martes, 16 de junio de 2015

Santa Lutgarda

Comienza su leyenda con un suceso prodigioso, que nos revela los inexhaustos tesoros de la condescendencia divina. El amor de su padre no se cansaba de amontonar para ella dineros, galas, vestidos y alearías mundanas. Su madre no la quería menos, pero repetíale sin cesar: «Hija, busca la paz de un convento, porque en el mundo vas a ser desgraciada» Estas palabras se hicieron más insistentes cuando hizo bancarrota el comerciante en cuyas manos pusieron sus padres un pequeño capital para asegurar el porvenir de la niña. Lutgarda recibía más contenta las joyas de su padre que los consejos de su madre. Ella, Lutgarda de Flandes, no era como Lutgarda de Wittichen, la virgen alemana, que vivía poco después y no podía consolarse de ser fea. Lutgarda de Wittichen había oído hablar de la belleza de los santos de Dios, y cuando un día vio en una fuente que era bisoja y tenía el cuello torcido, empezó a llorar, diciendo: «¡Ay. pobre de mí, que no puedo llegar a ser santa con esta cara tan disforme y este cuello torcido! » Y siempre que pasaba junto a una muchacha hermosa y bien vestida, se creía abandonada de Dios, porque ella no tenía galas que ponerse. Pero un día logró ponerse un delantal nuevo y hallóse casi satisfecha; fue sólo un instante; asaltada por el primer descontento, arrojó al suelo la vistosa percalina, diciendo casi desesperada: «Soy fea, irremediablemente fea, y no puedo gustar a Dios.»

Pero Lutgarda de Tongres era hermosa. Ella lo sabía y los demás lo sabían también en todo el país de Lieja. En torno suyo levantábase un murmullo de asombro cuando aparecía en público, realzada su gentileza por las sedas y joyeles con que su padre la engalanaba a costa de muchos sacrificios. «No se cansaban de mirarla», dice el biógrafo. Un caballero quiso raptarla en un camino; pero ella pudo escapar y esconderse en el bosque; un enamorado quiso darla un beso, pero Cristo puso su mano entre ambos. Cristo había guardado para Sí aquel corazón. Admitida en el colegio de benedictinas de Saint-Troud, cerca de su ciudad natal, siguió Lutgarda su vida de pasatiempos y devaneos juveniles. Entre sus admiradores había un mancebo rico y noble, con quien la colegiala de Tongres pasaba largas horas en amorosa conversación. Estaba una noche a la ventana aguardando su venida, cuando sintió que se abría la puerta de su cámara. No era el terreno amante; era otro galán de infinita belleza y mirada irresistible, que, abriendo su túnica y mostrándola el pecho ensangrentado, le decía: Sta. Lutgarda, virgen

«No busques más los halagos de un inepto amor. Mira este corazón; yo te aseguro que en él encontrarás, con un amor inviolable, divinos placeres, llenos de pureza.» De repente, una sombra en el jardín, ruido de pasos y una voz tímida y acariciadora: «¡Lutgarda!» Era el joven de otras veces. La doncella acudió con paso resuelto y tuvo valor para decir: «Huye de aquí, pábulo de muerte; ya has sido suplantado por otro amador.» Luego cerró la ventana y cayó de rodillas inundada por una súbita iluminación.

Tenía entonces Lutgarda dieciocho años, una juventud radiante y llena de promesas, que con toda la generosidad de su alma apasionada consagró a Cristo en aquel monasterio de Santa Catalina de Saint-Troud. Cristo fue para ella el más delicado de sus esposos. Un día le daba a beber de su mismo pecho el más dulce de todos los licores; otro desclavaba un brazo de la cruz y apretaba el rostro de su amada contra su corazón; otro se le aparecía en figura de blanquísimo cordero, dejándose acariciar de sus manos virginales. El águila del discípulo amado cayó en cierta ocasión a sus pies palpitante y acariciante, trayendo mensajes de luz y de amor. Lutgarda correspondía a tantas finezas con todo el amor que puede caber en una criatura. Deseaba ardientemente ser martirizada por Cristo; y la vehemencia del deseo hizo que se le rompiese una vena junto al corazón, quedándole una llaga que le hizo sufrir grandes dolores hasta su muerte.

