lunes, 28 de septiembre de 2015

San Wenceslao, duque de Bohemia

Dos mujeres, dos partidos, dos religiones, y entre ellos, rodeado de odios, ambiciones y de envidias, el niño llamado a gobernar el pueblo de Bohemia. Unos le adulan, otros le acarician, otros le envenenan, y él, heredero de un trono a los ocho años, llora al verse juguete de tantos vientos contrarios. Ama la dirección de su abuela Ludmila, una santa mujer que conoció en su infancia a Metodio, el apóstol de los eslavos, que recibió tal vez de sus manos el bautismo y que sigue apasionadamente adherida a los principios de la religión cristiana. Pero enfrente de ella está la madre del príncipe, Dragomira, con su apego obstinado a los dioses del país, con su odio a la religión extranjera, su ambición y su apetito de venganza. En este ambiente creció el pobre niño. La anciana le rodea de clérigos y monjes, le hace aprender las letras latinas y eslavas y la enseña a ser casto y compasivo, a rezar y a oír misa. Al mismo tiempo, Dragomira le inculca el amor a las tradiciones patrias, le hace asistir a los sacrificios con que honra a Perún, el dios del rayo; le habla del poder de Tcernobotch, el dios negro, autor del bien y del mal, y le cuenta las historias de Estribog, rey de los vientos, y de Valoss, el que preside a los rebaños y habita entre los bosques. Al niño, las imágenes de estos genios feroces le horrorizan; sufre cuando ve los templos paganos guarnecidos de cascos y corazas y ornamentos de cuernos, y busca la primera ocasión para huir de los besos de su madre y esconderse en el regazo de la santa vieja, que le habla de la bondad de Jesús, o entre el corro de sus maestros, que le leen el Evangelio o le hacen aprender de memoria los salmos de David.

Al principio es Ludmila la que dirige el palacio y gobierna en nombre de su nieto. Su prudencia y su discreción se imponen; su bondad le gana el respeto de sus mismos enemigos. Poco a poco, sin embargo, la intriga empieza a tejer su red en torno a ella, se entorpece su acción, se conjura contra su vida, la corte se llena de gritos furibundos y miradas llenas de veneno, y ella, que no era ambiciosa, que sólo quería hacer bien a su patria, acaba por retirarse a uno de sus castillos, con la única condición de que la dejen morir en paz. Es el triunfo de Dragomira, la hora de la juventud, la reacción del paganismo. El rayo de Perún ha derribado la cruz de Cristo. El niño llora, preso de su madre y de sus guerreros. No tiene libertad ni para ir a misa, ni para rezar, ni para guardar siquiera un crucifijo. En su presencia se blasfema de Cristo y él tiene que callarse, o, si habla, le llaman rebelde, inútil, díscolo y traidor a su patria. Aunque lejos de la corte, Santa Ludmila le sostiene con sus consejos, pero los emisarios llegan con dificultad hasta él, y un día la anciana aparece muerta, ahogada en su lecho. Entonces comprendió hasta dónde podían llegar sus carceleros. Seguramente no les importaría suprimirle también a él para reemplazarle por su hermano Boleslao, más dócil a los consejos de Dragomira, más amante de los dioses del país, más adicto a la política imperante. Dióse cuenta de que le convenía tener paciencia y disimular. Sin embargo, en el interior de su cámara pasaba largas horas pidiendo a Dios que se compadeciese de su pueblo. Amigo del saber, escondía los códices entre su lecho o debajo de su túnica, y aprovechaba las tinieblas de la noche para ir en busca de sus maestros y tratar con ellos las dificultades que encontraba en sus lecturas. Descubiertos estos paseos nocturnos, empezaron a vigilarle con más rigor, llegando a irritarle de tal manera, que un día, delante de su madre y de todos los cortesanos, el animoso muchacho se plantó: «¡Malvados, perjuros! —dijo a sus carceleros—, ¿por qué me impedís aprender la ley de mi Señor Jesucristo y practicar sus mandamientos? Si vosotros no queréis entrar en el Cielo, ¿por qué cerráis la puerta a los demás? Pero se han acabado vuestras violencias; desde hoy sacudo vuestro yugo y le desprecio. Nadie podrá impedirme servir a mi gusto al Dios omnipotente.» Habló con tal decisión, que todos comprendieron que en adelante el duque, el vaivoda, sería él. La corte se alborotó, hubo una revolución palaciega, se derramó sangre, «pero el partido de los justos, aunque era más pequeño—recogemos las palabras del biógrafo—, prevaleció contra la turba, siempre más numerosa, de los malignantes». La madre del príncipe abandonó el palacio, pero, junto, en él dejaba a su hijo menor, heredero de sus instintos perversos y de su ciega ambición.

