domingo, 23 de julio de 2017

Homilía



El libro de la Sabiduría nos muestra cómo Dios no necesita emplear la violencia para afirmar su autoridad.

Por el contrario, los impíos demuestran su prepotencia y cobardía atropellando a los más débiles.

Dios actúa con benevolencia y compasión, como un maestro que enseña, guía y corrige.

Es preciso reconocer sus dones y dejarnos acompañar por él para caminar a su lado por las sendas de la justicia:

“Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres”
(Sabiduría  12, 18).

En consecuencia, “el hombre justo debe ser humano y amigo del hombre, como lo es el mismo Dios”
(Sabiduría 12, 19).

Nos conviene reflexionar sobre este breve texto, porque se nos llena la boca de palabras sobre los derechos humanos, la democracia, las tropelías de los gobernantes, las ganancias de los grupos mediáticos…

Juzgamos a todo y a todos, sentados en el sofá y viendo la televisión, pero somos, a menudo, incapaces de mirarnos por dentro y calibrar el peso de nuestras acciones.

Condenamos la guerra, pero no analizamos sus causas; descalificamos a los demás sin analizar primero sus hechos; reclamamos derechos, pero no hablamos de obligaciones; preconizamos cambios para el bienestar social, pero huimos del sacrificio; demás, en definitiva lecciones, pero no aceptamos correcciones.

La recta justicia emana de un corazón compasivo, sensible, que se deja moldear e intenta hacer el bien.

Los jueces se equivocan muchas veces al interpretar la ley y dictar sentencias condenatorias.

El obrar humano está sujeto a presiones y arbitrariedades.

Hay trasgresores que van a prisión y otros no; basta contar con buenos abogados.

Sin embargo, las cárceles siguen llenas y no extirpan el mal, ni disminuye el número de malhechores, sobre todo de los de guante blanco, confundidos entre las personas de bien.


La parábola de la cizaña narra una realidad: la coexistencia de la buena semilla del Reino con la semilla del mal.

La primera tentación del labrador es extirpar esta última en cuanto brota, pero no lo hace para no dañar el resto del campo hasta el momento de la cosecha.

Así es Dios, que “hace salir el sol cada día sobre buenos y malos, justos y pecadores” (Mateo 5, 45).

Lejos de precipitar el castigo inmediato de nuestras malas acciones, aguarda pacientemente hasta el final de nuestra vida, porque espera regenerarnos.

En cambio, nosotros, experimentamos deseos de intervenir con urgencia en los cambios que necesita nuestra sociedad y la Iglesia, con el propósito de adelantar la decisión de la justicia y el combate contra el mal.

Buscamos, especialmente en Europa, soluciones rápidas a problemas, como el acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar, que serán los protagonistas de los dos próximos sínodos sobre la familia, la incorporación al ministerio de sacerdotes que lo tuvieron que abandonar para casarse, el sacerdocio de la mujer, la unión de las distintas confesiones cristianas…

Son problemas doctrinales o de disciplina interna de la Iglesia que no tienen el mismo eco en otros Continentes.

Tomar decisiones es complicado y la puesta en funcionamiento se dilata en el tiempo.

El protagonismo, el afán de poder y el dominio de las calles de pueblos y ciudades han dañado mucho la imagen de la Iglesia en el pasado.

Hay quienes sienten nostalgia de este cristianismo triunfante que impone sus criterios sobre el resto de la sociedad.

Hemos de acostumbrarnos a mirar el mundo con más tolerancia y aceptación, a ser simplemente “pequeñas semillas” que crecen en espacios limitados y sujetos a múltiples plagas que la pueden dañar. Nuestro objetivo no es “crecer por fuera”, dar buena imagen o camuflar la realidad de un cristianismo europeo, aparentemente a la baja y arrinconado por los poderes fácticos, sino dejar que la semilla ahonde y eche raíces.

Lo verdaderamente importante es que cada cual se esfuerce por vivir en comunión con la comunidad a la que pertenece y, desde ella, anunciar con gozo el evangelio.

El crecimiento de la semilla depende de Dios, que es quien mide los éxitos y fracasos,

La parábola de la mostaza, una simiente minúscula que llega a convertirse en un arbusto de anchas ramas, donde se cobijan los pájaros, amplía el sentido de la anterior, presentando el Reino de Dios, abierto a todos, y ofreciendo seguridad y protección.

Jesús quiere hacernos comprender que lo débil e insignificante a los ojos de los hombres puede llegar a tener un valor incalculable por su fuerza transformadora, invisible para los poderosos.

La parábola de la levadura exalta el valor de lo pequeño y oculto, del fermento del Reino que crece calladamente y con efectividad.

Las tres parábolas clarifican la imagen de Dios, el Padre bueno que quiere lo mejor para sus hijos, lejos de la mentalidad justiciera, alimentada en algunas páginas del Antiguo Testamento.

Es inevitable pensar que hay aspectos negativos de nuestra vida, que crecen junto a la buena semilla y que no serán cosechados por el Señor.

El evangelio adelanta la idea del Juicio Final con la selección del trigo, para almacenarlo en el granero (el cielo), y de la cizaña, para atarla en gavillas y quemarla (el infierno).

Esto no supone una llamada al temor.

Es, más bien, una invitación a ser comprensivos y tolerantes con nuestro ritmo de vida y el de los demás, respetando los distintos andares de cada uno.

El papa Francisco insiste, con frecuencia, en ensanchar los horizontes del diálogo y de la comunión de bienes materiales y espirituales para convivir en paz y armonía.

La Iglesia y los cristianos nos sentimos llamados, en medio de los escándalos, fanatismos y odios, a ser semillas de fraternidad, sin excluir a nadie en nuestra relación de amor.


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