. Mi vida aquí ya la conocéis: aliviar a nuestros hermanos, los pobres de Cristo, servir a los enfermos en el hospital de Santa Eulalia, y de cuando en cuando entrar en tierras de moros para librar de sus garras a esa pobre gente, que se encuentra en tanto peligro.»

La gente de que hablaba Nolasco eran los cristianos que vivían cautivos en poder de los moros. Su estancia en Barcelona le había dado a conocer esta nueva plaga de la sociedad española. Vio el duelo de las madres que lloraban a sus hijos prisioneros, oyó hablar de historias terribles, de torturas, de humillaciones, de desfallecimientos, de apostasías. Los cuerpos, en la angustia del hambre y la sed; las almas, en la pendiente de la infidelidad. Estremecióse el corazón del joven, se acordó de sus escudos, armó barcos, se presentó en Mallorca, en Valencia, en Murcia, buscando a los más necesitados, a los más expuestos, a los más maltratados. Sufrió las tormentas del mar, las repulsas de los jeques moros y los insultos de los infieles. Centenares de cristianos habían recobrado, gracias a él, el don precioso de la libertad. Una vez, la ciudad de Barcelona le vio llegar al puerto acompañado de trescientos hombres desnudos, famélicos, llagados, cubiertos de cicatrices y consumidos por la fiebre.

¿Y ahora? Ahora el dinero se había concluido. Pedro de Nolasco no tenía un solo escudo; había vendido la última cadena, el último anillo de oro; no tenía ni casa donde abrigarse, «ni cama donde dormir». Por compasión le daban una de limosna en el hospital de Santa Eulalia, donde antes había derramado el oro, y con el oro los consuelos de la caridad. No importa. Su corazón tenía impulsos heroicos; durante las noches, en las horas inflamadas de la oración, creía oír los sollozos de los cautivos, hacinados como bestias en los sótanos hediondos de los baños, y entonces, escaldados los ojos por las lágrimas, oía una voz que decía silenciosamente: «Búscame unos hombres como tú, un ejército de hombres valientes, caritativos, abnegados, y lánzalos por esas tierras donde sufren los hijos de la fe.»

«Señor—decía el aquitano al catalán—; yo no soy nadie, pero vos sois amigo del obispo; tenéis la confianza del rey; una palabra vuestra puede convertir en realidades estos mis sueños locos.» Y así fue. Raimundo acogió la idea como venida del Cielo; Berenguer, obispo de Barcelona, la aprobó, y Jaime el Conquistador la favoreció con todo su poder. Él mismo dio a Pedro Nolasco la blanca vestidura de los mercedarios, declarando así constituida la Orden de Santa María de la Misericordia o de la Merced de los Cautivos (1222).

De esta manera, el espíritu del pueblo catalán, guiado por el gran rey y el gran santo de la tierra, encarnó en la institución religiosa que le convenía, en una sociedad de mercaderes sublimes, exportadores de misericordia, que, a trueque de dinero, redimían hombres y rescataban almas. Era el complemento sobrenatural y la corona de las instituciones mercantiles de Cataluña. Unos años antes, Domingo de Guzmán había abandonado sus tierras de Burgos para combatir en el Languedoc, con las armas del espíritu, la barbarie de los albigenses, y allí planta aquélla su Orden guerrera, martillo de las herejías. Ahora el hijo del Languedoc reúne en Barcelona aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad cristiana. El uno apunta a la fe para llegar a la caridad; el otro apunta a la caridad para llegar a la fe. La obra de Castilla es más intelectual y más belicosa; la obra de Cataluña lleva impreso el sello de la mansedumbre evangélica. Más que empresa de conquista, es una obra en que se funden los sentimientos de caridad y de libertad con el ansia de tráfico espiritual.

El fundamento teológico de esta Orden de Nuestra Señora de la Merced se refleja claramente en el prólogo de las Constituciones, que, aunque redactado por el segundo Maestro general, fray Pere de Amer, recoge todo el espíritu del fundador: «Como Dios, padre de toda misericordia y dador de todo conorte haya enviado a este mundo a Jesucristo, su Hijo, para visitar a todo el humanal linaje, que en este siglo estaba, como en cárcel, cautivo en poder del diablo y del infierno, para consolar y sacar a todos sus amigos que en la cárcel estaban y colocarlos en la gloria, en el lugar que aquellos ángeles que, por orgullo, cayeron del Cielo y fueron trocados en demonios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, entre cuyas obras no hay división, ordenaron por su misericordia y por su gran piedad fundar y establecer esta Orden, llamada de la Virgen María de la Merced de la Redención de los Cautivos de Santa Eulalia de Barcelona, y, para que la ordenase, escogieron a su siervo, mensajero y fundador, fray Pedro Nolasco.»

