Tenemos esa carta admirable «de los hermanos que — habitan en Viena y en Lyón a los hermanos de Asia y de Frigia». Ella nos cuenta las primeras victorias de los discípulos de Cristo en la Galia. Fue en Lyón, metrópoli administrativa y política, centro de una gran confederación de pueblos, a los cuales el genio de Roma daba, si no la realidad, al menos la ilusión de la autonomía. Allí, en torno del altar de Augusto, a la orilla del Ródano, se reunían los sesenta y cuatro delegados de las provincias, planeaban y discutían siempre cosas sin importancia; elegían al sumo sacerdote que había de sacrificar al César por un año, e inauguraban en el anfiteatro las fiestas populares, a la vez literarias y sangrientas, concursos de poesía y de elocuencia, luchas de fieras y de gladiadores, que atraían miles de curiosos desde las orillas del Ebro hasta las del Sena. Esto, siempre el primero de agosto, aniversario de la consagración del altar.
No faltaban tampoco entre aquella concurrencia cosmopolita mercaderes orientales atraídos por la nombradía de los comercios lioneses, sirios que pregonaban sus sedas y tapices, asiáticos de Éfeso y Cilicia, traficantes en joyas, egipcios vendedores de ciencia y de papiro. Con sus mercancías venían los cultos del Oriente, las prácticas del tauróbolo, los misterios de Isis y las teogonías persas y helénicas. El cristianismo se propagaba también, y tan rápidamente, que empezaba a despertar los recelos del patriotismo local. Cuando llegaban los juegos de agosto y Lyón se llenaba de magistrados, sacerdotes, devotos y forasteros de todas las categorías, se hacía intolerable el murmullo contra aquellos hombres misteriosos, que no querían asociarse a los regocijos considerados como gloria de la ciudad. Se les injuriaba, se les apedreaba, se les arrojaba de las termas y del foro y se les perseguía por las calles entre aullidos y desprecios. Las mismas autoridades creyeron deber suyo intervenir para dar la razón al pueblo. El legado imperial estaba ausente, pero los duunviros mandaron detener a los cristianos más conocidos y los encerraron en un calabozo.
Era una medida ilegal, pues desde el primer siglo toda jurisdicción criminal había pasado en las colonias a los oficiales del Imperio. No obstante, cuando el legado volvió a la ciudad, en vez de soltar los presos, mandó que los llevasen a su presencia. Un joven cristiano, de gran familia, llamado Vetio Epagato, que asistía al interrogatorio, viendo las torturas que se hacía sufrir a sus correligionarios, acercóse hasta el tribunal y dijo indignado: «Yo pido que se me permita defender la causa de los reos; puedo mostrar hasta la evidencia que no somos ateos ni impíos.» Levantóse un gran murmullo entre la concurrencia a causa del prestigio que Vetio tenía entre sus conciudadanos. Sin embargo, el juez, lejos de acceder a su petición, preguntóle si también él era cristiano. «Lo soy», dijo Vetio con voz decidida, y el legado mandó agregarle al número de los acusados, diciendo irónicamente: «¡Vaya un abogado que tienen los cristianos!»
Aquella primera audiencia tuvo un resultado desastroso, pues terminó con la apostasía de diez cristianos. El juez pudo enviar a los otros al suplicio, pero tal vez no recordaba el rescripto de Trajano. Quería condenar a unos hombres perseguidos por la furia popular, pero no creyendo suficientes los motivos religiosos, quiso averiguar su culpabilidad en los delitos comunes. Los esclavos de los reos fueron arrastrados hasta el tribunal, y ya los verdugos se disponían a darles tormento, cuando se manifestaron prontos a declarar cuanto se les dijese. Y delataron todos los crímenes que la imaginación popular achacaba a sus amos: «los banquetes de Trieste, los incestos de Edipo y otras enormidades que no podemos decir ni pensar y que no creemos hayan sido jamás cometidas por los hombres». Era preciso arrancar a los presos las mismas declaraciones, y se les extendió en el potro. Dos de ellos sobre todo, y la joven esclava Blandina dieron muestra de una constancia admirable. «Por medio de esta mujer—decían los cristianos de la Galia a los de Frigia—, Cristo ha mostrado al mundo que lo que es vil, infame y digno de desprecio ante los hombres, es noble y grande a los ajos de Dios, que mira el amor fuerte y verdadero, y no las vanas apariencias.» Desde la salida del sol hasta el atardecer estuvo sufriendo los garfios y las ruedas. Los verdugos se relevaban fatigados y admirados de que aquel cuerpo pequeño y débil pudiese soportar tantos suplicios, cuando uno solo hubiera debido acabar con él. «Esta esclava—dice Renán—mostraba al mundo que se había realizado una revolución. La verdadera emancipación del esclavo, la emancipación del heroísmo, fue en gran parte obra suya.» De cuando en cuando, el juez le preguntaba en medio del tormento: «¿Qué dices?» Y ella daba siempre, la misma respuesta: «Soy cristiana y no se hace ningún mal entre nosotros.»
