«Un rudo santo», se ha dicho de él, bajo la influencia de la poca simpatía que inspiraba su carácter. Sin embargo, no tenía la dureza jansenista: los jansenistas fueron sus enemigos y sus calumniadores. El doctor Huet echó también sobre su cara manchas de tinta. «Era—dice—de un natural brusco y audaz. Ninguna consideración le retenía cuando se, trataba de los intereses de Dios; arrastrado por su celo, no siempre bien regulado, sin tener derecho, ni misión, ni carácter de autoridad, se lanzaba a empresas desatinadas.» Ardiente, impetuoso, este predicador de la voz de trueno tenía también su bondad, y no carecía de ternura. En sus numerosos escritos aparece rara vez la vibración personal. Como sucede en Bossuet, el orador eclipsa al hombre. Se conservan, sin embargo, algunas cartas que levantan un poco el velo de su interior. Escribiendo a una dirigida, que le hablaba de casar a su hija, le dice: « ¡Casar a ese capullo de lirio! ¡Ah, si supieseis qué amarga ha sido esa palabra para mí! No obstante, estoy de acuerdo: casadla, pero con un Esposo celeste y divino. Este divino Esposo la mira, y es preciso que ella le mire a su vez.» Este verbo «mirar» es muy eudista. Las armas de los discípulos del fundador, dibujadas por él mismo, son un corazón coronado de una cruz, encuadrado de un lado por un lirio y de otro por una rosa, encerrando dentro de sí una mirada de Jesús y de María.
El 1641 es el año crítico de la vida de Juan Eudes. Acababa de cumplir los cuarenta, y desde los veintidós pertenecía a la Congregación del Oratorio. Por una gracia particular, este hombre de acción, maravillosamente dotado para la elocuencia popular, se vio súbitamente atacado de una enfermedad que paralizó su vida apostólica, obligándole a un reposo absoluto durante dos años. Fue un alto muy provechoso para su formación doctrinal. Nos lo dice él mismo: «Dios me dio estos dos años para emplearlos en el retiro, para vacar a la oración, a la lectura de los libros de piedad y a otros ejercicios espirituales.» Al recobrar la salud, se lanza de nuevo a su vida misional a través de la tierra normanda, en que había nacido, y que fue el teatro principal de su apostolado. Predicaba en Coutances, a mediados de 1641, cuando, como él mismo dice. Dios le hizo uno de los más grandes favores de su vida; en el encuentro con una vidente famosa que se llamaba María des Vallées. Hija de unos pobres campesinos, esta mujer atraía entonces las miradas de cuantos se preocupaban de las cosas espirituales. Desde su infancia se había visto envuelta en los aires místicos que por entonces soplaban por tierras francesas. Inteligente y bella, tuvo numerosos pretendientes, pero a todos los rechazó, a pesar de que en el pueblecito donde ella vivía estaba tan desacreditada la virginidad, que, según la general creencia, había en la otra vida suplicios especiales para las muchachas que no se casaban. Uno de los jóvenes desairados, cuchillero de profesión, resolvió vengarse, y habiendo conseguido un maleficio de una bruja, que luego murió en la hoguera, se lo arrojó a la desgraciada joven. «Inmediatamente—dice San Juan Eudes—quedó como inmovilizada; abría la boca de una manera espantosa y lanzaba alaridos espeluznantes.» Todo el mundo convino que estaba endemoniada; frailes y obispos la exorcizaron una y otra vez, pero el demonio se negaba a salir, a pesar de la docilidad con que contestaba a las preguntas que se le hacían en griego y en hebreo. Ella aceptó resignada el fallo de los doctores y sometióse a la voluntad de Dios. Ni siquiera en medio de sus crisis perdía el dominio de sí misma, ni su calma habitual, ni su fe invencible. Rezaba, trabajaba, hacía penitencia, y a los dos años la bondad divina «se le presentó de una manera intelectual y sin figura, como una verdad presente, declarándole que para llegar a un alto grado de perfección era necesario un cambio total de su voluntad con la voluntad de Dios». Siguieron el crisol de las tentaciones, el huracán de los fenómenos místicos, los arrebatos más vehementes de las vías del amor. Las gentes la persiguen; pero ella, aun atribuyendo aquellas persecuciones a los sortilegios incesantes de la magia, se prepara para convertirse en rescate de sus hermanos los pecadores. Durante dos años sufre en espíritu los suplicios del infierno; durante doce años participa de los tormentos de Cristo, hecho pecado y maldición por nosotros; durante treinta años se la considera como endemoniada, y como tal, se la aparta de la sagrada comunión.
