domingo, 7 de agosto de 2016

Homilía


La liturgia de hoy nos dice en la Carta a los Hebreos que “la fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Hebreos 1,1).

Y nos presenta como ejemplos y testigo de la misma al patriarca Abraham.

Por la fe Abraham deja su tierra y se adentra en lo desconocido.

Por la fe vive como extranjero en tierra extraña.

Por la fe espera contra toda esperanza en que Dios cumpla sus promesas.

Por la fe es capaz de sacrificar a su propio hijo.

Sin fe no tiene sentido vender los bienes y darlos a los pobres, ni hacer talegos que no se echen a perder, ni tener ceñida la cintura y las lámparas encendidas, ni aguardar pacientemente a que el Señor llegue de la boda, ni mantener viva la vigilancia hasta altas horas de la madrugada.

Sin fe no es posible aceptar el camino exigente del evangelio, ni los sacrificios que conlleva la entrega a los demás.

La fe cristiana significa que creemos en Jesucristo como la definitiva revelación de Dios, a quien nadie ha visto jamás; que aceptamos su mensaje liberador como camino para reconocer lo que comporta ser hombre., como la vida que puede dar sentido a nuestra existencia

Algo dentro de nosotros nos dice que, si vaciamos al hombre de sus soportes morales, no queda nada.

Basta examinar la historia de grandes imperios, que dominaron el mundo y prometían eternizarse.

El ejemplo más reciente lo tenemos en el Comunismo Ruso, a quien muchos creían invulnerables bajo su “telón de acero”. Se resquebrajó en pocos años.

En cambio la Iglesia, que es pecadora y, como tal, vulnerable en su debilidad, se convierte en fuerte y santa por la acción del Espíritu que la sostiene.

Es como “la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11,10).

Desde hace casi tres décadas, Europa recibe con expectante preocupación las migraciones provenientes de América del Sur y África; un fenómeno frecuente desde los tiempos más remotos.

Todos nosotros somos fruto del cruce de distintos pueblos y razas.

Como en la época de Abraham, los inmigrantes buscan mejores condiciones de vida para sí y sus familias.

Han sido bien recibidos mientras la economía ha sido favorable y han contribuido a nuestro desarrollo.

Ahora, con la crisis hasta el cuello, estorban.

Estos conflictos de intereses ponen al descubierto lo frágil que es la tolerancia cuando falta la fe y nos aferramos a privilegios conseguidos ciertamente por nuestro trabajo, pero también por el de otros que, sin ser de nuestro país, de nuestra lengua o nuestra religión han contribuido al desarrollo económico de la comunidad en que viven.

Vivimos envueltos en contradicciones, cuyo común denominador es el egoísmo y la falta de fe en el futuro.

Nadie tiene la culpa de haber nacido en un país pobre y en una familia pobre sin acceso a la cultura, a la sanidad, a los circuitos de producción y al azote de la guerra y del hambre.

Todos hemos visto escenas espeluznantes y conmovedoras de miles de refugiados huyendo del caos y la violencia.

Algunos mueren en travesías marítimas, otros son confinados en campamentos con poca higiene y escasos recursos y a muchos se les cierran las fronteras, porque estorban y rompen el ritmo de vida y la mal llamada sociedad del bienestar.

Si tuviéramos conciencia de que todos somos hermanos y peregrinos en este mundo, actuaríamos con cordialidad y respeto a las personas, a los valores y a las ideas.

Utilizamos demagógicamente palabras como democracia, libertad, solidaridad... para defender nuestros derechos, y, a menudo, como arma arrojadiza contras quienes no piensan, sienten o viven como nosotros.

Por desgracias, las vaciamos de contenido con nuestros comportamientos racistas y excluyentes.

Asistimos atónitos al resurgir de los nacionalismos, denunciados por el papa Francisco, y a planteamientos egoístas, como el del “brexit” en el Reino Unido, cuyo fin es impedir la libre circulación de personas y el compartir de bienes.

Asistimos igualmente al crecimiento del populismo ateo, iconoclasta y de mentalidad totalitaria, en el sur de Europa, que encuentran terreno abonado en el descontento social y en la falta de oportunidades para los jóvenes.

Es lamentable que haya en España algún ayuntamiento o comunidad autónoma que han intentado declarar “personas no gratas” y llevar a la cárcel a tres obispos por denunciar en sus diócesis las prácticas abortitas, al imperio gay y a ideologías como el feminismo radical y la del género.

La respuesta de los fieles cristianos en su defensa ha sido contundente y, de momento, han callado.

Pero es una muestra de lo que puede pasar si algún día llegan al poder para negar a los demás la libertad de expresión que ellos defienden.

¿Qué podemos hacer los creyentes en vistas al futuro?

El evangelio nos sugiere una actitud.

Que es no bajar la guardia en el camino de la fe y estar preparados para ver a Cristo en nuestras plazas, calles, hogares, y actuar según sus criterios.


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