Como la tortura había resultado ineficaz, se acudió a los rigores del encierro: estrechos calabozos, sin aire y sin luz, cepos en los pies, utilizados hasta el quinto agujero; el tormento del hambre y de la sed; la brutalidad de los carceleros, bien aleccionados para producir toda clase de molestias. Los ancianos y los débiles sucumbieron, y entre ellos el obispo Potino, viejo venerable de noventa años, que había manifestado en el interrogatorio toda la grandeza del alma cristiana y sacerdotal. «¿Quién es el Dios de los cristianos?», le preguntó el legado, y él contestó: «Si eres digno, le conocerás.» Al volver a la prisión, la multitud le empujaba y acoceaba, y los que estaban lejos de él arrojaban piedras e inmundicias sobre su cabeza de nieve.
Vino al fin la sentencia, condenando a los supervivientes a diversos suplicios. Cuatro de ellos, Maturo, Santo, Atalo y Blandina, fueron destinados a las fieras. Hubo una gran fiesta en el anfiteatro. Blandina apareció atada a un poste en medio de la arena. Maturo y Santo fueron paseados delante de la multitud por sendos verdugos, armados de látigos; después se les sentó en una silla metálica incandescente, y, finalmente, se les degolló. Entre tanto, las fieras se acercaban a la esclava sin hacerle daño alguno. Irritado de ello, el público empezó a gritar: «¡Atalo, Atalo!» Y Atalo apareció, llevando a la espalda un cartelón que decía: «Soy cristiano.» No obstante, el suplicio fue suspendido súbitamente, con gran decepción de la concurrencia, ávida de sangre. El legado acababa de saber que el mártir era ciudadano romano; tuvo escrúpulos y creyó prudente consultar el parecer de Marco Aurelio, el emperador filósofo.
Un gran número de presos había muerto ya, dos habían sido decapitados, los demás quedaron en la prisión. En la prisión permanecían también los apostatas, tan maltratados como los que habían confesado la fe. El juez debiera haberlos absuelto, conforme a la legislación vigente con respecto a los cristianos, pero ya vimos al principio que no era el aspecto religioso del asunto el que le preocupaba. Y allí continuaban los miserables, humillados, abandonados, ante la alegría de aquellos confesores, «que llevaban las cadenas como una desposada lleva las franjas de oro de sus vestidos nupciales», contemplando con desesperación la actividad serena de los héroes, que en el fondo de su calabozo, en medio de la enfermedad, acosados por la muerte, pensaban en los intereses de la Iglesia universal, se inquietaban por los progresos de la herejía montañista, escribían a las iglesias de Roma y Asia y al mismo tiempo se corregían mutuamente sus defectos, se consolaban con palabras de caridad y de confianza y se advertían amorosamente los excesos, en que algunos de ellos había caído por una austeridad mal entendida. Su única preocupación era la desconfianza que tenían de sus propias fuerzas; con exquisita delicadeza rehusaban el título de mártires; a nadie acusaban, «a nadie ataban», todo lo perdonaban, todo lo excusaban, rezaban por los jueces, se compadecían de los verdugos e invocaban, sobre todo, con lágrimas abundantes, la misericordia divina sobre aquellos que, llevados de la debilidad humana, habían abandonado a Jesús. Y fueron oídas sus conmovedoras plegarias: «con ayuda de los miembros vivos, los miembros muertos de la Iglesia se reanimaron poco a poco; los que habían dado el testimonio se alegraron por aquellos que antes habían rehusado la confesión, y la Iglesia, virgen y madre, concibió nuevamente en su seno a los hijos que le habían arrancado.» Casi todos aquellos renegados volvieron a la fe y se apresuraron para comparecer ante los magistrados con nuevas energías.