Wenceslao era entonces un bello adolescente de quince años, de mirada mística y soñadora, de cuerpo fuerte y espigado, de carácter serio y reflexivo, pero confiado y alegre. Son los únicos rasgos que acerca de la fisonomía de Wenceslao podemos sacar después de leer los largos elogios que el biógrafo le dedica; y eso que el biógrafo era un sobrino suyo, que podía conocerle muy bien. Pero la biografía de San Wenceslao se parece a ese tipo de biografías, tan frecuente en la Edad Media, que nos presenta los personajes casi como verdaderas abstracciones, como formas aéreas, despojadas de sus caracteres individuales, para hacer de ellas una personificación de la perfección cristiana, sistema monótono para el literato, desesperante para el historiador, y sólo provechoso para una piedad ingenua y poco exigente. «Wenceslao, desde su infancia, fue guardador de la disciplina del Señor, veraz en sus palabras, justo en sus juicios, fiel en sus promesas, piadoso sobre toda ponderación humana, y consolador de los huérfanos, de las viudas de pobres y de los desconsolados; cubría a los desnudos, visitaba a los enfermos, enterraba a los muertos, honraba a los monjes y a los ministros de Dios, enseñaba a los extraviados el camino de la verdad, y observaba sin desmayo las virtudes de la humanidad, de la paciencia, de la mansedumbre y de la caridad.» El elogio es magnífico; pero tiene el inconveniente de que pudiera aplicarse a cualquier santo. Nos gustaría más conocer algunos episodios en que se manifestasen estas virtudes, pero al biógrafo medieval le interesa, sobre todo la idea simple y genérica de la santidad. Le pedís un retrato, y os responde con un programa. El de San Wenceslao añade que una de las cosas más admirables en su héroe era el amor con que recibía en su propia casa a los huéspedes y peregrinos. Era un deber capital entre los eslavos. El extranjero obtenía el primer puesto en su hogar o en su mesa, las frutas más exquisitas eran para él, para él el pescado más fresco y la habitación más lujosa. Si negaba el solicitado asilo, su campo era talado, su casa derribada. Hasta podía robársele lo que fuese necesario para tratar al forastero decorosamente.

