domingo, 6 de marzo de 2016

Homilía


Es uno de los relatos evangélicos más conocido.

Nos habla de cómo Dios se enternece con el hijo descarriado; tiene entrañas de misericordia y no sólo persona, sino que mata el ternero cebado y celebra una fiesta por su retorno a casa.

Hoy, en este Año Jubilar de la Misericordia, nos fijamos principalmente en la actitud de padre con el fin de extraer consecuencias aleccionadoras para nuestra vida.

El padre, ha tenido una larga experiencia, conoce al dedillo los vericuetos de una sociedad farisaica y agresiva que se ceba con los más débiles y explota sin piedad a los oprimidos.

Es consciente de las propagandas subliminales que esta misma sociedad ofrece como cebo para conquistar a los más incautos, encerrarles en la red del consumo y echarles a la basura cuando no sirven para obtener beneficios.

Sabe bien los graves peligros que corre su hijo y cuánto va a sufrir cuando se vaya de casa y experimente la soledad, el fracaso y la hediondez de la miseria humana.

Pero no puede hacer otra cosa que aconsejar y prevenir al hijo ciego, que busca la felicidad lejos del hogar y fuera del abrigo protector de la familia.

Ama tanto la libertad, que no le queda otro remedio que acceder a los ruegos de su hijo y darle la herencia que le “corresponde” para que se vaya y pueda sobrevivir en el abigarrado mundo de los intereses creados que éste quiere disfrutar.

Es sumamente generoso al repartir una herencia, que es suya y a la que el hijo no tiene derecho.

Prefiere ser criticado, tachado de injusto y prendido entre dos fuegos antes de que el hijo le eche en cara una actitud intransigente y falta de amor.

La marcha del hijo es como un dardo clavado en el corazón del padre. Adivina los peligros que le acechan fuera del hogar y del cariño de los suyos.

No puede apartar su imagen del pensamiento.

Siente la nostalgia de su ausencia y cada día otea el horizonte esperando su regreso.

Mientras tanto, el hijo, que soñaba una nueva vida en libertad fuera del hogar, se encuentra pronto ante una cruda realidad.

Los amigos y las mujeres que le acompañan desaparecen en cuanto empieza a escasear su dinero.

Nadie confía en su capacidad.

Sin casa, sin trabajo y solo en un mundo desconocido añora todo lo que dejó. Lo tenía todo y ahora no tiene nada.

Se acabaron las posesiones en que se apoyaba, los afectos artificiales que cautivaban su corazón.

Se viene abajo y surge en él la crisis existencial desde el fondo del lodo en el que ha caído. Llega así el arrepentimiento antes de emprender el camino de regreso a casa para pedir perdón y ser tratado, al menos, como uno de los criados.

El padre, que cada día otea el horizonte, ve al hijo descarriado en lontananza entre una nube de polvo y corre emocionado a su encuentro para estrecharle en sus brazos.

No necesita escuchar palabras de disculpa, ni pone condiciones; se contenta con su presencia, porque el lamentable estado físico de su retoño habla por sí solo de lo que ha sufrido.

Es tal su alegría, que ordena vestirle con ropa nueva para restituirle la dignidad perdida y quemar los andrajos del pecado en la hoguera del olvido.

Ordena, además, limpiar sus pies embarrados y calzarle con nuevas sandalias para borrar las heridas, las huellas del camino, la fatiga de la marcha y la angustia de la incertidumbre.

Y no conforme, con esto pone un anillo en su mano para retomar la alianza que su hijo había roto. Todo lo que haga por el hijo le parece poco.

El becerro cebado, que manda sacrificar el padre por la llegada de su hijo, y que simboliza el pecado del mundo, es un anticipo de la celebración festiva del pecado perdonado y del banquete escatológico del Reino de los cielos.

La parte negativa de la parábola tiene como centro al hijo mayor, que se niega a entrar al banquete.

Los años al lado de su padre no le han madurado. Vive carcomido por la envidia y el rencor. Posee todos los bienes del padre y criados a sus órdenes.

Puede disfrutar de lo que le apetezca, celebrar convivencias, organizar actividades. No quiere relacionarse, porque no piensa más que en él mismo.

Le falta compasión y delicadeza. Reprocha al padre la actitud benevolente con el término “ese hijo tuyo”.

No le llama “hermano”, porque desprecia la fraternidad. Su vida es un vacío de amor, una tragedia silenciosa en medio de la abundancia.

El padre es la viva imagen del amor misericordioso de Dios, que actúa con paciencia, respeta la libertad, aconseja, guía, espera y perdona siempre.

El hijo menor representa la rebeldía, la búsqueda del placer, el descontrol afectivo, el desprecio a los valores que alimentan su vida y el ansia de vivir lejos y al margen de la protección de la casa paterna.

La ruptura con su pasado, la vida disoluta que lleva, la pérdida de la filiación y la ruina física y moral demuestran hasta dónde nos arrastra la separación y alejamiento de Dios.

El abrazo del padre al hijo arrepentido, sin dejarle hablar y levantándole del suelo, es la prueba más grande del amor infinito de Dios, que nos reviste con la ropa nueva del bautismo para que recuperemos la dignidad perdida y andemos por el camino con las sandalias recién estrenadas de la reconciliación y el anillo de la nueva alianza.

La actitud del hijo mayor, que se queda a la puerta y no quiere entrar al convite, revela la pobreza moral de quien, por despecho, rechaza el amor recibido, se hace la víctima de todo y juzga injustamente al hermano como culpable de su fracaso.

La parábola es un retrato de nuestra vida, de nuestros comportamientos como padre, hijo menor e hijo mayor en distintas fases de la misma.

Todos estábamos perdidos y Dios nos ha encontrado, muertos y nos ha resucitado.


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