domingo, 6 de marzo de 2016

Reflexión 4º Domingo de CUARESMA


Toda alma religiosa siente la necesidad de tratar filialmente con Dios, de hablar con Él en la intimidad, de unirse a Él.

Este anhelo, el paganismo le tuvo sepultado en el fondo de la conciencia humana.

Para Aristóteles, el Primum movens existía retraído en una lejanía inaccesible; tan difícil hubiera sido comunicar con él como con los habitantes de Marte.

Es el Cristianismo el que ha hecho vibrar esta nota en las almas, el que nos ha acostumbrado a considerar la vida como un esfuerzo, como una peregrinación hacia Dios; el que nos ha señalado los estudios diversos de ese viaje, las piedras miliarias que nos librarán de perdernos en ese camino hacia la unión maravillosa que naturalmente apetecemos y que apenas podemos concebir, hacia una vida más alta, a la cual se podría aplicar, en un sentido infinitamente más sublime, la definición que Platón daba del amor: «Círculo del bueno al bueno, devuelto perpetuamente.»

Esa peregrinación de la criatura que vuelve al Criador se encuentra simbolizada, o, mejor, resumida en la liturgia cuaresmal. Los escritores ascéticos nos hablan de tres vías, que ellos llaman «purgativa», «iluminativa» y «unitiva»; aunque más que tres vías, esas palabras designan tres operaciones que pueden ser simultáneas o sucesivas.

Ellas condensan también el pensamiento fundamental de la Cuaresma, el que palpita bajo el tejido policromo de sus oraciones, sus lecturas, sus cantos y sus ritos. Hacia la unión, por la purificación y la iluminación; he aquí el santo y seña que la Iglesia da en estos santos días a todos los cristianos.

La purificación reza especialmente con los penitentes, con los que en el llanto y la penitencia aguardan la Pascua para ser reintegrados en la comunión de los fieles; la iluminación se dirige a los catecúmenos, a los que en la espera de la noche del Sábado Santo reciben con ansiedad la revelación progresiva de los misterios evangélicos.

La tarea de los primeros consiste en frotar su alma, como se frota una moneda, para descubrir en ella la imagen oscurecida por el pecado; la de los segundos, en preparar el metal para que pueda recibir la imagen.

A los unos, la liturgia los alienta, los ayuda, los grita: «Lavaos, estad limpios, arrancad el mal de vuestros corazones»; a los otros los catequiza, les descubre la doctrina y la vida de Cristo y les dice: «Acercaos a Él para ser iluminados.»

Pero la verdad y la pureza son inseparables; el que trabaja en la purificación va advirtiendo que se acerca a la luz, y el que busca generosamente la luz se siente poco a poco purificado. El penitente se ilumina y el catecúmeno se purifica, y en la iluminación y la purificación palpita una tercera fuerza, que los sostiene y los anima: el amor.

La inteligencia va penetrada de unción; o, como bellamente dice San Bernardo, a los rayos de luz, que llegan al espíritu, acompañan los rayos de calor, que se enderezan al corazón. Las tres vías se enlazan, se ayudan, se funden de una manera misteriosa y llevan a la consecución de una misma victoria, a la explosión de una inmensa alegría.

En la peregrinación cuaresmal esa explosión se llama el domingo «Laetare», a causa de la primera palabra con que empieza el Introito de la Misa, invitación entusiasta a una alegría perfecta: «Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; llenaos de júbilo y recibid los consuelos que manan de sus pechos.»

A este grito, el ambiente litúrgico se transforma: en medio de las tristezas del ayuno, vuelven a resonar los acordes del órgano, el altar se viste de flores y los sacerdotes cambian el color violeta, símbolo del dolor y la penitencia, por el rosado, en el cual brilla un albor de esperanza y de alegría.

En Roma, el Pontífice bendice la Rosa de Oro, que nos recuerda aquellas palabras de San Ambrosio: «Coges la flor nueva, que da el buen olor de la Resurrección; coges el lirio, esplendor de la eternidad; coges la rosa de la sangre del Señor.»

