domingo, 26 de julio de 2015

Homilía


El relato del evangelio según San Juan sobre la multiplicación de los panes y los peces se parece mucho al del segundo libro de los Reyes, que escuchamos en la primera lectura.

El profeta Eliseo reparte veinte panes de cebada entre cien personas; Jesús reparte cinco panes y dos peces entre cinco mil hombres.

Todos se saciaron y sobró.

“El Señor es justo y bondadoso en todos sus caminos, da la comida a su tiempo a cuantos le están aguardando, y de su mano comerán y sobrará”

Son palabras tomadas de la primera lectura y del salmo responsorial.

La providencia de Dios resplandece sobre la totalidad del pueblo.

La liturgia de hoy abunda en generosidad gratuita.

Todo empieza con la escucha de La Palabra y la atención que la gente presta a los signos de Jesús, a quien siguen como a un profeta.

Jesús nos sorprende de nuevo, rompiendo todos los esquemas y formas de pensar habituales en los humanos.

Se preocupa de lo que le pasa a la gente, se compadece de sus carencias y trata de aliviar sus necesidades.

No hace demagogia ni busca privilegios, lavado de imagen o el halago de las multitudes enfervorizadas y fanatizadas.

Tampoco persigue el poder y la gloria.

Huye de los aduladores y de los aprovechados, pero se regocija con la colaboración de los sencillos y reclama su aportación como “coartada” para actuar y paliar el hambre.

Esta es también la forma de actuar de Dios, siempre a partir de las prestaciones humanas.

Comenzará su obra salvadora desde las entrañas de una Virgen, con su consentimiento previo, y terminará solicitando a sus Apóstoles que se desperdiguen por el mundo predicando el evangelio para hacerse él presente.

No quiere un reino temporal ni su estilo se define desde una estructura de poder.

Sirve y después se esconde, abandonado a la oración y el silencio.

Dirá ante Pilato que su Reino no es al estilo de este mundo.

Pero Pilato no lo entenderá.

Tampoco nosotros, acostumbrados a movernos por otros parámetros.

Cuánto deberíamos aprender del comportamiento sencillo de Jesús, sobre todo si echamos una mirada a nuestro alrededor y examinamos los turbios intereses en que nos movemos buena parte de los hombres.

Nos atrincheramos en la ambición, rendimos culto a la adulación y al chantaje, con tal de “trepar” y cosechar cotas de influencia, aunque carezcamos de competencia y preparación adecuada para el ejercicio del poder.

Lo que importa es estar arriba, sea al precio que sea, y después actuar con engaños y mentiras mediáticas para mantener al pueblo dócil y arrodillado.

El tirano de turno, si es necesario, utilizará la violencia, ajeno a los gritos de dolor del pueblo, a sus aspiraciones de justicia y a su libertad y dignidad.

También dentro de nuestra Iglesia pecamos de dureza en el ejercicio de la autoridad y de triunfalismos y cultos a la personalidad, que no prometen nada bueno.

No nos llama Jesús para ir de triunfadors por la vida.

El sino del verdadero cristiano está en confundirse en el largo pelotón de los llamados buenos, los que mantienen coherencia en sus ideales y obran con honestidad; los que no se dejan comprar al mejor postor ni buscan el oportunismo ventajista en pos de los vientos más favorables y guardando la ropa de cara al futuro, por si acaso cambian las coyunturas sociales.

Sienten esa llamada los que son sensibles ante las injusticias y defienden con ardor la causa del pobre y del oprimido.

Con estas premisas, cuando la persona rinde culto a Dios en vez de a los hombres, va construyendo el Reino de Dios, que es el único motivo de gloria y de triunfo.

Y rendir culto a Dios significa compartir nuestra vida y nuestros bienes.

Nunca tuvo el mundo tantas posibilidades, como en la actualidad, para alimentar a los hambrientos, a pesar de que se haya multiplicado su población.

Si más de la mitad de la humanidad pasa graves necesidades materiales es por la mala distribución de la riqueza y por el aumento de los gastos superfluos.

Resulta vergonzoso, y es un pecado grave por el que seremos juzgados, que una parte importante de los presupuestos de los países se vayan en gastos militares, que acentúan las tensiones entre los pueblos y no contribuyen a una distensión pacífica.

Con tan sólo un 5% de los presupuestos militares sería suficiente para cubrir las necesidades básicas del Tercer Mundo.

Sin embargo, los gobiernos continúan aumentando sus gastos de defensa, desoyendo las amonestaciones del Concilio Vaticano II:

“La carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable” (Gaudium et Spes).

El evangelio de hoy acaba con las multitudes aclamando a Jesús como rey, impresionadas por lo que habían visto y experimentado.

Pero Jesús huye de la tentación del poder y sugiere a la gente la existencia de otro alimento no perecedero: el pan que lleva a la vida eterna.

Lo rechazarán, porque es más fácil dejarse llevar por el brillo y ventajas de la inmediatez que por compromisos estables de solidaridad y entrega, que implican a toda la persona y la llevan por aventuras más altruistas.

Seguimos sin aprender la lección de Jesús. Pero, bueno será que tomemos conciencia de nuestras necesidades profundas y nos fijemos en su ejemplo.

Un noble inglés le debía un favor a un agricultor, y fue a visitarlo para recompensarle.
- No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice —respondió el agricultor, rechazando la oferta.

En ese momento, el hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.
- ¿Es ese su hijo? preguntó el noble.
- Si, respondió el agricultor lleno de orgullo.
- Le voy a proponer un trato: Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación.
Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.

El agricultor aceptó.
Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming, el agricultor, se graduó en la Escuela de Medicina de St. Mary's Hospital en Londres y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el notorio Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina.

Algunos años después, el hijo del noble inglés cayó enfermo de pulmonía. ¿Qué lo salvó? La penicilina.

El nombre del noble inglés era Randolph Churchill.
Su hijo se llamaba Sir Winston Churchill”.

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