Esta historia conmovió el alma del Padre Eudes. Desde el primer momento aquella mujer extraña fue el objeto de su admiración y su respeto. La escuchaba, la consultaba, recibía sus consejos con una avidez insaciable y se abandonaba a su dirección como un niño a la mano de su madre. Durante quince años, María des Vallées será para él una ayuda preciosa, un poderoso apoyo, y a veces una divina consejera y una inspiradora sublime. Ella le sirvió para encontrarse a sí mismo. Las ideas confusas que tal vez habían asomado ya antes en su mente, se hacen ahora más claras y precisas; ya no duda de que Dios le llama para fundar una Orden de religiosos destinados a la formación del clero en los seminarios, y una Congregación de religiosas cuya misión sería la regeneración de las mujeres arrepentidas. «En este mismo año de 1641—dice él mismo—Dios me hizo la gracia de formar el designio de establecer nuestra Congregación.» Habiendo consultado el pensamiento con la vidente, recibió esta respuesta alentadora: «El proyecto es sumamente agradable a Dios, y es Dios mismo quien le ha inspirado.» Al mismo tiempo, el Padre Eudes compone un oficio en honor del Sagrado Corazón de María, y comienza la propagación del culto de los Sagrados Corazones. El trato con la famosa posesa ha precisado sus vagas aspiraciones, ha encauzado su actividad y le ha dado a conocer el triple objetivo de su existencia. Más que su luz, ella fue su voluntad, su conciencia, su decisión; ella también quien le decidió a tomar la grave resolución de dejar el Oratorio. Al dar este paso tan grave, el Padre Eudes creía que no hacía más que seguir la voluntad divina y afirmar la libertad necesaria para el cumplimiento del plan divino.
No fue un tránsfuga; no levantaba la mano del arado para mirar atrás. Fue un obrero celoso y vigilante, que trabajó con toda la furia de su naturaleza insaciable. Las dos Congregaciones proyectadas surgieron, y los Padres eudistas, lo mismo que las Hermanas del Buen Pastor, siguen representando en la Iglesia su espíritu de apostolado. Permanecen también sus libros, los doce tomos imponentes de sus oblas. Es verdad que, como escritor, se ha podido decir de él que, si no desciende a lo vulgar, se eleva rara vez de la medianía. Fácil, abundante, inagotable, quiere decirlo todo, venga o no venga a cuento. Las ideas le salen alborotadas, chocando unas con otras, desalojándose mutuamente, para desaparecer en un gran ruido de palabras. A pesar de un orden aparente, donde abundan las divisiones y las subdivisiones, cuesta leerle. De cuando en cuando, la agitación se calma para dejar el paso a piadosas oraciones, bellas a veces, pero monótonas, verbosas, demasiado largas. Se ve bien que escribe con la nerviosidad de quien acaba de dar una misión y se dispone a dar otra. Al coger la pluma, sigue predicando, improvisando y dejándose arrastrar por todas las tentaciones del pulpito. Anuncia que va a tratar una materia, pero luego se olvida de tratarla; comienza bellos cuadros, y los deja sin terminar. Así, aquel cuadro verdaderamente precioso, pero incompleto, en que, hablando del Corazón de María, dice «que es la verdadera arpa del verdadero David, Nuestro Señor Jesucristo. Porque es Él quien la ha hecho con su propia mano y Él solo quien la posee. Jamás fue tocada por otros dedos que por los suyos, porque ese corazón virginal nunca tuvo otros sentimientos, otros afectos, otros movimientos que los que en él puso la liberalidad del Espíritu Santo. Y esa arpa—añade con gracia exquisita el santo—levanta hasta los oídos del Padre tan maravillosa armonía, que, hechizado al oírla, olvida todas las cóleras que tenía contra los pecadores».
