domingo, 14 de junio de 2015

Homilía



La alegoría del cedro -primera lectura- expresa con imágenes un nuevo renacimiento del Reino de Israel después de la deportación de Babilonia y de un crecimiento espiritual.

Como buen agricultor, Dios tomará un tallo (un descendiente de David), de la copa de un cedro (casa de David) para que crezca y se convierta en árbol alto y robusto (Ezequiel 17, 22).

Esto equivale a decir que Dios es el gran protagonista de la historia, el que, a pesar del pecado del hombre, mantiene su fidelidad y su amor.

Por tanto, la iniciativa de este renacimiento no es del pueblo, sino de Dios.

La alegoría acaba con una afirmación: “Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes” (Ezequiel 17, 24).

Evocamos aquí las palabras de María en el Magnificat: “Derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes” (Lucas 1, 52).

El dicho de Jesús es muy similar: “El que se ensalza será humillados, y el que se humilla será ensalzado” (Lucas 14, 11).


La lógica de Dios no tiene nada que ver con la de los hombres.

Fijémonos para ello en las dos parábolas que recoge el relato evangélico de hoy: el grano de trigo y el grano de mostaza.

El crecimiento del grano de trigo echado en la tierra no depende del trabajo del agricultor, sino de la fertilidad del suelo, de Dios.

El crecimiento del grano de mostaza, una pequeñísima semilla que termina convirtiéndose en árbol frondoso, nos invita a ejercitar la paciencia y a no tener miedo de las cosas pequeñas, a no cansarnos de sembrar, sea a grupos o a una sola persona.

Esta es la misión de todo cristiano: sembrar.

Nos gustaría cosechar los frutos, pero suelen ser otros los que los recogen, porque el crecimiento espiritual es lento y estamos sujetos a múltiples limitaciones físicas, a cambios de domicilio o de trabajo.

Es muy real la afirmación de San Pablo cuando recuerda que “él plantó, Apolo regó, pero es Dios quien hace germinar y crecer la semilla”.

El hombre actual trata de medir su influencia por los resultados inmediatos obtenidos por su buena gestión y por los triunfos cosechados.

Por eso calcula previamente las ganancias antes de llevar a la práctica sus planes y proyectos.

No deja nada a la improvisación.

Virtudes tan profundamente cristiana como el agradecimiento, la contemplación y la alabanza quedan en un segundo plano.

Metidos como estamos en las “garras” del utilitarismo, corremos el riesgo de olvidar la acción de Dios en cada persona y de centrar nuestras prioridades en la productividad del trabajo y en los beneficios económicos.

Es bueno que nos pongamos cada día unos minutos a los pies del Señor sencilla y llanamente para dejarnos interpelar por Él mediante el ejercicio de la oración personal o de grupo, la reflexión bíblica (“lectio divina”) y la participación en la Eucaristía.

De lo contrario, terminamos siendo absorbidos por ideologías y prácticas dominantes, normalmente alejadas de Dios.


El creyente mantiene viva la esperanza y sabe, desde la fe, que la visión interesada de este mundo se esfumará para dar paso a lo noble y gratuito.

Todo lo pequeño se engrandece cuando el hombre y la mujer, conscientes de sus limitaciones, ponen su mente, su corazón y sus obras en descubrir la voluntad de Dios.

La sencillez de vida, la oración y la entrega a los demás son virtudes comunes a todos los grandes santos.

Nos fijamos este domingo en uno poco conocido, cuya fiesta celebramos el 28 de Abril: San Pedro Chanel.


Pedro Chanel nace en el seno de una familia humilde en Cuet (Francia), aldea cercana a Lyon, el 7 de Abril de 1803.

Cuida de niño el rebaño de sus padres hasta que a los 12 años se somete a la tutela de un sacerdote, que guía sus pasos hacia el seminario de Belley, donde es ordenado sacerdote.

Las misiones populares, la atención a la parroquia y posteriormente la dirección del colegio de Belley ocupan sus primeros años sacerdotales, pero lo que absorbe su inquietud y llena sus sueños son las misiones extranjeras.

Pedro es un joven tímido, de celo ardiente y una exquisita educación y dulzura de trato.

Conoce por entonces la Sociedad de María (Padres Maristas), ingresa en ella, pronuncia sus votos y parte el 25 de Diciembre de 1836, con otros maristas, rumbo a las islas recién descubiertas del Pacífico Sur.
Tras un azaroso viaje, llegan a Polinesia.

A Pedro Chanel y al Hno marista Niziers les corresponde desembarcar en la isla de Futuna, de apenas 2.000 habitantes, que practican todavía el canibalismo y guerrean entre ellos.
Consagran la isla a la Virgen.

El aprendizaje de la lengua nativa, el cuidado de los enfermos, los actos de caridad y las largas caminatas rezando el rosario ocupan su tiempo. No hay todavía conversiones.
Tan sólo bautiza a enfermos en peligro de muerte y a heridos graves en la guerra que sostienen los grupos rivales.

Después de tres años, logra que un grupo de jóvenes indígenas se unan a las catequesis que imparte el padre, a quien los isleños llaman:“El hombre de buen corazón”.

Los jefezuelos, temerosos de perder el favor de los dioses de la isla, deciden asesinarle para que con él muera también su religión.
Pero ya la fe estaba sembrada.

Pedro Chanel había dicho días antes de su muerte, acaecida el 28 de Abril de 1841: “No importa que yo muera, la fe cristiana fructificará y no desaparecerá de la isla”. Futuna es conocida hoy como “la perla católica de Polinesia”.

Pedro Chanel es beatificado por León XIII el 17-11-1889, canonizado el 13 -06-1954 por Pío XII y nombrado Patrono de Oceanía por Juan Pablo II.

Desconocido y oculto, pequeño como el grano de mostaza, pone su vida, a los 38 años, en las manos de Jesús y de María.

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