Entre tanto, Marco Aurelio recibía el informe del legado lionés. La respuesta podía tenerse por descontada. Ni él ni su corte filosófica miraban con simpatía la nueva religión. A Epicteto los cristianos le molestan, a Galeno le ponen de mal humor, a Elio Arístides le irritan. Más procaz, Celso, que un año después de la hecatombe de Lyón publicaba su Discurso verdadero, se frotaba las manos viendo a los fieles «acosados por todas partes, errantes, vagabundos y próximos a desaparecer». Suyas son aquellas palabras que Minucio Félix recogía en su Octavio: «¿No oís las amenazas? ¿No veis los castigos, las torturas, los fuegos que anunciáis y que teméis, las cruces levantadas no para la adoración, sino para el suplicio? ¿Dónde está ese Dios que puede resucitar a los muertos y que no puede salvar a los vivos?» Marco Aurelio no participaba de los prejuicios del pueblo, ni creía, como sus literatos, que aquellos perseguidos formaban una facción infame, turbulenta, tenebrosa, obscena, seductora de niños y mujeres y entregada a un culto ridículo y abominable. Lo único que en ellos le sorprendía era su facilidad para aceptar la muerte; pero este fenómeno extraño, que él no sabía explicar, bastaba para indisponerle contra ellos. Ni se dignó leer sus libros, ni se prestó a sus más justas reclamaciones, ni prestó el menor interés a las memorias que le presentaban los apologistas. En sus Pensamientos sólo una vez habló de ellos, y sus palabras revelan al mismo tiempo desdén, incomprensión y superficialidad. Meditando, en su campo del Danubio, sobre la muerte, deja escapar esta sentencia: «Disposición del alma preparada siempre a separarse del cuerpo, sea para extinguirse, sea para dispersarse, sea para persistir. Y esa preparación debe ser efecto de un juicio personal, no fruto de un espíritu de oposición, como sucede en los cristianos; debe ser un acto reflexivo, grave, capaz de persuadir a los otros, sin mezcla de fasto trágico.»
La solución imperial, «dura y cruel», según la expresión de Renán, recordaba los viejos rescriptos de Adriano y de Trajano: la pena de muerte para los contumaces y la absolución para los renegados. Ignorante de las novedades que había habido en la prisión, el legado se imaginó que para estos últimos el proceso iba a reducirse a una pura ceremonia: se presentarían ante él, renovarían su declaración y marcharían libres a sus casas. Para acentuar el triunfo de la política imperial, realizóse la audiencia con gran solemnidad delante de una inmensa muchedumbre. No se perdió el tiempo en largos interrogatorios. Todo el que se confesaba cristiano era condenado a la decapitación, si era ciudadano romano, y si no, a las bestias. Cuando llegó la vez a los apostatas, respondieron intrépidamente, con gran sorpresa del legado, de los asesores y de la multitud. La indignación popular se revolvía ahora contra aquellos a quienes consideraba causantes de aquella transformación. Entre ellos figuraba un médico, venido de Frigia, que se llamaba Alejandro, naturaleza generosa, alma ardiente, palabra libre y fácil, que había sostenido siempre con intrepidez la doctrina de Cristo. Con ansiedad profunda acababa de presenciar en pie, a unos pasos del tribunal, la confesión de los lapsos, reflejando su semblante los sentimientos que agitaban su corazón, delatando con gestos, con exclamaciones, con señales de aliento, la parte que le cabía de aquella lucha. El pueblo, al advertirlo, empezó a gritar furioso: «Este es el que ha hecho todo el mal.» Llevado a presencia del juez, no se le pudo arrancar más que esta respuesta: «Soy cristiano.» Atalo y él fueron condenados a las bestias.