La semilla cayó en tierra preparada. Rápidamente, las fundaciones se multiplican, nacen en Aragón, en Cataluña, en Valencia, y se acercan a las fronteras musulmanas. Nolasco ordena su ejército con sabiduría y le lleva con audacia a la realización de su ideal. Los hermanos postuladores recorren el país de los cristianos pidiendo limosnas; los hermanos redentores recogen esas limosnas y entran por tierras musulmanas. Hablan con los reyes y los cadíes, penetran en los ergástulos, discuten, regatean, pagan sus brillantes escudos y reciben en cambio los cadáveres ambulantes de los cautivos, que los besan y los abrazan con el frenesí de la liberación. Recorren las provincias de Andalucía, atraviesan el mar, llegan a Túnez, a Argel, a Marruecos, y más de una vez se entregan a sí mismos en rehenes por librar a los que están más necesitados. ¡Hay tantos que vacilan en la fe, o se encuentran a punto de morir, o van a ser empalados por sus dueños! Pedro Nolasco se ha revelado un gran organizador, pero sin dejar de ser el hombre de la caridad. Primer comendador de la Orden, funda, crea, legisla; pero, envidioso de aquellos hijos suyos que pasean a través del mundo musulmán la cruz blanca y roja, que, adornada de las armas de Aragón, campea sobre la nieve de su hábito, marcha también él a tierras de infieles, desembarca en islas inhospitalarias, lucha con los hombres y con los elementos, y vuelve contento con su amado y desventurado botín.

Entretanto, Raimundo se ha convertido en el primer canonista de su tiempo y en uno de los más preclaros ornatos de la Orden de Predicadores en aquellos primeros lustros de su existencia.

Es protonotario de la curia apostólica, consejero de los papas y asesor de los concilios. Su hábito es el hábito blanco de Santo Domingo; las escuelas de Bolonia y de París admiran su ciencia canónica; Roma consagra su virtud y su saber; en su Orden le distinguen y le aman. Es nombrado para suceder al fundador, gobierna con celo y con sabiduría; pero las dignidades le agobian y le aterran. Dimite irrevocablemente y vuelve a su patria para seguir enseñando, ya casi centenario, las cosas que habían aprendido en su juventud.

Al morir deja recuerdos imperecederos de su santidad y de su sabiduría. Conocedor de sus conocimientos en derecho civil y canónico, fray Suero, primer Provincial de la Orden de Predicadores en España, le dio el encargo de escribir una Summa útil y breve de los casos de derecho que suelen ocurrir en el foro de la penitencia. Y así nació la famosa Summa raimundiana, monumento de ciencia y prudencia, de espíritu recto, moderado y asimilador, de predilección por el derecho popular y consuetudinario y de respeto por la libertad individual y política de las conciencias, que nos da un trasunto vivo del espíritu que animaba a la gente catalana.

Y como complemento de esta obra, compone, en honor de sus compatriotas, un precioso tratadito que intitula De la manera de negociar justamente, y que, a su entender, debía ser como el breviario doméstico de todo catalán. Los encargos le llegan desde la cima misma de la autoridad apostólica. El bien común y el provecho de los estudiosos reclamaban imperiosamente una ordenación de los decretos y cartas de los pontífices romanos, perdidos en una dispersión engendradora de oscuridad e incertidumbre. Y fue Raimundo quien, por encargo de su penitente el Papa Gregorio IX, después de tres años de continuos trabajos, puso orden en el desorden, arquitectura en el caos, fijeza en la duda y sistema en la anarquía. Antes de terminar el año 1234 podía entregar al Pontífice el fruto trienal de aquel plan grandioso, que le dio un puesto al lado de Burcardo, de Ivón y de Graciano.

Raimundo de Peñafort es el canonista, como Tomás de Aquino, su contemporáneo, es el teólogo; y existe entre estas dos grandes figuras mayor analogía de lo que parece a primera vista. Ambos poseen los mismos métodos: son representación y encarnación del antiguo saber, que se viste al estilo del tiempo, sin sacrificar nunca el carácter eterno de la verdad; muy racionales, pero nada racionalistas. No desdeñan ningún ornamento humano; oyen todas las voces que salen de la razón, sin reprobar ninguna sino después de madura reflexión. Son implacables defensores de la verdad y al mismo tiempo los hombres más conciliadores del mundo; hasta conciliar el Evangelio con la filosofía gentílica y la tradición jurídica con los cánones y las decretales. Ellos condensan y asimilan, respectivamente, la jurisprudencia antigua y la filosofía antigua en forma perfectamente organizada, no con la rigidez del sistema, sino con la flexibilidad del ser vivo; no con arrogancia de hierofantes, sino con la intuición certera de la verdad y con la tímida modestia de quienes han analizado tantos sistemas y descubierto tantos errores.

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