De todas las obras de San Juan Eudes, lo que se lee y relee siempre con gusto son su prosa y sus versos latinos, los oficios litúrgicos que escribió. El teólogo, el poeta, el escriturario se remontan a veces en ellos a las alturas incomparables de la liturgia del Santísimo Sacramento. Del Oficio del Sacerdocio divino se ha podido decir que es la más bella glorificación de los héroes del sacerdocio, cuyas virtudes y hazañas canta con entusiasmo; es la exposición más sorprendente de las grandezas y los deberes del sacerdote, y la más ardiente oración para pedir al Cielo que extienda sobre el mundo las llamaradas del espíritu sacerdotal. Más conocido y no menos bello es el Oficio del Corazón de Jesús, muy anterior a las primeras revelaciones de Paray-le-Monial. Hay en él entusiasmo poético, pensamiento rico y profundo, piedad suave y sólida, que se nutre en las fuentes de la Patrología y de las Sagradas Escrituras. El tema del amor lo domina todo, especialmente en la misa, aquella «misa de fuego», como se decía en el siglo XVII. Sin embargo, la idea que domina es la del Corazón, no como fuente de todas las vibraciones amorosas de Cristo, sino más bien como símbolo representativo de todas sus perfecciones. Discípula de San Francisco de Sales, Santa Margarita María considerará, sobre todo, el Corazón-Amor; discípulo de Berulle en el Oratorio, San Juan Eudes contempla preferentemente el Corazón-Persona. Los dos aspectos se juntarán en la gran devoción de los tiempos modernos. Pero a San Juan Eudes le cabe la gloria de haber inaugurado esta devoción, promoviendo, antes que nadie, el culto público del Sagrado Corazón de Jesús. Le propagó ardorosamente en sus correrías apostólicas, le consagró las dos Congregaciones por él fundadas, instituyó su fiesta, escribió su oficio, erigió cofradías con su advocación, construyó en su honor iglesias y capillas, y produjo un movimiento que no tardó en envolver a la Iglesia entera. Puede considerársele, además, como el doctor del nuevo culto: expone su fundamento teológico, presenta la fórmula precisa de su innovación, responde a los adversarios de su iniciativa, determina el sentido práctico y litúrgico, consigue la aprobación de la jerarquía y recibe los Breves apostólicos destinados a propagar y perpetuar la nueva institución.
El 1641 es el año crítico de la vida de Juan Eudes. Acababa de cumplir los cuarenta, y desde los veintidós pertenecía a la Congregación del Oratorio. Por una gracia particular, este hombre de acción, maravillosamente dotado para la elocuencia popular, se vio súbitamente atacado de una enfermedad que paralizó su vida apostólica, obligándole a un reposo absoluto durante dos años. Fue un alto muy provechoso para su formación doctrinal. Nos lo dice él mismo: «Dios me dio estos dos años para emplearlos en el retiro, para vacar a la oración, a la lectura de los libros de piedad y a otros ejercicios espirituales.» Al recobrar la salud, se lanza de nuevo a su vida misional a través de la tierra normanda, en que había nacido, y que fue el teatro principal de su apostolado. Predicaba en Coutances, a mediados de 1641, cuando, como él mismo dice. Dios le hizo uno de los más grandes favores de su vida; en el encuentro con una vidente famosa que se llamaba María des Vallées. Hija de unos pobres campesinos, esta mujer atraía entonces las miradas de cuantos se preocupaban de las cosas espirituales. Desde su infancia se había visto envuelta en los aires místicos que por entonces soplaban por tierras francesas. Inteligente y bella, tuvo numerosos