viernes, 3 de julio de 2015

San León II – Papa

Un fuerte eslabón en la cadena de los sucesores de Pedro. Siciliano de nacimiento, era un excelente helenista. Antes de ser Papa había sido maestro de retórica. Hablaba con elegancia, escribía con pureza, y la música no tenía secretos para él. Pero desde el primer día de su entrada en el palacio del Vaticano comprendió que los tiempos no estaban para ritmos de frases y canciones. Cincuenta años hacía que Roma estaba en guerra con Bizancio: guerra teológica, lucha de Concilios y anatemas, proyectiles de citas patrísticas y textos de los Santos Padres.

Eutiques había sido condenado en Calcedonia; pero sus ideas triunfaban por todas partes fuera de Constantinopla. Los egipcios eran monofisitas; en el Orontes los solitarios se revolvían fanáticos contra las dos naturalezas, y en Armenia empezaba a organizarse la Iglesia jacobita, enemiga de Calcedonia. La escisión doctrinal encerraba un fermento de separatismo político, y un patriarca de Constantinopla, Sergio, diplomático astuto y sin entrañas, dispuesto a sacrificar las ideas a los intereses, propone una fórmula de inteligencia. «Adoraremos—dice—las dos naturalezas de Cristo, como lo manda el Concilio de Calcedonia, pero cedamos algo por nuestra parte, y admitamos con los monofisitas la existencia de una sola actividad.» Los disidentes recogieron alborozados la mano que se les tendía; aun los más intransigentes podían exclamar: «No somos nosotros los que nos allanamos al Concilo, sino que es el Concilio el que se allana ante nosotros.»

Sergio tuvo la suerte de encontrar Roma un pontífice «manso y humilde», como le califica un autor de aquel tiempo. El Papa Honorio se dejó envolver en el lenguaje sutil de los bizantinos. No veía más que la paz, de que era amante en extremo; la ingenua simplicidad, que formaba el fondo de su carácter; la grandeza del Imperio, del cual se consideraba como el primer ciudadano. No se asoció a la herejía, pero tampoco Ja combatió; pudo matarla con una condenación explícita, y la favoreció con una carta imprecisa, en que presentaba el problema «de las dos energías en Jesucristo como una cuestión inútil, propia de los gramáticos, que venden a los niños fórmulas de su invención para atraerlos a sus escuelas». Y con el nombre de un Pontífice romano se extendió el monoteísmo en Oriente. La doctrina de la voluntad única en Jesucristo se hizo ley del Imperio.

Después hubo medio siglo de lucha: un Papa murió por la fe; otros sufrieron persecuciones; valientes cenobitas fueron cargados de cadenas o enviados al destierro; corrió la tinta y la sangre; se dictaron anatemas en nombre de la espada; y un buen día, todas aquellas provincias, que se pensó salvar sacrificando la fe, cayeron en poder de los árabes. Quisieron truncar a Cristo, y vieron truncado el Imperio. Al fin, Constantinopla comprendía que era conveniente entrar en tratos con Roma, y en un gran salón abovedado del sagrado palacio del emperador Constantino Pogonato se celebró el sexto Concilio ecuménico.

Y eran las actas de este Concilio las que acababan de llegar a Roma en el momento de subir el maestro siciliano a la cátedra de San Pedro. Pero León entendía de teología tanto como de música o de retórica. «Era—dice el Libro Pontificial—un guía excelente en el camino de la ciencia y en la virtud.» Alborozado, empezó la lectura del documento conciliar. La definición de Jos Padres le pareció precisa y completa: «Proclamamos dos voluntades naturales; y no dos voluntades naturales opuestas entre sí, sino una voluntad humana subordinada a la divina y poderosa voluntad.» Esta distinción iluminaba todo el problema. Subordinación de la voluntad humana a la voluntad divina, no absorción, como decían los monotelitas. Ciego a esta doctrina, que salvaba la integridad de la naturaleza humana de Cristo, Macario de Antioquía, el fanático defensor de la unidad de la voluntad, decía en el Concilio: «¿Cómo podéis admitir la posibilidad de un conflicto de dos voluntades en el Hombre-Dios? Preferiría ser hecho pedazos y lanzado al mar antes que admitir semejante enseñanza.»

La doctrina del Concilio era pura, ortodoxa, irreprochable; pero en la última página encontró el Pontífice la condenación de los corifeos de la herejía, y entre ellos figuraba Honorio, «quien, en lugar de pacificar la Iglesia católica, permitió que la inmaculada fuese mancillada con una traición profana». ¡Uno de sus predecesores, anatematizado por un concilio ecuménico! Pero ¿es que Honorio había enseñado la herejía? ¿Acaso no había rogado Cristo para que la fe de Pedro no se oscureciese nunca? Durante siete meses, casi todo su reinado, vivió en la turbación y en la duda, barajando nombres, analizando hechos, examinando las cláusulas del decreto conciliar. Pero la paz había renacido en la Iglesia; los monotelitas; triunfantes durante cincuenta años, estaban aniquilados. Bizancio se humillaba una vez más delante de Roma. Todo aconsejaba la aprobación y confirmación del Concilio, y León se decidió a poner su nombre al pie de las astas, pero con esta salvedad: que Honorio no había merecido el anatema de Sergio. Su único pecado fue «dejar pasar la traición hipócrita e impura que manchó la fe, olvidándose de imponer la enseñanza de la tradición apostólica». Cuando el documento pontificio llegó a Constantinopla, León había muerto; había muerto tranquilo, después de dar el último golpe a la última de las grandes herejías cristológicas. La Iglesia podía repetir aquellas palabras suyas: «Saliendo de un océano de duelo y de tristeza, entramos súbitamente en el puerto deseado de la paz.»

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