Había recibido la gracia de curar todas las enfermedades con su saliva; pero como las muchedumbres acudían a ella, estorbando su recogimiento, pidió al Esposo que le hiciese otro regalo más útil para su salvación. «¿Qué es lo que quieres?», le dijo el Señor. «Entender las Sagradas Escrituras», respondió ella. Vio al poco tiempo que era preferible la humilde ignorancia a la luz que se le había concedido, y presentándose otra vez al Señor, le dijo:

—¿Qué necesidad tiene una pobre monja de penetrar los secretos de las palabras divinas? Esto podéis darlo a los clérigos y a los obispos; yo os pediría una gracia mejor.

Sin impacientarse por este exceso de confianza, díjole Cristo de nuevo:

—¿Qué es lo que quieres?

Y Lutgarda respondió:

—Soy muy ambiciosa, Señor: quiero vuestro mismo corazón.

Y al pronunciar estas palabras escondió la cabeza entre las manos, como avergonzada.

—Yo quiero el tuyo—añadió el divino amador.

—Bueno—replicó ella—; tomadlo, purificadlo por las llamas del fuego increado; guardadlo en vuestro sagrado pecho, y que yo no lo posea sino en Vos y para Vos.

De esta manera se verificó un trueque tan inefable, que la gloriosa virgen jamás volvió a sentir el menor amago de tentación. Y como su vida era tan angélica, los ángeles bajaban a vivir con ella, los santos la acompañaban mientras rezaba y cosía, y la Reina de los ángeles y los santos venía muchas veces a su habitación.

Sta. Lutgarda se ha dicho que la santidad es egoísta, y sucede precisamente todo lo contrario. Aun aquellos santos que han vivido lejos del mundo y en más intimidad con Dios, se han preocupado de la felicidad de los hombres sus hermanos. Entre estos elegidos del silencio, Lutgarda ocupa un lugar preeminente, y, sin embargo, llena de compasión por todas las miserias, ponía en remediarlas toda la influencia que tenía con Cristo. Se resistió a curar cuerpos con su saliva, pero quiso salvar almas con su oración. «Dame almas, Señor—decía, como Santa María Magdalena de Pazzis—, tantas como letras tiene mi breviario, tantas como latidos dé mi corazón en este día.» Ayunó siete años a pan y cerveza por la conversión de los albigenses; luego otros siete a pan y legumbres por sus, pobres pecadores, como ella decía, y al fin de su vida empezó otro septenio de ayunos más rigurosos para alejar un peligro que se cernía sobre la cristiandad. Las almas que sufrían en el purgatorio, conocedoras de su misericordia, acudían a ella pidiendo que les librase de las penas, y Lutgarda paseaba por aquellas prisiones abriendo cerrojos y desatando cadenas.

Aquella vida fue un sacrificio cotidiano por todo el mundo, primero entre las monjas negras de Saint-Troud, después entre las monjas blancas de Aywieres. En sus éxtasis, en sus coloquios con los ángeles, con los santos, con la Madre de Dios y con Dios mismo, recibía la mística virgen a manos llenas los dones del Cielo, para derramarlos luego sobre todos los desgraciados. En su corazón se encontraban los dolores y miserias terrenas que subían al Cielo, y los consuelos y alegrías celestes que bajaban a la tierra. Unos años antes de morir, la mirada de su alma se hizo más poderosa e intensa al tiempo que se extinguía la luz de sus ojos. Sólo por una cosa sentía haberse quedado ciega: por no poder ver a los hombres de Dios que vivían en este mundo. Pero sus ojos se iluminaron en su última hora para despedirse de sus santos amigos y para ver un coro de bienaventurados que venían a llevarla consigo a los jardines del Esposo. Y el Esposo le dio un trono entre las legiones de sus mártires, junto a Inés de Roma y Catalina de Alejandría.

Lutgarda fue contemporánea de Clara de Asís, y, como ella, exhaló el perfume de su virginidad en el huerto cerrado del Esposo. No confundió su vida con la de sus prójimos, como Catalina de Siena; no intervino en la vida social ni en los sucesos políticos de su tiempo; pero nunca olvidó en su vida aquello que decía Cristo a la sienesa: «El alma que me ama verdaderamente, ama a su prójimo, porque el amor a Mí y el amor al prójimo son una sola y misma cosa, y la medida de vuestro amor al prójimo es la medida del amor hacia Mí.» Su grito entre el silencio del claustro, en los estremecimientos del rapto y en las tareas humildes de su existencia monacal fue el mismo que por aquellos mismos días lanzaba por las plazas y los campos italianos el taumaturgo de Padua: «¡Almas, almas, Señor, dadme almas!»

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