domingo, 9 de julio de 2017

Homilía



El pueblo de Israel tuvo una amarga experiencia de la mayoría de sus reyes, descendientes de David, que lejos de ser fieles a la Alianza, cayeron en la idolatría, la molicie y en el desenfreno.

Los profetas, especialmente Amós, Isaías y Jeremías, denuncian estas injusticias, fruto de la corrupción política, a costa de un pueblo que vive esclavizado y en la miseria.

El rechazo hacia estos reyes como contrapartida la aceptación a Jesús profetizada (primera lectura de hoy) en Zacarías 9,1: “Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey, que viene a ti justo y victorioso”.

El rey que viene no necesita ejército, ni máquinas de guerra, ni caballos con arreos para el combate.

Llega con modestia, montado en un pollino, medio habitual de locomoción de los pobres.

Esto nos hace pensar que los planes de Dios siguen parámetros distintos a los de los hombres, que nos movemos entre luchas de poder, envidias y sectarismos de todo tipo.

Jesús describe la situación política de su tiempo con palabras que nos resultan vivas y actuales: “Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. No ha de ser así entre vosotros. Al contrario, el más de grande entre vosotros iguálese al más joven, y el que dirige, al que sirve” (Lucas 22, 26-27).


La carta a los Romanos 8,9. 11-13 nos ofrece una breve exhortación, muy adecuada en este tiempo de verano en el hemisferio norte, para no dejarnos llevar de los bajos instintos, sino por el Espíritu que habita en nosotros.

Nos arrastran los distintos señuelos que durante este tiempo nos ofrece la sociedad de consumo para nuestro recreo, diversión y descanso, que quizás son buenos y saludables, pero pueden ocupar el espacio que debemos a Dios e incluso a la propia familia.

Los avatares de nuestro tiempo nos envuelven de tal manera que se adueñan de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones.

El juego de la vida política, los señuelos de la moda y el arte, el deporte, la música y las evasiones en general pueden adocenarnos y sumirnos en una vida relativamente cómoda, donde falta un espacio para Dios e incluso para la propia familia.

Hemos de discernir nuestras prioridades y obrar en consecuencia.

San Pablo nos recuerda que el creyente debe llevar una vida nueva, lejos de las ataduras de la carne y sujeta al Espíritu, que nos libera y marca en nosotros su identidad.

Es saludable que demos descanso a nuestro cuerpo de las múltiples fatigas cotidianas, pero nos equivocamos si abandonamos durante las vacaciones la comunicación con Dios mediante la oración y la asistencia dominical a la Eucaristía.


El evangelio recoge tres llamadas de Jesús para reconfortar nuestro espíritu.

Primera llamada: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mateo 11, 28-29).

Muchos cristianos andamos cansados y agobiados por el peso de las tradiciones y prácticas religiosas vividas más por rutina que por convicción propia.

De esta manera, los sacramentos, lejos de ser un faro espiritual de conversión y sanación, forman parte de ritos aburridos y trasnochados, porque no hay nada que celebrar al faltar el encuentro personal con Jesús, que es el que da sentido a la fe.

No existe mala voluntad. Les falta conocer a Jesús, la alegría del perdón y la experiencia gozosa de la fraternidad.

Segunda llamada: “Cargad con mi yugo, porque es llevadero y mi carga ligera” (Mateo 11, 29).

Estamos acostumbrados a modos de vivir que nos esclavizan: las prisas por llegar a tiempo al trabajo, el miedo a cumplir con las obligaciones impuestas o los horarios irracionales, en los que se piensa más en la producción industrial que en la persona del trabajador.

Estas servidumbres condicionan nuestros pensamientos, palabras y acciones, porque minan nuestras seguridades y nos hacen caminar a remolque del mandatario de turno.

Jesús, en cambio, nos propone humanizar la vida, liberarnos de prejuicios, respetar la dignidad de cada uno, abrirnos a la confianza y el diálogo y cultivar el amor haciendo el bien.

Tercera llamada: “Aprended de mí, que soy manso y humilde corazón y encontraréis descanso” (Mateo 11, 30).

El cansancio físico se repara con reposo, pero el espiritual se cura con terapias de relajación interior que nos permiten valorar la sencillez en el trato, la humildad o el sentirnos reconocidos por alguien que nos ama y busca nuestra felicidad.

Jesús no oprime, nos libera y se nos ofrece como el modelo a seguir para encontrar la paz que tanto necesitamos.

El agradecimiento de Jesús al Padre del cielo responde a experiencias vividas con la gente sencilla, que se deja llar de la confianza y de su nobleza de corazón.

Gente que acepta el mensaje, valora lo que recibe y se abre a la Providencia de Dios, sin dobleces ni exigir privilegios.

Contrasta con la actitud de la mayor parte de las autoridades del pueblo, a quienes no les fueron revelados los secretos del Reino de Dios por su estrechez de corazón y bajeza de miras.

El papa Francisco ha establecido recientemente que se reserve un día anual dentro de la Iglesia para tener a los pobres como invitados de honor a nuestra mesa. Esto nos ayuda, en palabras del Papa “a vivir la fe de forma más coherente”.

Al mirarlos y abrazarlos, sentimos el amor que rompe el círculo de la soledad.

Aprendamos esta lección, que intenta imitar el ejemplo de nuestro Maestro y Señor, que coloca a los verdaderamente humildes en el pedestal que se merecen.


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