pretendientes, pero a todos los rechazó, a pesar de que en el pueblecito donde ella vivía estaba tan desacreditada la virginidad, que, según la general creencia, había en la otra vida suplicios especiales para las muchachas que no se casaban. Uno de los jóvenes desairados, cuchillero de profesión, resolvió vengarse, y habiendo conseguido un maleficio de una bruja, que luego murió en la hoguera, se lo arrojó a la desgraciada joven. «Inmediatamente—dice San Juan Eudes—quedó como inmovilizada; abría la boca de una manera espantosa y lanzaba alaridos espeluznantes.» Todo el mundo convino que estaba endemoniada; frailes y obispos la exorcizaron una y otra vez, pero el demonio se negaba a salir, a pesar de la docilidad con que contestaba a las preguntas que se le hacían en griego y en hebreo. Ella aceptó resignada el fallo de los doctores y sometióse a la voluntad de Dios. Ni siquiera en medio de sus crisis perdía el dominio de sí misma, ni su calma habitual, ni su fe invencible. Rezaba, trabajaba, hacía penitencia, y a los dos años la bondad divina «se le presentó de una manera intelectual y sin figura, como una verdad presente, declarándole que para llegar a un alto grado de perfección era necesario un cambio total de su voluntad con la voluntad de Dios». Siguieron el crisol de las tentaciones, el huracán de los fenómenos místicos, los arrebatos más vehementes de las vías del amor. Las gentes la persiguen; pero ella, aun atribuyendo aquellas persecuciones a los sortilegios incesantes de la magia, se prepara para convertirse en rescate de sus hermanos los pecadores. Durante dos años sufre en espíritu los suplicios del infierno; durante doce años participa de los tormentos de Cristo, hecho pecado y maldición por nosotros; durante treinta años se la considera como endemoniada, y como tal, se la aparta de la sagrada comunión.
Esta historia conmovió el alma del Padre Eudes. Desde el primer momento aquella mujer extraña fue el objeto de su admiración y su respeto. La escuchaba, la consultaba, recibía sus consejos con una avidez insaciable y se abandonaba a su dirección como un niño a la mano de su madre. Durante quince años, María des Vallées será para él una ayuda preciosa, un poderoso apoyo, y a veces una divina consejera y una inspiradora sublime. Ella le sirvió para encontrarse a sí mismo. Las ideas confusas que tal vez habían asomado ya antes en su mente, se hacen ahora más claras y precisas; ya no duda de que Dios le llama para fundar una Orden de religiosos destinados a la formación del clero en los seminarios, y una Congregación de religiosas cuya misión sería la regeneración de las mujeres arrepentidas. «En este mismo año de 1641—dice él mismo—Dios me hizo la gracia de formar el designio de establecer nuestra Congregación.» Habiendo consultado el pensamiento con la vidente, recibió esta respuesta alentadora: «El proyecto es sumamente agradable a Dios, y es Dios mismo quien le ha inspirado.» Al mismo tiempo, el Padre Eudes compone un oficio en honor del Sagrado Corazón de María, y comienza la propagación del culto de los Sagrados Corazones. El trato con la famosa posesa ha precisado sus vagas aspiraciones, ha encauzado su actividad y le ha dado a conocer el triple objetivo de su existencia. Más que su luz, ella fue su voluntad, su conciencia, su decisión; ella también quien le decidió a tomar la grave resolución de dejar el Oratorio. Al dar este paso tan grave, el Padre Eudes creía que no hacía más que seguir la voluntad divina y afirmar la libertad necesaria para el cumplimiento del plan divino.
