domingo, 5 de julio de 2015

Homilía


Ezequiel, profeta del exilio de la primera deportación de Jerusalén a Babilonia en el año 587 antes de Cristo, afirma que el valor para anunciar la palabra de Dios le viene de la presencia del Espíritu.

Es consciente de su debilidad y pobreza en medio de su pueblo, al que se le ha endurecido el corazón como las piedras.

Pero sabe que el Señor puede transformar el corazón de piedra en corazón de carne, sensible a todas las necesidades humanas.

También San Pablo reconoce que todo se lo debe a la gracia de Dios Padre y de Jesucristo, el Señor.

Ha aprendido que la soberbia humana, el triunfalismo y la autosuficiencia sólo conducen a un callejón sin salida.

Aprendemos en la vida mucho más de los fracasos que de los éxitos.

Nos gustaría triunfar siempre en nuestras empresas, ser aclamados y vitoreados, pero normalmente no suele ser así; más bien lo contrario, pues es el fracaso el que nos pone a prueba y nos hace experimentar las propias limitaciones.

Cada bautizado es marcado por el sello del Espíritu para ser “sacerdote, profeta y rey” dando testimonio de la acción salvadora de Jesús.

Es un reto diario ser fiel a esta misión en un mundo que se mueve por parámetros de poder, ostentación y dominio; un mundo donde el pobre y el débil son marginados y no encuentran acomodo en una sociedad de consumo montada en la injusticia y en la desigualdad.

El mensaje liberador se convierte en un arma arrojadiza cuando el mensajero se erige en protagonista del mensaje y reduce éste a una proclama moralista de conveniencia.

De aquí a la intolerancia y a la intransigencia hay un corto trecho.

Ambas crecen al amparo de la arrogancia, de la hipocresía y del aburguesamiento espiritual, muy comunes entre los creyentes encorsetados en su fe y con cara de vinagre. Esto está muy lejos de lo que debe ser un verdadero discípulo de Jesús.

El mismo Jesús, que es presentado hoy por el evangelio en la sinagoga de su pueblo de Nazaret, donde acaba de llegar, convertido en rabí y precedido de fama milagrera, sufre igualmente en propia carne las críticas de los legalistas, puritanos o incrédulos, que aún viendo signos, no reconocen el dedo de Dios.

Recurren a estereotipos de la infancia de Jesús para negar su rango y su sabiduría.

Lo desprecian y lo toman por endemoniado e indigno de ser hijo del pueblo.

Intentaron matarlo, pero Jesús se escabulló y desapareció. Nunca más volvió a su pueblo.

Nada se puede hacer con la gente sometida a ideologías estáticas, que desembocan en fanatismos descalificantes y violentos, ni ante la gente pasiva, incapaz de reflexionar y tener un criterio propio.

Marcos nos relata que Jesús no es valorado por los suyos, que se preguntan qué misterio lleva dentro para poner la ley, el culto y la religión al servicio del ser humano.

Cuando los desapegos a la ley dan paso a la entrada del Espíritu de Dios y a la comprensión de las personas, todo cambia.

San Pablo escribirá: “Todo lo pasado lo estimo como basura con tal de ganar a Cristo”.

El amor es la auténtica fuerza liberadora que nos permite valorar la presencia de Dios y su paso por la historia personal de cada uno, hasta en los más humildes y marginados.

Jesús fue rechazado por ser:

“el hijo del carpintero” (Marcos 6, 3)
“¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Juan 1, 46)

- le espetará Natanael en el primer encuentro habido con el Maestro.

La familia y el pueblo se confunden para verter actitudes despectivas y etiquetas denigrantes entre quienes afirman conocer a Jesús demasiado.

Se equivocaron.

Jamás se conoce a una persona y mucho menos cuando se la hace blanco de etiquetas y sambenitos, que pesan como una losa sobre las personas a las que se desprecia por su ascendencia.

Las etiquetas cierran el camino a la verdad y abren como una muralla que delimita los caminos de la honestidad y la recta conciencia, dando pie a injusticias manifiestas hacia las personas afectadas, mientras los detractores se yerguen ufanos por su defensa a ultranza de la “pureza étnica y el orden establecido” o impuesto por la oligarquía de unos pocos.

Cuenta una leyenda que en la Edad Media un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer.

En realidad, el verdadero autor era una persona muy influyente del reino y, por eso, desde el primer momento se procuró un chivo expiatorio para encubrir al culpable.

El hombre fue llevado a juicio, conociendo de antemano que iba a ser condenado a la horca y no tendría posibilidades de defenderse y justificar su inocencia.

El juez inicuo, previamente comprado, intentó salvaguardar los buenos modales y dar la impresión de ser justo y devoto proponiendo dejar en manos del Señor el destino del acusado.

Mandó entonces escribir en dos papeles separados las palabras “culpable” e “inocente”.

Pero en ambos sólo figuraba una: “culpable”.

La pobre víctima, aún sin conocer los detalles, se dio cuenta que el sistema propuesto era una trampa.

No había escapatoria.

El juez conminó al hombre a tomar uno de los papeles doblados.

Así lo hizo, respiró profundamente, quedó en silencio unos cuantos segundos con los ojos cerrados y, cuando la sala empezó a impacientarse, abrió los ojos, esbozó una extraña sonrisa, se lo llevó a la boca y lo tragó.

Los presentes, sorprendidos e indignados, reprocharon airadamente su conducta.

“¿Cómo sabremos ahora el veredicto?”, dijeron.

- Muy sencillo, respondió el hombre.
- Es cuestión de leer el papel que queda y sabremos lo que decía el que me tragué”.

Con bronca mal disimulada debieron liberar al acusado y jamás volvieron a molestarle”

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