domingo, 20 de marzo de 2016

Reflexión Domingo de RAMOS

Un clamor jubiloso en medio de la noche, un momento de luz en medio de las tinieblas, una promesa de gloria delante de la muerte.

El contraste nos impresiona: la tristeza se hace más triste, las tinieblas más lóbregas, el dolor más agudo y el miedo más temible.

Y en medio de las aclamaciones corren las lágrimas de Dios y se estremecen los corazones de los hombres.

Oculto varias semanas entre las montañas de Efrem, Jesús acababa de aparecer en casa de sus amigos de Betania.

Dos días antes, el viernes, fue el convite en casa de Simón el leproso, donde la Magdalena rompió su redoma de nardo.

La Pascua se acercaba y las sendas que llevaban a Jerusalén estaban llenas de peregrinos.

El Rabbí, con su grupo de discípulos y admiradores, se junta a una de las caravanas.

Ya puede presentarse en la Ciudad Santa, porque todo lo que se dijo de Él está cumplido.

Es el 10 de Nisán, cuando en las casas hebreas el padre de familia separa el cordero que ha de ser sacrificado cuatro días más tarde; el momento a propósito para que la víctima racional dé también el paso decisivo.

La ceremonia va a tener todos los caracteres de una fiesta popular.

Por un día, Jesús va a ser el Rey quimérico de las glorias mundanas que aguarda el pueblo de Israel.

El río de la peregrinación se remansa en torno suyo: allí está la vanguardia del reino, la turba de las mujeres piadosas, las bandas de los curiosos y los sencillos y los grupos venidos de Galilea, abrigando tal vez la secreta esperanza de conmemorar en un triunfo antiguo del pueblo de Dios el principio de nuevas victorias.

Las almas vibraban de júbilo y esperanza, y el Cielo aparecía gozoso como una promesa, abierto como en éxtasis de amor; un Cielo de primavera, que derramaba cataratas de luz sobre los valles en flor y levantaba graciosos murmullos entre los bosquecillos de sicómoros y palmeras, de olivos y de almendros.

El camino serpeaba entre colinas y arrovuelos; a la derecha se alzaba el monte del Olivar; a la izquierda se extiende la hondonada con su ajedrezado de jardines y barbechos de praderas y campos verdeantes.

A uno y otro lado, bajo las copas de los terebintos y al resguardo de las tapias y altozanos, empiezan a levantarse las tiendas de los devotos que han venido para pasar aquellos días a la sombra del templo.

En un momento todas quedan vacías: hombres, mujeres y niños se juntan al cortejo del Rabbí, hablando de sus resurrecciones, de su doctrina, de su poder y de su bondad.

Todos quieren verle y saludarle, y poco a poco la admiración se transforma en entusiasmo, y el entusiasmo estalla en aplausos fragorosos.

«Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor!», exclaman unos. «Hosanna al Hijo de David, al Rey de Israel!», responden otros; y los gritos repercuten por los campos vecinos, llenando el espacio de alborozada alegría.

En otro tiempo, cuando las turbas quisieron proclamarle Rey, Jesús había evitado el clamoreo popular con la fuga; pero ahora, ante esta manifestación tan espontánea y sincera, no solamente se deja llevar, sino que acepta el homenaje, algo inconsciente, de la multitud.

Era como el postrer llamamiento a la dureza de corazón de sus enemigos, como argumento irrefragable de que, si iba a la muerte, iba voluntaria y libremente, y no por ninguna violencia y necesidad.

Recordaba, además, las palabras con que Zacarías había profetizado este triunfo pasajero: «Alégrate, hija de Sión—había dicho—; salta de gozo, hija de Jerusalén; he aquí a tu Rey, que se acerca a ti, el Justo, el Salvador.

Pobre y humilde, avanza sentado sobre una asnilla y un pollino.»

La asnilla no ha aparecido todavía; pero Jesús llama a dos de sus discípulos y habla con ellos unos instantes.

Allí cerca, en el caserío de Bethfagé, hallarán al animal atado; que lo suelten y se lo traigan, sin pedir permiso a nadie.

Si el amo dice algo, responded que el Señor lo necesita. Fue cosa de un momento.

La asnilla apareció mansa y silenciosa; los discípulos colocaron las capas sobre sus lomos, Jesús montó encima, y el desfile triunfal siguió avanzando en dirección de la ciudad.

El alborozo era ahora verdadero frenesí, los vítores estremecían el aire, los niños clamaban sin tregua, las mujeres agitaban sus pañuelos, los viejos lloraban; nuevos manifestantes salían a cada momento del bosque blandiendo ramos de palmeras, de arrayanes y de olivos, tremolándolos en alto, arrojándolos en el suelo y tributando al pacífico triunfador las más clamorosas ovaciones.

Otros se quitaban sus mantos de fiesta y sus turbantes y los arrojaban al camino por donde iba a pasar el Señor, y la procesión continuaba entre follajes festivos, jirones de salmos, himnos de esperanza y ovaciones apasionadas: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito y glorioso sea su reino! ¡Ha llegado el reino de David, nuestro padre! ¡ Paz en el Cielo y gloria a Dios en las alturas!»

Media vuelta en el camino, y allá, en el fondo, separada por el valle de Cedrón, bajo el manto de oro de la luz mañanera, proyectándose sobre el azul del Cielo, aparece Jerusalén, la ciudad de la perfecta hermosura, el regocijo de toda la tierra, la fortaleza de Dios fundada sobre collados altísimos, según las expresiones de los profetas, que ahora recordaba la triunfante comitiva.