Conducidos al anfiteatro, pasaron por toda la serie de tormentos necesarios para satisfacer la curiosidad feroz de las turbas. Alejandro parecía abismado en el pensamiento de Dios: ni exhaló un grito ni pronunció una palabra. Atalo, en cambio, hablaba con los verdugos y con el público. Cuando estaba colocado en la silla enrojecida al fuego y el tufo horrible de sus carnes asadas se extendía por el ambiente, exclamó: «He aquí lo que se puede llamar comer hombres. No, nosotros no comemos carne humana; nosotros no hacemos mal alguno.» A los que le preguntaban cómo se llamaba su Dios, respondía: «Dios no tiene un nombre como nosotros los mortales.» Más conmovedor aún fue el suplicio de la joven Blandina y de un muchacho de quince años que se llamaba Póntice. Uno y otro habían sido llevados diariamente para presenciar el martirio de sus compañeros. Luego se les presentaba ante las estatuas de los dioses y se les invitaba a jurar por ellos. El niño y la esclava se negaron siempre con una constancia admirable. Ahora el niño, sostenido por la virgen, sufrió todos los tormentos con intrepidez. «Jura», le decían, haciéndole pasar por todos los suplicios. Y él contestaba siempre: «No.» «Quedó, finalmente, sola esta bienaventurada Blandina, como una madre generosa que alienta a sus hijos al combate y los envía vencedores al palacio del rey. Siguiendo, a su vez, el camino que ellos trazaron con su sangre, se prepara, alegre, a unirse a ellos, extasiada con el pensamiento de morir, como quien se dirige a un banquete nupcial, no como quien va a combatir con las bestias. En fin, después de haber sufrido los azotes, las fieras y la parrilla ardiente, fue envuelta en una red y la arrojaron a un toro. Lanzada al aire una y otra vez, parecía no darse cuenta siquiera, anestesiada por la fuerza de su esperanza, por la alegría anticipada de los bienes eternos y por la conversación con Cristo. «Jamás entre nosotros, decían los espectadores, ha sufrido una mujer tanto y tan terribles tormentos.»
Tal es el resumen de la carta famosa, en la cual se ha podido reconocer la mano y el genio de San Ireneo. El texto original, sencillo, solemne y lleno de vida, nos conmueve profundamente. «Es uno de los documentos más extraordinarios que poseen las literaturas antiguas — vuelve a decir Renán, a quien citamos porque su testimonio tiene doble valor—. Jamás se ha trazado un cuadro más fuerte del grado de entusiasmo y de sacrificio a que puede llegar la naturaleza humana. Es el ideal del martirio, sin mancha de orgullo por parte del mártir.» Nada de aquel fasto teatral que echaba en cara a los cristianos el estoico coronado. Cada una de sus líneas nos habla de moderación y grandeza de alma, de modestia y de entusiasmo, de humildad y de altivez, de anhelo sublime y sabiduría perfecta, de solicitud por la Iglesia y compasión por los pecadores, de fe tan viva, de tan profunda convicción, que hacía olvidar la violencia del dolor y permitía al cristiano hundirse durante el suplicio en la contemplación sensible de la futura bienaventuranza. Es la cima del heroísmo que se ignora; es la belleza del alma cristiana primitiva, que se presenta ante nosotros grande y serena, como una imagen reflejada en él cristal inmaculado de una fuente.
No faltaban tampoco entre aquella concurrencia cosmopolita mercaderes orientales atraídos por la nombradía de los comercios lioneses, sirios que pregonaban sus sedas y tapices, asiáticos de Éfeso y Cilicia, traficantes en joyas, egipcios vendedores de ciencia y de papiro. Con sus mercancías venían los cultos del Oriente, las prácticas del tauróbolo, los misterios de Isis y las teogonías persas y helénicas. El cristianismo se propagaba también, y tan rápidamente, que empezaba a despertar los recelos del patriotismo local. Cuando llegaban los juegos de agosto y Lyón se llenaba de magistrados, sacerdotes, devotos y forasteros de todas las categorías, se hacía intolerable el murmullo contra aquellos hombres misteriosos, que no querían asociarse a los regocijos considerados como gloria de la ciudad. Se les injuriaba, se les apedreaba, se les arrojaba de las termas y del foro y se les perseguía por las calles entre aullidos y desprecios. Las mismas autoridades creyeron deber suyo intervenir para dar la razón al pueblo. El legado imperial estaba ausente, pero los duunviros mandaron detener a los cristianos más conocidos y los encerraron en un calabozo.
Era una medida ilegal, pues desde el primer siglo toda jurisdicción criminal había pasado en las colonias a los oficiales del Imperio. No obstante, cuando el legado volvió a la ciudad, en vez de soltar los presos, mandó que los llevasen a su presencia. Un joven cristiano, de gran familia, llamado Vetio Epagato, que asistía al interrogatorio, viendo las torturas que se hacía sufrir a sus correligionarios, acercóse hasta el tribunal y dijo indignado: «Yo pido que se me permita defender la causa de los reos; puedo mostrar hasta la evidencia que no somos ateos ni impíos.» Levantóse un gran murmullo entre la concurrencia a causa del prestigio que Vetio tenía entre sus conciudadanos. Sin embargo, el juez, lejos de acceder a su petición, preguntóle si también él era cristiano. «Lo soy», dijo Vetio con voz decidida, y el legado mandó agregarle al número de los acusados, diciendo irónicamente: «¡Vaya un abogado que tienen los cristianos!»