No fue un tránsfuga; no levantaba la mano del arado para mirar atrás. Fue un obrero celoso y vigilante, que trabajó con toda la furia de su naturaleza insaciable. Las dos Congregaciones proyectadas surgieron, y los Padres eudistas, lo mismo que las Hermanas del Buen Pastor, siguen representando en la Iglesia su espíritu de apostolado. Permanecen también sus libros, los doce tomos imponentes de sus oblas. Es verdad que, como escritor, se ha podido decir de él que, si no desciende a lo vulgar, se eleva rara vez de la medianía. Fácil, abundante, inagotable, quiere decirlo todo, venga o no venga a cuento. Las ideas le salen alborotadas, chocando unas con otras, desalojándose mutuamente, para desaparecer en un gran ruido de palabras. A pesar de un orden aparente, donde abundan las divisiones y las subdivisiones, cuesta leerle. De cuando en cuando, la agitación se calma para dejar el paso a piadosas oraciones, bellas a veces, pero monótonas, verbosas, demasiado largas. Se ve bien que escribe con la nerviosidad de quien acaba de dar una misión y se dispone a dar otra. Al coger la pluma, sigue predicando, improvisando y dejándose arrastrar por todas las tentaciones del pulpito. Anuncia que va a tratar una materia, pero luego se olvida de tratarla; comienza bellos cuadros, y los deja sin terminar. Así, aquel cuadro verdaderamente precioso, pero incompleto, en que, hablando del Corazón de María, dice «que es la verdadera arpa del verdadero David, Nuestro Señor Jesucristo. Porque es Él quien la ha hecho con su propia mano y Él solo quien la posee. Jamás fue tocada por otros dedos que por los suyos, porque ese corazón virginal nunca tuvo otros sentimientos, otros afectos, otros movimientos que los que en él puso la liberalidad del Espíritu Santo. Y esa arpa—añade con gracia exquisita el santo—levanta hasta los oídos del Padre tan maravillosa armonía, que, hechizado al oírla, olvida todas las cóleras que tenía contra los pecadores».
De todas las obras de San Juan Eudes, lo que se lee y relee siempre con gusto son su prosa y sus versos latinos, los oficios litúrgicos que escribió. El teólogo, el poeta, el escriturario se remontan a veces en ellos a las alturas incomparables de la liturgia del Santísimo Sacramento. Del Oficio del Sacerdocio divino se ha podido decir que es la más bella glorificación de los héroes del sacerdocio, cuyas virtudes y hazañas canta con entusiasmo; es la exposición más sorprendente de las grandezas y los deberes del sacerdote, y la más ardiente oración para pedir al Cielo que extienda sobre el mundo las llamaradas del espíritu sacerdotal. Más conocido y no menos bello es el Oficio del Corazón de Jesús, muy anterior a las primeras revelaciones de Paray-le-Monial. Hay en él entusiasmo poético, pensamiento rico y profundo, piedad suave y sólida, que se nutre en las fuentes de la Patrología y de las Sagradas Escrituras. El tema del amor lo domina todo, especialmente en la misa, aquella «misa de fuego», como se decía en el siglo XVII. Sin embargo, la idea que domina es la del Corazón, no como fuente de todas las vibraciones amorosas de Cristo, sino más bien como símbolo representativo de todas sus perfecciones. Discípula de San Francisco de Sales, Santa Margarita María considerará, sobre todo, el Corazón-Amor; discípulo de Berulle en el Oratorio, San Juan Eudes contempla preferentemente el Corazón-Persona. Los dos aspectos se juntarán en la gran devoción de los tiempos modernos. Pero a San Juan Eudes le cabe la gloria de haber inaugurado esta devoción, promoviendo, antes que nadie, el culto público del Sagrado Corazón de Jesús. Le propagó ardorosamente en sus correrías apostólicas, le consagró las dos Congregaciones por él fundadas, instituyó su fiesta, escribió su oficio, erigió cofradías con su advocación, construyó en su honor iglesias y capillas, y produjo un movimiento que no tardó en envolver a la Iglesia entera. Puede considerársele, además, como el doctor del nuevo culto: expone su fundamento teológico, presenta la fórmula precisa de su innovación, responde a los adversarios de su iniciativa, determina el sentido práctico y litúrgico, consigue la aprobación de la jerarquía y recibe los Breves apostólicos destinados a propagar y perpetuar la nueva institución.
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