domingo, 17 de enero de 2016

Homilía


Para un buen judío la fiesta de boda era un símbolo de la unión sagrada entre Dios y su Pueblo.

Una boda era un paréntesis de alegría en la larga mediocridad de su vida.

En ella no faltaban platos apetitosos que durante el año no podían permitirse el lujo de comer.

El profeta Isaías habla de “manjares suculentos y vinos de solera”.

El vino, que sólo se servía en las grandes ocasiones expresaba, mejor que ninguna otra bebida, la alianza matrimonial sellada entre Dios y su Pueblo.

No podía, por tanto, faltar el vino en una fiesta tan singular que aunaba la alegría humana y la religiosa. Sería como romper la relación de amor, las promesas selladas con Dios.

La primera lectura insiste en esta idea.

Valga como nota explicativa este fragmento:

“El Señor te prefiere a ti. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. (Isaías. 62,5)

El amor de los esposos es la base de la unidad familiar y el principal soporte de una sociedad estable y dinámica.

Muchos matrimonios inician su vida en común con entusiasmo y alegría, pero el paso del tiempo va minando un amor, que termina muriendo si no se renueva con el vino nuevo del diálogo y la comunicación.

La vuelta a la frescura del amor primero marca la pauta de toda buena relación avalada con la experiencia de los años: éxitos, fracasos, nostalgias o desafecciones.

El profeta Oseas tiene páginas maravillosas colocando a Dios de protagonista para hacer que la “amada de su corazón” (el Pueblo) recapacite y se deje seducir por Él.

También el padre se regocija y celebra una fiesta por el retorno a casa del hijo descarriado.

La presencia de María en la boda y su intervención a favor de los novios:

“No les queda vino” (Juan 2, 3) demuestra lo importante que es detectar los problemas y darles una solución antes de que se enquisten.

Al igual que Jesús, María no es una extraña que viene a enturbiar la alegría humana, sino a llenar los vacíos del aburrimiento de los esposos cuando falta la comunión íntima de voluntades y de afectos.

Según el relato evangélico, María debió estar allí, desde el primer día de la celebración, como pariente de uno de los desposados –Jesús y los Apóstoles se presentaron probablemente al final- encantada de servirles en el trajín de la casa.

La gran misión de María, desde entonces, es guiar y facilitar la intervención salvadora de Jesús.

Hay un lema: “A Jesús por María”, que los cristianos solemos poner en práctica, porque creemos en su sensibilidad y en su corazón de madre.

Hoy, más que nunca, necesitamos mediadores como Ella que sepan fomentar la cordura y sirvan de lazo de unión de las parejas en momentos de crisis.

Por desgracia, menudean las agresiones a la familia a través de leyes que tienden a desintegrarla con el fin de establecer una sociedad libertaria, egoísta y falta de sensibilidad social.

Por ello las familias cristianas deben navegar contra corriente y defenderse de las zancadillas y trampas de sus enemigos mediante la puesta en marcha de mecanismos educativos, el fortalecimiento de los lazos afectivos entre los miembros que las integran y la confianza en Dios, fuente de todo bien.

Caná no es sólo un lugar físico, sino, sobre todo, una referencia moral para que la fiesta humana no deje a Jesús de lado.

Invitarle al banquete equivale a contar con un punto de apoyo cuando surjan las adversidades y los problemas.

El nos aporta siempre, el “vino mejor” (Juan 2, 10) y la entrada a la vida nueva de una nueva relación por la casi olvidada puerta de la alegría.

El verdadero amor no hace ruido; crece en el silencio del hogar y madura con los años cuando los esposos se buscan y no pueden ya vivir el uno sin el otro.

Esta realidad, más frecuente de lo que creemos, no ocupa las portadas de los periódicos ni las imágenes prioritarias de la televisión, pero sigue siendo un signo y un punto de referencia dentro de una sociedad sacudida por los escándalos y las desafecciones amorosas.

Nos ayuda mucho la reflexión de I Corintios 12, 4-11 sobre la diversidad de dones y un mismo espíritu, perfectamente aplicable al matrimonio y a la familia, “pequeña iglesia doméstica” según el Concilio Vaticano II, donde se fragua el amor en un sí diario, en pequeñas dosis.

El amor entendido así está en todo y lo llena todo.

Fijémonos también en la antífona de la comunión de hoy: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (I Juan 4, 16).

Ojalá podamos decir lo mismo en relación con nuestra familia; sería la mejor señal de andar por el buen camino.

En muchos lugares se propone a las parejas, asistentes a la Eucaristía, que renueven las promesas matrimoniales.

Es una propuesta a valorar en el calor del hogar, porque el amor que no se celebra, muere, y no hay nada más grande en la vida que el amor.


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