Aquella primera audiencia tuvo un resultado desastroso, pues terminó con la apostasía de diez cristianos. El juez pudo enviar a los otros al suplicio, pero tal vez no recordaba el rescripto de Trajano. Quería condenar a unos hombres perseguidos por la furia popular, pero no creyendo suficientes los motivos religiosos, quiso averiguar su culpabilidad en los delitos comunes. Los esclavos de los reos fueron arrastrados hasta el tribunal, y ya los verdugos se disponían a darles tormento, cuando se manifestaron prontos a declarar cuanto se les dijese. Y delataron todos los crímenes que la imaginación popular achacaba a sus amos: «los banquetes de Trieste, los incestos de Edipo y otras enormidades que no podemos decir ni pensar y que no creemos hayan sido jamás cometidas por los hombres». Era preciso arrancar a los presos las mismas declaraciones, y se les extendió en el potro. Dos de ellos sobre todo, y la joven esclava Blandina dieron muestra de una constancia admirable. «Por medio de esta mujer—decían los cristianos de la Galia a los de Frigia—, Cristo ha mostrado al mundo que lo que es vil, infame y digno de desprecio ante los hombres, es noble y grande a los ajos de Dios, que mira el amor fuerte y verdadero, y no las vanas apariencias.» Desde la salida del sol hasta el atardecer estuvo sufriendo los garfios y las ruedas. Los verdugos se relevaban fatigados y admirados de que aquel cuerpo pequeño y débil pudiese soportar tantos suplicios, cuando uno solo hubiera debido acabar con él. «Esta esclava—dice Renán—mostraba al mundo que se había realizado una revolución. La verdadera emancipación del esclavo, la emancipación del heroísmo, fue en gran parte obra suya.» De cuando en cuando, el juez le preguntaba en medio del tormento: «¿Qué dices?» Y ella daba siempre, la misma respuesta: «Soy cristiana y no se hace ningún mal entre nosotros.»
Como la tortura había resultado ineficaz, se acudió a los rigores del encierro: estrechos calabozos, sin aire y sin luz, cepos en los pies, utilizados hasta el quinto agujero; el tormento del hambre y de la sed; la brutalidad de los carceleros, bien aleccionados para producir toda clase de molestias. Los ancianos y los débiles sucumbieron, y entre ellos el obispo Potino, viejo venerable de noventa años, que había manifestado en el interrogatorio toda la grandeza del alma cristiana y sacerdotal. «¿Quién es el Dios de los cristianos?», le preguntó el legado, y él contestó: «Si eres digno, le conocerás.» Al volver a la prisión, la multitud le empujaba y acoceaba, y los que estaban lejos de él arrojaban piedras e inmundicias sobre su cabeza de nieve.
Vino al fin la sentencia, condenando a los supervivientes a diversos suplicios. Cuatro de ellos, Maturo, Santo, Atalo y Blandina, fueron destinados a las fieras. Hubo una gran fiesta en el anfiteatro. Blandina apareció atada a un poste en medio de la arena. Maturo y Santo fueron paseados delante de la multitud por sendos verdugos, armados de látigos; después se les sentó en una silla metálica incandescente, y, finalmente, se les degolló. Entre tanto, las fieras se acercaban a la esclava sin hacerle daño alguno. Irritado de ello, el público empezó a gritar: «¡Atalo, Atalo!» Y Atalo apareció, llevando a la espalda un cartelón que decía: «Soy cristiano.» No obstante, el suplicio fue suspendido súbitamente, con gran decepción de la concurrencia, ávida de sangre. El legado acababa de saber que el mártir era ciudadano romano; tuvo escrúpulos y creyó prudente consultar el parecer de Marco Aurelio, el emperador filósofo.
