domingo, 28 de agosto de 2016

Homilía


El libro del Eclesiástico, último libro del Antiguo Testamento, atribuido a Ben-Sira y escrito en torno al año 50 a.C. tiene hermosas reflexiones sobre la humildad, que recogen el sentir de la época:

“Hijo mío, procede con humildad en tus asuntos” (Eclesiástico 3,17),

“hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios” (Eclesiástico 3,18),

“Dios revela sus secretos a los humildes” (Eclesiástico 3,20).

La humildad nace del reconocimiento de sentirse pequeño y desvalido a los ojos de Dios.

Dice San Agustín: “Lo que haces de malo es obra tuya; lo que haces de bueno es mérito de la misericordia de Dios. Por tanto, cuando hagas el bien no te lo atribuyas, y además de no atribuírtelo, da gracias a Dios como un don suyo”.

El humilde muestra su sabiduría aceptando la corrección y considerando positivamente las opiniones de los demás.

Su actitud contrasta con la del soberbio, que considera mérito propio todo lo que hace, impone sus opiniones, no se rebaja ante nadie y muestra una conducta arrogante y autosuficiente.

Estas personas suelen triunfar en los negocios y en la política, porque la gente considera sus actos como muestra de seguridad en sí mismos y dueños de una fuerte y atrayente personalidad. Es una estrategia triunfadora en amplios sectores de influencia social.

Ser humilde no equivale a tener un carácter débil, pusilánime y acobardado.

Al contrario, a diferencia del arrogante, que trata de imponer, el humilde presenta sus propuestas como un acto de servicio, sin enfadarse ante el rechazo ni echar la culpa a los demás de los fracasos.

El humilde sabe hacer autocrítica y mira al otro como superior.

El mejor ejemplo lo tenemos en Juan el Bautista.

Reconoce el don de Dios, se rebaja ante Jesús y ensalza públicamente su éxito.

La gente siente rechazo hacia el “trepa”, que pretende ascender en el escalafón social mediante la adulación y todo tipo de triquiñuelas, así como a los que exhiben sus títulos a bombo y platillos para reafirmar su dominio y el reconocimiento de todos.

Cuando obramos de esta manera terminamos siendo esclavos del cultivo de la imagen y de la búsqueda de prestigio, careciendo de tiempo para crecer por dentro.

Todos los santos destacaron por su humildad.

Algunos, como San Francisco de Sales, supieron modelar de tal forma su fuerte temperamento a la luz del evangelio, que al final de su vida era de una dulzura y exquisitez en el trato, que asombraba a cuantos le habían conocido antes.

En consecuencia, el humilde suele encontrar muchos amigos, se granjea el respeto de los demás y termina desarmando al soberbio o poniendo en evidencia su doble conducta.

Y, del mismo modo que nos causa hastío y rechazo el comportamiento de grandeza de los nuevos ricos, nos produce admiración el proceder humilde y servicial de los más poderosos.

Así empieza el relato evangélico de hoy.

El recurso a esponsales y banquetes es frecuente en el Antiguo Testamento y una constante en la predicación de Jesús, pues la boda era un paréntesis de sana alegría en la mediocridad de una vida anodina y escasa de alicientes.

Porque los aldeanos del tiempo de Jesús apenas probaban la carne y, de vez en cuando, algún que otro pez…

Por eso, una boda era la ocasión propicia para vestirse con las mejores galas y disfrutar de manjares vedados habitualmente.

Jesús se presenta en las bodas de Caná como el esposo que regala el vino de la alegría a los invitados y se ofrece a sí mismo (banquete de la Última Cena) como el Cordero que sacia el hambre de los invitados.

Pero pide el traje de fiesta de la reconciliación, y reconocer la primacía de Dios sobre nuestra vida.

La fiesta de bodas en la actualidad es una fuente de preocupaciones y problemas para la mayoría de los novios que, a menudo, deben hacer auténticos malabarismos para no poner juntas en el banquete a personas enemistadas o que no se hablan.

También lo es para numerosos invitados, que ven menguados sus ahorros por “quedar bien”.

La sucesión de viandas y bebidas constituye un auténtico despilfarro, que hiere la sensibilidad de la gente honesta y con sólidos criterios morales, consciente de las enormes bolsas de pobreza que proliferan en los alrededores de todas las grandes ciudades.

Normalmente invitan a familiares, amigos y allegados y, aunque el menú sea caro, las donaciones suelen ser mayores, por lo que les queda dinero para el viaje de recién casados.

Poco ha cambiado en esto desde los tiempos de Jesús.

Pero no siempre ocurre así.

Hay parejas que siguen la propuesta de Jesús, ofrecen todo lo recaudado en la boda para ayudar a los pobres y empiezan su matrimonio de cero, con la fuerza del amor, que es capaz de asumir de cero y asumir en comunión los retos de la vida.

Creo que ésta es una alternativa válida a la “sociedad del bienestar”, cada vez más en entredicho.


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