De todas maneras, sabemos una cosa: que Wenceslao había puesto todo su empeño en cumplir todos sus deberes de príncipe y de cristiano. Se le veía en pleno invierno caminar de iglesia en iglesia con los pies descalzos, dejando huellas de sangre sobre la nieve; salir en busca de los pobres por los tugurios; reprender en las plazas a los violadores de la moral pública. Era severo con los que se embriagaban y alborotaban la ciudad, pero a su exquisita sensibilidad le repugnaban los rigores cuando se trataba de administrar justicia. Aquellos príncipes eslavos, cuya fiereza era proverbial, se habían hecho tan humanos desde que conocieron a Cristo, que ni siquiera se atrevían a castigar los crímenes. Algo más tarde, Wladimiro enviará las causas criminales al metropolitano de Kiev, «porque, ¿quién soy yo —decía—para condenar a otros a muerte?» Wenceslao tenía con frecuencia en los labios aquella sentencia evangélica: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados.» Cuando presidía con sus magnates un juicio en el que peligraba la vida de un hombre, buscaba cualquier pretexto para levantarse y huir lejos. Suprimió los tormentos, destruyó los patíbulos, transformó las cárceles en hospitales y concedió a los eclesiásticos un poder utilísimo en aquellos pueblos nuevos y un prestigio encaminado a disminuir las arbitrariedades del soberano. Él mismo se sometía con la mayor humildad a aquella influencia bienhechora. «Si alguna vez—leemos en la biografía—, contra su costumbre, se extralimitaba en la bebida, cosa bien disculpable en quien tenía que vivir con las fieras que eran aquellos bárbaros guerreros, la noche se la pasaba sollozando; y apenas amanecía, iba en busca de un sacerdote, se despojaba de sus vestidos preciosos, se los entregaba al ministro del Señor, y, postrándose a sus pies, le pedía que implorase el perdón de su pecado.» Era aquél un tiempo en que nadie se presentaba en el templo sin llevar la ofrenda de pan y vino, que se iba a transformar en el cuerpo y en la sangre del Señor; y tal empeño había puesto el duque en este rito, que la preparación de la ofrenda era una de las primeras preocupaciones de su vida. Durante el verano, se dirigía de noche a su campo con un escudero, para recoger el trigo o las uvas, que él mismo llevaba a casa sobre sus hombros, y molía y amasaba y exprimía y elaboraba con manos temblorosas de fe y de amor. Tenía envidia de los sacerdotes, y muchas veces pensó dejar su corona para conseguir la corona más alta de los que podían tener en sus manos al mismo Dios. Gobernaba solamente por deber, pero el gobierno se le hacía muy pesado, y solía decir que su vida se prolongaba con exceso. Parecíale demasiado lenta la cristianización y civilización de su pueblo. Destruía templos paganos, despedazaba ídolos, y derramaba por el país a los predicadores de la verdad; pero en unas partes encontraba indiferencia, en otras resistencia, en otras incomprensión. El partido pagano disimulaba y aguardaba el momento oportuno. El pueblo amaba al duque, porque le veía espléndido, generoso, amigo de la paz y valiente en la guerra. Todo el mundo sabía que, para evitar derramamiento de sangre, Wenceslao había luchado en combate singular con un rival que le disputaba la corona. El ejército le quería también, porque tenía siempre bellas armas, lujosos vestidos y equipaje en abundancia. Pero había quien le odiaba: era su madre, que no podía resignarse a ver su influencia mermada; era su hermano, que no podía dormir devorado por la fiebre de mandar; eran los magnates, que ya no podían robar, asesinar, ni atropellar como antaño.

La conjuración se formó a los ojos mismos del príncipe. Sólo su santo y amable candor, su despreocupación admirable de la vida y del reino pudieron caer en el burdo lazo.

Un día el duque recibió en su palacio de Praga este mensaje de su hermano Boleslao: «Ven a celebrar conmigo las fiestas de San Cosme y San Damián y luego celebraremos en santa compañía la de San Miguel.» Boleslao vivía en la ciudad que, de su nombre, se llamaba Boleslavia. Allí se presentó el príncipe. Un gran banquete se festejó en su honor, y en él debía quitársele la vida. Los convidados llevaban el puñal bajo sus túnicas, pero el terror les paralizaba las manos. Como de costumbre, Wenceslao se levantó y se despidió de los comensales. En un corredor, su ayudante se acercó a él y le dijo: «Señor, todo esto me huele muy mal; estáis rodeado de traidores; los he visto acariciar las armas, palidecer, mirarse unos a otros con ademanes significativos; poneos en salvo inmediatamente. A la puerta tengo un caballo para vos.» El duque no hizo caso del aviso. Para indicar que no tenía miedo, volvió a la sala, pidió un poco de vino y lo bebió con la mayor jovialidad, después de pronunciar este brindis: «Amigos míos, pasado mañana, San Miguel Arcángel; bebamos en su honor esta copa, a fin de que se digne llevar nuestras almas al festín de la gloria. Amén.» Respondieron algunos leales, mientras los otros murmuraban palabras ininteligibles. A todos los abrazó él, y luego se fue a acostar. Al día siguiente, al romper el alba, ya caminaba en dirección a la iglesia. Al pisar el pórtico se encontró con su hermano, y entusiasmado al verle tan pronto para los divinos oficios, le abrazó, diciendo: «Que Dios te bendiga, hermano mío, por el rato delicioso que anoche me hiciste pasar.» «Ayer era ayer—respondió Boleslao—; hoy es otro el servicio que quiero hacerte.» Y, sacando la daga, hirió al duque en la cabeza. El herido le cogió el arma sin turbarse, y le dijo: «Está muy mal lo que haces, hermano; mira, pudiera acabar contigo, pero sería poco digno de un cristiano. Aquí tienes el puñal.» «¡Aquí, a mí los míos!», clamaba entre tanto el fratricida. A sus gritos acudieron los traidores, y el magnánimo príncipe quedó cosido a puñaladas en los mismos umbrales de la iglesia.

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