Un gran número de presos había muerto ya, dos habían sido decapitados, los demás quedaron en la prisión. En la prisión permanecían también los apostatas, tan maltratados como los que habían confesado la fe. El juez debiera haberlos absuelto, conforme a la legislación vigente con respecto a los cristianos, pero ya vimos al principio que no era el aspecto religioso del asunto el que le preocupaba. Y allí continuaban los miserables, humillados, abandonados, ante la alegría de aquellos confesores, «que llevaban las cadenas como una desposada lleva las franjas de oro de sus vestidos nupciales», contemplando con desesperación la actividad serena de los héroes, que en el fondo de su calabozo, en medio de la enfermedad, acosados por la muerte, pensaban en los intereses de la Iglesia universal, se inquietaban por los progresos de la herejía montañista, escribían a las iglesias de Roma y Asia y al mismo tiempo se corregían mutuamente sus defectos, se consolaban con palabras de caridad y de confianza y se advertían amorosamente los excesos, en que algunos de ellos había caído por una austeridad mal entendida. Su única preocupación era la desconfianza que tenían de sus propias fuerzas; con exquisita delicadeza rehusaban el título de mártires; a nadie acusaban, «a nadie ataban», todo lo perdonaban, todo lo excusaban, rezaban por los jueces, se compadecían de los verdugos e invocaban, sobre todo, con lágrimas abundantes, la misericordia divina sobre aquellos que, llevados de la debilidad humana, habían abandonado a Jesús. Y fueron oídas sus conmovedoras plegarias: «con ayuda de los miembros vivos, los miembros muertos de la Iglesia se reanimaron poco a poco; los que habían dado el testimonio se alegraron por aquellos que antes habían rehusado la confesión, y la Iglesia, virgen y madre, concibió nuevamente en su seno a los hijos que le habían arrancado.» Casi todos aquellos renegados volvieron a la fe y se apresuraron para comparecer ante los magistrados con nuevas energías.
Entre tanto, Marco Aurelio recibía el informe del legado lionés. La respuesta podía tenerse por descontada. Ni él ni su corte filosófica miraban con simpatía la nueva religión. A Epicteto los cristianos le molestan, a Galeno le ponen de mal humor, a Elio Arístides le irritan. Más procaz, Celso, que un año después de la hecatombe de Lyón publicaba su Discurso verdadero, se frotaba las manos viendo a los fieles «acosados por todas partes, errantes, vagabundos y próximos a desaparecer». Suyas son aquellas palabras que Minucio Félix recogía en su Octavio: «¿No oís las amenazas? ¿No veis los castigos, las torturas, los fuegos que anunciáis y que teméis, las cruces levantadas no para la adoración, sino para el suplicio? ¿Dónde está ese Dios que puede resucitar a los muertos y que no puede salvar a los vivos?» Marco Aurelio no participaba de los prejuicios del pueblo, ni creía, como sus literatos, que aquellos perseguidos formaban una facción infame, turbulenta, tenebrosa, obscena, seductora de niños y mujeres y entregada a un culto ridículo y abominable. Lo único que en ellos le sorprendía era su facilidad para aceptar la muerte; pero este fenómeno extraño, que él no sabía explicar, bastaba para indisponerle contra ellos. Ni se dignó leer sus libros, ni se prestó a sus más justas reclamaciones, ni prestó el menor interés a las memorias que le presentaban los apologistas. En sus Pensamientos sólo una vez habló de ellos, y sus palabras revelan al mismo tiempo desdén, incomprensión y superficialidad. Meditando, en su campo del Danubio, sobre la muerte, deja escapar esta sentencia: «Disposición del alma preparada siempre a separarse del cuerpo, sea para extinguirse, sea para dispersarse, sea para persistir. Y esa preparación debe ser efecto de un juicio personal, no fruto de un espíritu de oposición, como sucede en los cristianos; debe ser un acto reflexivo, grave, capaz de persuadir a los otros, sin mezcla de fasto trágico.»
