domingo, 2 de julio de 2017

Homilía



La primera lectura de hoy es un canto a las virtudes de la fe, de la perseverancia y de la hospitalidad, encarnadas en el profeta Eliseo y la mujer sunamita.

El encuentro de ambos en la casa de esta última nos invita a profundizar en las necesidades de nuestra vida.

Como siempre, Dios pasa -en esta ocasión lo hace a través del profeta Eliseo- para llenar nuestros vacíos interiores.

Hemos de invitarle con insistencia a entrar para que forme parte de nuestro hogar, tenga su habitación y no se vaya.

El relato está cargado de simbolismos.

El sencillo ajuar de la habitación: una mesa, una silla, una cama y una lámpara representan la solución a nuestros problemas.

Si queremos que éstos se resuelvan, hemos de poner por nuestra parte los medios necesarios y no aguardar cruzados de brazos el paso de Dios.

Llamamos a la puerta donde le hemos hospedado, sentémonos a su lado junto a la mesa, donde se comparte el alimento y la palabras, dejémonos iluminar por él y descansemos en sus manos.

La mujer es rica en bienes materiales y en relaciones sociales, pero la falta de un hijo en quien depositar su afecto y su entrega, deja en ella un poso de tristeza y soledad.

Se siente escuchada por el profeta y ve colmado su sueño con la promesa de un hijo, que se convierte en realidad después de un año.

Cuando Dios pasa, transforma en luz los caminos más oscuros y su presencia hace más llevadera y fecunda la convivencia diaria.

Entendemos así el canto del salmista. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor y anunciaré su fidelidad por todas las edades” (Salmo 88, 2).


El evangelio profundiza más en el mensaje escuchado en la primera lectura.

Nos invita igualmente al sacrificio, al desprendimiento y a la cruz para ser verdaderos seguidores de Jesús.

Como cristianos hemos de asumir la responsabilidad de nuestro compromiso; activo, solidario y generoso.

Algo ciertamente difícil, porque buena parte de los fieles e incluso nos hemos acomodado en la butaca de un cristianismo descafeinado, que legitima la burguesía y se acomoda a los intereses de cada uno.

Intereses que, por otra parte, suelen estar teñidos de ambiciones personales, de bienestar material y de salud.

Huimos del sufrimiento como de la peste, como si éste fuera el drama mayor de nuestra existencia, porque nos da miedo aceptar nuestras limitaciones y enfrentarnos a realidades que nos superan.

Nuestro posicionamiento frente a la cruz nos da la medida de nuestro amor y, por tanto, de nuestra fe.

Despojar al cristianismo de la cruz es no entender el sentido del evangelio, de la predicación de Jesús y de su actitud ante el dolor.

Jesús no quería que nadie sufriera, se compadece de la gente, cura las enfermedades, consuela a los tristes, llora por la muerte de su amigo Lázaro, se conmueve ante la viuda de Naín.

Leemos en Hechos “que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”.

Buscar el bien de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, trae como contrapartida el rechazo, la hostilidad e incluso la persecución por parte de los acomodados, de los que se sienten perjudicados en sus intereses.

Jesús es consciente de ello y trata de aleccionar a sus seguidores con palabras fuertes: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mateo 10, 38).

La muerte en cruz era lo más humillante y degradante para un reo, que se veía despojado también de la fama, del honor, y sometido al escarnio del populacho.

Ya les había recordado en su momento que sufrirían al igual que él, pero todo se daría por bien empleado para entrar en la gloria.


El hecho de “dar” dignifica al donante y crea lazos de unión en el receptor.

Sólo puede dar el que “tiene” y todos somos ricos en dones espirituales.

Darse a uno mismo es la suprema expresión del amor.

Cuando damos experimentamos el alcance de nuestra riqueza, que no tiene nada que ver con los bienes materiales.

Basta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que las personas felices son las que mantienen firmes sus ideales de entrega a los demás en misiones humanitarias, lejos del narcisismo, del culto al cuerpo y la búsqueda desenfrenada de novedades.

Emplean su tiempo libre en tareas de voluntariado, de servicio gratuito y desinteresado para ser constructores de paz y fraternidad allí donde más se los necesita, sea con minusválidos, con ancianos que viven solos, en la recuperación de toxicómanos, con los transeúntes, los inmigrantes, los enfermos…

Forman una larga lista; abundan más de lo que creemos, porque no hacen ruido, ni llaman la atención, ni salen en los medios de comunicación social.

El amor no hace ruido.

El que se cree rico y no sabe dar es un pobre, por mucho que posea.

Tan sólo un vaso de agua fresca que demos, en palabras de Jesús, no quedará sin recompensa.

Siempre podemos, y está a nuestro alcance, dar confianza, alegría, comprensión, esperanza, optimismo y ganas de vivir.


La donación de órganos merece un capítulo especial.

España es pionera en la técnica y la número uno en trasplantes realizados por número de habitantes.

La sociedad se va sensibilizando a medida que recibe información adecuada y se superan prejuicios culturales y religiosos que bloquean la solidaridad.

Todos hemos de esforzarnos para superar prejuicios y ofrecer este gesto profundamente cristiano, de posibilitar la vida de otros que dependen de nuestra generosidad en caso de fallecimiento por accidente o muerte cerebral.

Salvaremos así muchas vidas.

Esto supera el ámbito familiar.

Jesús defiende en el evangelio la familia y la estabilidad del matrimonio, así como la preocupación de los hijos por sus padres mayores, pero para él el Reino de Dios está por encima; es el bien absoluto.

Si la familia se convierte en un obstáculo para seguir el proyecto evangélico por sus actitudes egoístas e insolidarias, exige la ruptura y el abandono de la institución familiar.


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