Esa rosa mística es una figura del paraíso que buscamos; es como aquellos gigantescos racimos que entre la aridez del desierto hablaban al pueblo escogido de la tierra que manaba leche y miel.

En la España antigua se practicaba un rito no menos significativo.

Desde el amanecer, un pregonero recorría las ciudades recordando a los que tenían niños sin bautizar que los presentasen en la iglesia.

En la iglesia, después del Evangelio, tres diáconos se adelantaban hacia el pueblo.

El primero decía: «Si alguno quiere ser iniciado en el sacramento de la fe, dé su nombre.»

Después de una pausa, clamaba el segundo: «Si alguno desea la vida eterna, dé su nombre.»

Seguía luego la invitación del tercero, en términos más claros: «Si alguno quiere ser bautizado el día de Pascua, dé su nombre.»

Los niños pasaban delante del obispo, llevados por sus madres; el arcediano escribía sus nombres en las tablas de cera; tres subdiáconos pronunciaban el exorcismo, soplando sobre las cabezas de los pequeños catecúmenos, y un presbítero sellaba su frente con el signo de la cruz.

Todo este aparato de ceremonias y de símbolos significa una misma cosa: que la salud se acerca, que en la lejanía brilla el alba de la Resurrección, que vamos sintiendo la renovación santa, por la cual nos haremos dignos de cantar el cántico nuevo, según los bellos versos del himno cuaresmal:

«En nos, novi per veniam, novum cantamus canticum.»

Todo en los textos de la Misa tiene ese profundo sentido de jubilosa esperanza.

Si en los oficios nocturnos se nos presenta la figura majestuosa de Moisés, tipo del verdadero libertador, Jesucristo, en la Epístola oímos aquellas altivas palabras del Apóstol, que en las asambleas de los primeros cristianos debían caer como un rayo revelador: «Nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; con una libertad que nos viene de Cristo.»

El Evangelio ya no nos habla de luchas y de tentaciones, sino de símbolos misteriosos de amor. Aún nos encontramos en el desierto: al noroeste del lago de Genesaret, más allá de Betsaida, se extendía una vasta soledad, limitada, hoy como antaño, por colinas agrestes y desnudas.

La nave de Jesús surcaba el lago en aquella dirección, pero un viento contrario la impedía avanzar con rapidez. La muchedumbre le seguía por la orilla, y al llegar a la desembocadura del Jordán se encontró rodeado de un inmenso gentío que le aclamaba y se dirigía hacia Él. «semejante a un rebaño sin pastor».

Y tuvo compasión de ellos. Les predicó el reino de Dios, curó sus enfermos; y, haciéndoles sentar por grupos de cincuenta y de ciento, que por los colores chillones de sus vestidos semejaban, según la expresión de San Marcos, cestos de flores sobre un verde tapiz, les dio de comer, multiplicando los cinco panes y dos peces que por casualidad llevaba un muchacho.

Este relato hacia que el júbilo se derramase en gritos de alabanza. «Bendecid al Señor, porque es benigno», clamaba el coro después de oírle; «todo cuanto quiso, lo hizo el Señor en el Cielo y en la tierra».

En los panes y los peces el penitente veía un nuevo anuncio de su restauración espiritual; el catecúmeno, una prefiguración del arcano eucarístico, que poco a poco se iba descorriendo a sus miradas. Uno y otro recogían con avidez las lecciones encerradas en ese lenguaje simbólico de la liturgia, para disponerse a vivir en toda su plenitud el misterio pascual.

Como abejas solícitas, se esforzaban por sacar la miel del amor entre las flores de ese jardín de ritos, gestos y oraciones, y así conseguían el triple objetivo de la Cuaresma: se purificaban, se iluminaban, se inflamaban. Vivían el misterio de Pascua.

Es fácil estrenar un hábito nuevo el Domingo de Resurrección: es fácil confesar y comulgar; pero eso no basta.

Hay que asimilarse el fruto de la Resurrección, convertirle en una realidad íntima, sentir la explosión de esa savia vital que viene de Cristo; y esto lo conseguiremos empapándonos antes en el espíritu de esta maravillosa liturgia cuadragesimal.


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