La solución imperial, «dura y cruel», según la expresión de Renán, recordaba los viejos rescriptos de Adriano y de Trajano: la pena de muerte para los contumaces y la absolución para los renegados. Ignorante de las novedades que había habido en la prisión, el legado se imaginó que para estos últimos el proceso iba a reducirse a una pura ceremonia: se presentarían ante él, renovarían su declaración y marcharían libres a sus casas. Para acentuar el triunfo de la política imperial, realizóse la audiencia con gran solemnidad delante de una inmensa muchedumbre. No se perdió el tiempo en largos interrogatorios. Todo el que se confesaba cristiano era condenado a la decapitación, si era ciudadano romano, y si no, a las bestias. Cuando llegó la vez a los apostatas, respondieron intrépidamente, con gran sorpresa del legado, de los asesores y de la multitud. La indignación popular se revolvía ahora contra aquellos a quienes consideraba causantes de aquella transformación. Entre ellos figuraba un médico, venido de Frigia, que se llamaba Alejandro, naturaleza generosa, alma ardiente, palabra libre y fácil, que había sostenido siempre con intrepidez la doctrina de Cristo. Con ansiedad profunda acababa de presenciar en pie, a unos pasos del tribunal, la confesión de los lapsos, reflejando su semblante los sentimientos que agitaban su corazón, delatando con gestos, con exclamaciones, con señales de aliento, la parte que le cabía de aquella lucha. El pueblo, al advertirlo, empezó a gritar furioso: «Este es el que ha hecho todo el mal.» Llevado a presencia del juez, no se le pudo arrancar más que esta respuesta: «Soy cristiano.» Atalo y él fueron condenados a las bestias.
Conducidos al anfiteatro, pasaron por toda la serie de tormentos necesarios para satisfacer la curiosidad feroz de las turbas. Alejandro parecía abismado en el pensamiento de Dios: ni exhaló un grito ni pronunció una palabra. Atalo, en cambio, hablaba con los verdugos y con el público. Cuando estaba colocado en la silla enrojecida al fuego y el tufo horrible de sus carnes asadas se extendía por el ambiente, exclamó: «He aquí lo que se puede llamar comer hombres. No, nosotros no comemos carne humana; nosotros no hacemos mal alguno.» A los que le preguntaban cómo se llamaba su Dios, respondía: «Dios no tiene un nombre como nosotros los mortales.» Más conmovedor aún fue el suplicio de la joven Blandina y de un muchacho de quince años que se llamaba Póntice. Uno y otro habían sido llevados diariamente para presenciar el martirio de sus compañeros. Luego se les presentaba ante las estatuas de los dioses y se les invitaba a jurar por ellos. El niño y la esclava se negaron siempre con una constancia admirable. Ahora el niño, sostenido por la virgen, sufrió todos los tormentos con intrepidez. «Jura», le decían, haciéndole pasar por todos los suplicios. Y él contestaba siempre: «No.» «Quedó, finalmente, sola esta bienaventurada Blandina, como una madre generosa que alienta a sus hijos al combate y los envía vencedores al palacio del rey. Siguiendo, a su vez, el camino que ellos trazaron con su sangre, se prepara, alegre, a unirse a ellos, extasiada con el pensamiento de morir, como quien se dirige a un banquete nupcial, no como quien va a combatir con las bestias. En fin, después de haber sufrido los azotes, las fieras y la parrilla ardiente, fue envuelta en una red y la arrojaron a un toro. Lanzada al aire una y otra vez, parecía no darse cuenta siquiera, anestesiada por la fuerza de su esperanza, por la alegría anticipada de los bienes eternos y por la conversación con Cristo. «Jamás entre nosotros, decían los espectadores, ha sufrido una mujer tanto y tan terribles tormentos.»
Tal es el resumen de la carta famosa, en la cual se ha podido reconocer la mano y el genio de San Ireneo. El texto original, sencillo, solemne y lleno de vida, nos conmueve profundamente. «Es uno de los documentos más extraordinarios que poseen las literaturas antiguas — vuelve a decir Renán, a quien citamos porque su testimonio tiene doble valor—. Jamás se ha trazado un cuadro más fuerte del grado de entusiasmo y de sacrificio a que puede llegar la naturaleza humana. Es el ideal del martirio, sin mancha de orgullo por parte del mártir.» Nada de aquel fasto teatral que echaba en cara a los cristianos el estoico coronado. Cada una de sus líneas nos habla de moderación y grandeza de alma, de modestia y de entusiasmo, de humildad y de altivez, de anhelo sublime y sabiduría perfecta, de solicitud por la Iglesia y compasión por los pecadores, de fe tan viva, de tan profunda convicción, que hacía olvidar la violencia del dolor y permitía al cristiano hundirse durante el suplicio en la contemplación sensible de la futura bienaventuranza. Es la cima del heroísmo que se ignora; es la belleza del alma cristiana primitiva, que se presenta ante nosotros grande y serena, como una imagen reflejada en él cristal inmaculado de una fuente.
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