Altos muros, robustos torreones, edificios soberbios, palacios deslumbrantes, plazas bulliciosas, pórticos interminables, y dominándolo todo; el Templo, maravilla del mundo, orgullo de Israel y resumen de su historia, con sus murallas ciclópeas, sus puertas monumentales, sus pirámides y sus torres y sus arcadas y sus magníficas galerías cubiertas de plata y de mármol, en cuya brillante superficie, como en una montaña de nieve, relampagueaba la claridad de aquel día primaveral, un grito de admiración salió de todas las gargantas: habían llegado a la corte del gran rey, tenían delante los alcázares escogidos por Jehová, el trono en que había de triunfar la gloria del Mesías.

Redoblaban los vítores, aumentaba el regocijo y engrosaba la muchedumbre, presa de una verdadera exaltación. Sólo Jesús parecía ajeno a aquella algarabía de fiesta; veíasele absorto y como indiferente a cuanto rebullía en torno suyo.

Su mirada, húmeda de compasión, se fijaba tenazmente en los pináculos y contrafuertes de la ciudad; los que caminaban junto a Él vieron las lágrimas correr por su rostro; mientras de sus labios salían estas conmovedoras palabras: «¡Ah Jerusalén, si conocieses, al menos hoy, lo que se te ha dado y lo que te puede traer la paz!

Mas ahora todo está oculto a tus ojos. Tiempo vendrá en que tus enemigos te cercarán con trincheras y te estrecharán por todas partes.

Te echarán por tierra a ti y a tus hijos, sin dejar en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el día en que Dios te visitó para salvarte.»

A pesar de este incidente, los vivas continuaban, y la muchedumbre, que con sus ramos semejaba un bosque ambulante, descendía la pendiente del monte Moria.

La primera cohorte cruzaba ya las puertas, y los ecos del vocerío iban a perderse entre los pórticos del Templo. «¿Qué sucede?», preguntaban las gentes desde las terrazas.

Y algunas voces respondían: «Es Jesús, el Profeta de Nazareth.» Las calles se llenaban de curiosos; los espectadores se arracimaban en las azoteas, y por todas las encrucijadas venían grupos compactos, ansiosos de presenciar el espectáculo sublime.

Pero no todos sonreían ni aplaudían.

Había también fariseos altivos y severos, sacerdotes juiciosos y sensatos, que temblaban ante aquella deliciosa gritería.

Para los prudentes, aquello era un verdadero desvarío; para los conservadores, un conato de revolución.

Todo el que tenía un nombre, una dignidad, una escuela, un comercio, un negocio, un fragmento de autoridad en la plaza o en el Templo, tenía que sentirse profundamente alarmado; no podía aplaudir.

Y si, además, tenía el corazón envenenado por el odio o por la envidia, en vez de aplaudir, debía rabiar y temblar.

Sin embargo, en vista de aquel mar embravecido y de aquel estallido espontáneo de los nobles sentimientos del pueblo, las fuerzas vivas de la ciudad estuvieron bastante mesuradas y respetuosas.

En nombre de todas ellas, unos cuantos señores graves, que escondían el miedo bajo los mantos doctorales, se acercaron a Jesús para decirle: «Maestro, haz callar a tus discípulos, pues sus gritos os comprometen y nos pueden comprometer a todos.»

Y Jesús sin detenerse, contestó: «Yo os digo que si ellos callan, las piedras darán voces.»

Era una declaración de guerra, un testimonio más de que Él era el Cristo, el que venía en el nombre del Señor. Y a pesar de los envidiosos y los timoratos.

Jesús llegó hasta el Templo, dejó allí su cabalgadura y empezó a enseñar, a curar, a consolar y a discutir.

Tal es el ruidoso acontecimiento que la Iglesia conmemora en este día.

También ella quiere reconocer la realeza de su Fundador.

La Jerusalén de las almas se levanta como un solo hombre para salir al encuentro del divino Fundador.

Jesús comienza su reinado en la tierra.

En vano le rechaza Israel, tratando de borrar el título de la Cruz; «Jesús Nazareno, Rey de los judíos.»

Es preciso que se cumpla la promesa que hizo el ángel a María: «El Señor le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre.» Dios le dará otro pueblo escogido, un Israel espiritual, que formará el imperio más grande de la tierra, y, al llegar el aniversario de este misterio glorioso, millones de almas repetirán el grito de los peregrinos de Galilea, «¡Hosanna al hijo de David!»

Como un eco de la gloria de aquel día, nace en la Iglesia la procesión de los ramos.

La veremos aparecer en Jerusalén desde el siglo IV; en el siguiente se extiende por todas las regiones orientales, y algo más tarde, en tiempo de San Gregorio Magno, el rito se había hecho popular en todo el Occidente.

El sacerdote bendice los ramos, los inciensa, los rocía con el agua bendita; destinados a glorificar a Cristo, esos humildes ramos de olivo, de palma, de boj o de laurel tienen un carácter sagrado: los fieles los reciben con respeto, los besan con fe, los blanden con amor; la procesión desfila alborozada, como antaño por la falda de Gethsemaní; el júbilo salta en los ojos, el amor vibra en las voces, y parece como si se viese al mismo Cristo bendiciendo a la multitud, mientras los sacerdotes repiten las aclamaciones evangélicas y el coro de los niños canta el poema que un obispo español del siglo IX compuso en el sótano de una cárcel a Cristo triunfador:


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